El día que al fin le confesaría sus sentimientos a Lilia, Gil descubrió que podía volver atrás el
tiempo. Como cualquier espécimen del género timorato lo podrá corroborar, cada vez que tenía un
rato a solas con la chica que los últimos meses le había vuelto a inflamar el pecho, encontraba
alguna forma de alargar un día más su angustia. Lilia, le constaba, lo pasaba de maravilla con él,
reía con casi cada frase que tenía la intención de ser graciosa, y aún más con las que no, lo que
interpretaba como buena señal. No era ella quien buscaba encontrar alguna tarde libre para tomar un
café o ir a ver las nuevas exposiciones en la galería del centro, pero muy pocas veces se había
negado cuando Gil extendía la invitación. Por otro lado, Lilia nunca hablaba de otros pretendientes
ni de que tuviera algún crush, por lo que no sentía especial apremio en dar un paso importante,
aunque esto significara un par de horas de insomnio cada tercer día.
El último viernes de ese agosto, ahora perdido en lo que tendría que ser algún agujero de
gusano, Gil tuvo la excusa perfecta para arrancarse la incertidumbre de las anginas. Lilia había
aceptado ir a cenar con él desde el lunes anterior, y se le ocurrió sorprenderla con el coche que logró
financiar con su sueldo de consultor financiero. El auto no era ninguna ostentación en sí mismo,
pero estaba seguro de que Lilia se alegraría por él, y en ello encontraría la confianza necesaria para
decirle que tenía desde abril pensando a diario en ella antes que en desayunar.
Llegaron al sitio de sushi; tampoco nada para alardear, pero era un lugar favorito de ambos
desde antes de conocerse, y se convirtió pronto en la parada de conveniencia cuando lo importante
era convivir y no qué comerían. Gil logró, empeñando cada micronewton de su fuerza de voluntad,
mantener la calma y dejar latente en la parte trasera de su conciencia la resolución de abrirle el
corazón mientras platicaban de la pasada que la compañera de cuarto de Lilia le había hecho sufrir
por dejar la llave de paso abierta. Lilia se retiró de la mesa unos minutos para ir al baño, justo lo que
Gil necesitaba para respirar hondo y prepararse a cruzar el punto de no retorno. Cerró los ojos, llenó
sus pulmones, dio una lenta exhalación, levantó los párpados, vio venir de vuelta a Lilia, recibió de
golpe el residuo de una explosión solar ocurrida millones de años antes en la galaxia de Andrómeda
(aunque nunca se daría cuenta de ello), y recordó el día que la conoció.
Gil nunca aceptó formalmente asistir a la boda de Rodrigo, un amigo cercano desde los
primeros días de la universidad. No obstante, sin recordar bien cuál secuencia de eventos lo había
llevado a ocupar un asiento a la mesa con la familia del novio, se dio la oportunidad de al menos
disfrutar el banquete nupcial. A la hora del baile, para lo que no tenía la menor habilidad ni
disposición, se arrinconó junto a la mesa de bocadillos, convenientemente cerca del bar; más
convenientemente aún, se vio entablando charla en un círculo que exponía uno a uno su disgusto
por las cumbias comerciales o su falta de coordinación bípeda. Encontró en especial agradable a una
chica más o menos de su estatura que contaba cómo la novia estaría en no más de tres meses
llorando en su cuarto preguntándole a gritos si había tomado la decisión correcta.
–No, no es cierto. — se desdijo por decoro, pero no pudo disimular la risita que le
provocaba imaginar su propia historia.
Una semana después, cuando Gil la interceptó saliendo del supermercado mientras él bajaba
del bus que lo trajo de la oficina, decidió invitarla a la galería por primera vez.
“¿A la galería?”, se preguntó al instante. No, la primera vez que la invitó a salir la llevó al
café del centro, donde sirven el té chai sin leche si no lo pides cortado. Su error lo instó a
concentrarse y volver la vista al presente; Lilia ya debía haber llegado a su asiento.
Pero no vio a Lilia llegar, sino alejarse en su auto rumbo a casa; él seguía bajo el
señalamiento de parada del transporte. Y la invitación sí fue a la galería, no al café. Cayó en cuenta
de que su memoria, nunca lo bastante lúcida sino para los aspectos más burdos y generales, no dejó
fuera la semana entera entre hoy y la recepción de la boda, aunque en ese momento solo recordaba
con claridad a uno de sus clientes con el que pasó más de una hora al teléfono; hoy, 12 de marzo,
según ponía la fecha su celular, que además era el mismo modelo del que se deshizo apenas unos
días antes de recoger su coche de la agencia.
La galería era la misma a la que habían ido a visitar un mes después de su primer café
juntos, pero esta vez tenían en exposición los trabajos de egresados de la Facultad de Arte, y no las
pinturas conceptuales del artista japonés, del que apenas estaban los posters anunciando su
instalación en abril. Para entonces Gil se había rendido a la paradoja en el continuum que lo salvó
del discurso cursi y atropellado que habría proferido en la mesa del restaurante, y prefirió volver a
disfrutar los viernes con Lilia. Fueron de nueva cuenta el estreno de Tiburón 19 en cartelera, a pesar
de que Gil ya sabía el tremendo churro que les esperaba. La vez que Lilia había declinado por
acabar los planos para la agencia de arquitectura no se repitió, y pudo acompañarlo a la cena de
aniversario de su oficina; pero dos meses después tuvo que cancelar a última hora porque su madre
la llamó de urgencia por una descompensación, y Gil se resignó a quedarse a ver series en casa, lo
que no había ocurrido antes. Volvió a financiar su coche y la llevó de nuevo a la barra de sushi, con
la resolución en su pecho ardiendo una vez más. Lilia regresó a la mesa como la primera vez, Gil
mantuvo ahora la mirada lúcida y esperó a que tomara asiento. Pero no pudo evitar desmoronarse
ante el filo del abismo. Cerró los ojos y tomó aliento. Al abrirlos de nuevo, tenía cubiertos de metal
en lugar de palillos de madera en las manos, y se encontró otra vez ante aquel banquete de bodas.
Contra todo sentido común, Gil nunca se detuvo a racionalizar el fenómeno cósmico de su
habilidad. En realidad, no imaginaba algo más deseable que enamorarse una y otra vez, volver a ver
el brillo en la mirada de Lilia que le prometió la oportunidad de tomarle la mano furtivamente y que
ella buscara entrelazar los dedos. El último viernes de cada mismo agosto dejó de angustiarlo, pues
en su lugar le anunciaba la ilusión de revivir ad infinitum su historia amor posible.
Pero la ilusión, como la continua expansión del universo, está condenada al colapso. La
física cuántica es una materia aún por explorar, y Gil no tenía el menor dejo de curiosidad científica.
Por ello no reparó a tiempo en el cambio furtivo pero contundente que la más elemental de las leyes
naturales tuvo sobre su cuerpo.
Llegó una de las ahora incontables regresiones en la que Gil notó en Lilia un interés casi
morboso ante su acercamiento en la boda. Aceptó con vehemencia desde el comienzo, y en las
subsecuentes citas desarrolló una fascinación extraña por tocarle el pelo, lo que hizo que Gil lo
notara más áspero y delgado. Gil no tenía madera para tomar ventaja de la situación, así que nunca
decidió acelerar su proceso, y pese a que las expectativas eran mucho más favorables que en
cualquiera de las regresiones anteriores, llegado el último viernes de agosto, tomó la desviación
interdimensional de costumbre y volvió al rincón de los imbailables. Después de esa ocasión, la
excitación se acrecentaba en Lilia con cada retorno, y Gil se sintió en la mayor ensoñación.
Cómo habría sido el mundo, el universo entero posible después de que Lilia tomara asiento
frente a los rollos de arroz, fue algo que Gil nunca llegó descubrir. La teoría de cuerdas explica que
esa otra realidad está flotando por ahí, en el éter, y en ella quizá extendió sus manos para tomar las
de Lilia y no se soltarían por uno o dos minutos. En otra, se habría sentido incómoda, le agradecería
el buen talante de siempre, pero ella no estaba interesada en algo así por ahora. La realidad de este
Gil multiuniversal, no obstante, le resultó bastante más trágica e insoportable. La última vez que
vería a Lilia frente a frente sería la primera, como siempre. Cuando le mencionó que la novia tenía
fama de desidiosa y que temía por el futuro del matrimonio, ella rio ahogadamente; era ya un truco
bien aprendido. Pero cuando lo miró con más cuidado, el atrevimiento le pareció de mal gusto. La
cabeza despoblada hasta la coronilla y el ligero encorvamiento de la columna no lo hacían ver
decrépito, pero Lilia no tenía el menor interés en recibir los avances de un hombre de su edad.
Ismael Antonio Borunda Magallanes, académico y profesor de literatura. Lector absorto, cinéfilo ávido y videojueguista empedernido. Quiere escribir fantasía, pero nomás le salen de ciencia ficción. Siempre disponible si hay café de por medio (disponibilidad sujeta a existencia).