Desde la terraza, Elsa ha observado durante años el árbol de granada que crece en el patio trasero de la casa contigua.
Durante la canícula, con el desprendimiento y choque estrepitoso de los frutos en la tierra se descubre el escarlata de sus adentros, visión que siempre le ha resultado inquietante porque inevitablemente la remonta a los oscuros hechos que, aseguran, ocurrieron años atrás.
Suponía que el rojo profundo de las granadas era la impronta que Gregorio quiso inmortalizar en el lugar en el que, más tarde, descubrirían los cuerpos sin vida de cuatro mujeres.
Elsa nunca conoció al asesino, pero sí la leyenda que siempre le causó estupor y el recelo suficiente para no acercarse demasiado a aquel lugar.
Incontables ocasiones, a lo largo de su vida, los distintos inquilinos que habitaron la casa de los asesinatos le ofrecieron los frutos desbordantes del árbol del patio trasero, pero la repulsión provocada por los recuerdos de imágenes de los miembros inertes saliendo del ras de la tierra le impedían pronunciar una respuesta categórica y sólo encontraba frases convenientes para evadir la propuesta y regresar a casa a refugiarse de sus angustias y temores.
Al cavar las fosas, Gregorio Cárdenas no mostró destreza; sin embargo, el árbol de granadas logró crecer fortalecido al echar raíces suficientemente robustas y profundas. Era un hecho irónico en el que Elsa reparaba constantemente.
Los cuerpos abandonaron las improvisadas sepulturas, pero la raíz del fruto grana en rigurosa penitencia fortalece cada día sus memorias y hace emerger, en un ciclo inexorable, el lúgubre pasado de su sombra.
Hacedora de historias como penitencia de una vida anterior ya olvidada; tejedora incipiente de palabras que recrean mundos imposibles ante la realidad que se impone sin cortapisas. Buscadora obsesiva de significantes, lectora voraz de aquello que ha sido descubierto y nombrado; perseguidora de relatos infinitos y personajes inasibles. Amante de letras, contadora de relatos, entusiasta jugadora del lenguaje.