(…) Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos. «¿Qué me ha ocurrido?», pensó. No era un sueño. Su habitación, una auténtica habitación humana, si bien algo pequeña, permanecía tranquila entre las cuatro paredes harto conocidas. (…)
La Metamorfosis
Franz Kafka
Cuando por fin pude entenderlo, me encontré gritando y corriendo por la avenida de los Insurgentes. Las luces neón de los bares me perseguían junto con los aullidos de las sirenas.
Mi mente trataba de recordar la angustia que venía de algún lado inexistente de mi cuerpo, pero cada intento era una pulsación terrible en mi sien, unas ganas de estallar, de gritar, de salir y de correr.
Esfuérzate un poco –me repetía. Pero en lo único que podía pensar en ese momento era en callar la ansiedad con alcohol, así tal vez se callen, así tal vez me calme. Mis piernas no se detenían, corrían cada vez más rápido y sin saber por qué mi mirada ya estaba en otra
parte. Y así, sin avisar; mis píes se detuvieron, mi cabeza se alzó, mi vista se dirigió al letrero del lugar, giró en ambas direcciones cerciorándose que nadie nos siguiera. Mi cuerpo parecía estar siendo guiado por alguien más, como en un videojuego o como parte de una carpa de marionetas. Me tranquilizó ver el nombre del lugar, La Botica.
–Aquí de seguro venden algo que raspe –pensé.
Cuando entré al lugar el humo del cigarrillo nubló mi vista, pero como ya había dicho antes; yo no dirigía mis pasos y por lo tanto eran tan seguros y directos que me llevaron a la barra del lugar. Mis labios pidieron un mezcal de gusano y una cerveza, quien quiera que me esté guiando sabe lo que me gusta. Recordé entonces mis estudios de psicología, esto bien podría ser un intercambio de opiniones entre mi yo y mi súper yo, apoderándose por completo el súper yo de mis actos, intercambiando el rol de los papeles, volviéndome a mí en una especie de inconsciencia. Es decir, me estaba gobernando mi inconsciente.
Era extraño no poder controlar nada, ni la comezón, ni la sed o simplemente el gesticular una palabra, mover un dedo. Era yo una voz que no escuchaba mi cuerpo, una voz con eco pero sin fuerza, intangible, impalpable, pero sin embargo disfrutaba cada trago del mezcal y de la cerveza, cada bocanada del cigarrillo, cada vez que su mano (mi mano) rascaba mi ingle.
Me esforcé enormemente por controlar un poco mis actos, logrando apenas extraer la cartera de mi bolsillo: La foto de una niña que no conozco, la misma niña prendida de mi cuello y una mujer con un afro sosteniendo mi mano, los tres estamos sonriendo. Mi licencia de conducir –no recordaba haber aprendido a manejar, pero me sentí aliviado, era una de esas cosas que siempre quise saber. Dos mil pesos, tres tarjetas de crédito, un pequeño papel doblado perfectamente. Lo desdoblé y aspiré de él, fue el golpe seco de la cocaína en mi cabeza; un martillazo de polvo blanco. Desperté nuevamente en ese lugar, con voces amistosas entonadas al licor y al canto de Mick Jagger, I've been sleeping all alone, lord I miss you… tanta razón tenían los Rolling Stones en ese momento.
¿Dónde estaba, qué hacía allí? Mi cabeza se venía abajo, pesaba un kilo más, un kilo de recuerdos en blanco, un kilo de martirios infantiles e inexistentes, un kilo abajo, babeando junto a la cerveza y el shot de mezcal a medio terminar, el cenicero calcinado y
mi rostro apagado sin poder recordar nada. Mis nervios estaban gorgoteando un sudor frío, mi nariz escurría un pequeño hilillo de sangre.
(…)
Al abrir los ojos, una calle poco alumbrada me alertaba totalmente de mi estrabismo, mis manos raspadas sostenían una pesada pistola. Mi camisa manchada de sangre era un indicio de que había cometido un asesinato. ¡Maldita memoria, qué clase de juego era este! Fue cuando reaparecí, mi cuerpo y mi mente al mismo tiempo materializada, como verse en un
espejo, mi otro yo, riendo a carcajadas, perfectamente bien vestido, sin una arruga en el camisa y yo, un poco más viejo, cansado, sosteniendo un arma que no sabía como utilizarla, si tan sólo pudiera matar a ese impostor que reía sosteniéndose del abdomen, evitando le
botara el páncreas a carcajadas. ¡Maldito bastardo! Ósea yo. Creo.
¡Bang, Bang! –sonó el estruendo del cañón por toda la calle, como la carcajada de mi otro yo, como la sangre que era escupida de mi cabeza, como los recuerdos que llegaron tan tarde, como las ambulancias.
(…)
Cada uno de sus dedos acariciando mis más de cien nervios, mis vocales y su instinto por borrar cada una de sus palabras con sangre del monitor. Sólo soy parte de la historia que cobra con la vida, un personaje sin fuerza, sin voluntad.
Editor, escritor y promotor de lectura. Ex godín alcohólico, poeta frustrado. Ciclista emergente. Eterno padre de Camila.