Té para dormir

I.

Con los ojos desorbitados, Silvina veía su reflejo en una de las ventanas del edificio
mientras caía en picada junto a Monchito y las macetas de lavanda; aquélla flor que tantos
moretones les había aliviado. Las viejas soldaduras en el balcón cedían ante su peso, no habría
remedio suficiente que le ayudara esta vez, y sonrió ante una idea que le cruzó de repente:
libertad.

II.

Despertó como siempre, antes de llegar al suelo. Jadeaba llena de sudor, pero se
tranquilizó poniendo sus manos sobre el pecho, pues no quería molestar a Ramón. Se levantó
para ir al baño utilizando su mejor habilidad, hacerse imperceptible.


Mientras orinaba, hizo memoria de las veces que soñó lo mismo; a diferencia de esta
noche, era la primera vez que no tenía miedo.


Imploraba ver aquélla mancha roja que pondría fin al retraso, pero no había ninguna señal.
De nuevo la ansiedad la recorría hasta materializarse en náuseas, pues tener otro bebé le exigiría
duplicar la constante guardia y más limitaciones.


III.

El corazón se aceleró, sintió un calor repentino en las sienes y sin pensarlo, tomó sus
zapatos, los guardó en una bolsa para basura junto con un cambio de ropa y pañales. Agarró el
biberón, tenía asientos de té para dormir que administraba regularmente a Monchito para que no
llorara por las noches. 


Cargó al niño y lo ciñó en un rebozo a manera de tener las manos libres, lo tranquilizó pues casi
despertaba. Abrió con extremo cuidado la puerta del balcón como lo había ensayado.


El metal helado caló sus pies. Escuchó que el barandal comenzaba a chirriar; entonces le llegó el
recuerdo del sueño y comenzó a sudar frío, sabía que era peor retroceder. Aventó la bolsa plástica
hasta el balcón contiguo. Miró sus lavandas repletas de flor que se despedían fragantes al paso de
su mano. Respiró profundamente y brincó. El niño recibió un golpe y emitió un chillido, Silvina
lo apretó contra su pecho para silenciarlo, ella se habría impactado contra el herraje oxidado
pelando sus rodillas y codos al caer, pero se incorporó ignorando el dolor, como siempre lo hacía.

Envolvió el extremo de la bolsa a su muñeca, besó a Monchito en la cabeza y volvió a saltar hasta
las escaleras de servicio que conducían al techo, de ahí descendería los seis pisos del monstruo
gris que se la comió un viernes santo, hacía dos años.


En tanto llegaba a la entrada principal, agradecía que la puerta se abría por dentro.
Silvina se puso los zapatos, vio la inmensidad de la calle y caminó de prisa como si se le hiciera
tarde para vivir.


Monchito comenzó a sollozar, ella lo consolaba sobando su pequeño cuerpo contenido en
el rebozo descolorido, en el que ella misma fue arrullada alguna vez.


—‘Ora sí, llora mijo, llora todo lo que quieras. Nomás que pueda, te curo… ¿todavía
habrá lavandas en Santa Eduviges?—

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