El día de tu partida final, el confinamiento llegaba a su fin, la época más crítica nos daba un respiro, las calles empezaban a poblarse. Había en el aire felicidad por el nuevo comienzo y estupidez, mucha estupidez, pues al parecer la única forma de precaución que los humanos conocemos es el temor. Las vacunas habían sido aplicadas a la mayor parte de la población, en algunas personas llegaba incluso a la tercera dosis. Por ello mucha gente salía desprevenida a realizar sus actividades diarias. En China la reclusión era de nuevo estricta, pero aquí, la falta de conciencia la justificaba cada uno a su manera; la población en general diciendo que ya todos estábamos inmunizados y el gobierno local argumentando que, por el apogeo de las celebraciones de noviembre, su capacidad para exigir a los turistas usar tapabocas era nula, pues se irían a otros lugares dejándonos sin sus preciados dólares. Las tiendas departamentales dejaron de tomar la temperatura y solo te ponían un gel antibacterial con olor a alimento para pollos y, por supuesto, ya no vigilaban la entrada de niños y ancianos. El bullicio de nuestro puerto empezó a revivir. Los atardeceres, que el sol negó a nuestros ojos, se ensombrecieron con el alboroto de las fiestas de plenilunio en la playa y la enorme cantidad de basura en la resaca del amanecer. Pese a ello, en tu tercera despedida ni siquiera tu familia pudo acompañarte.
Nos conocimos en la entrada de la secundaria, el primer día de clases. Había un sol pleno, lleno el cielo de azul y nubes secas de humo del basurero. Aquella tarde, todos los estudiantes de primero cuyos padres no tenían más recursos para vestirlos además del uniforme, obligaban a sus hijos a asistir con el traje de gala que habían usado en el vals de graduación de la primaria. Por eso te vi esa vez con lentejuelas, gasas y tafetas ceñidas a tu cuerpo, la flor de la vida llegaba a ti y tus formas curvilíneas ya eran muy notorias. Los zapatos nuevos resonaban en los pasos de la generación entrante y pocos niños vestían ropa distinta, eran estrenos comprados para la ocasión, lujos inalcanzables para gente como nosotros.
Después de la espera para ingresar al edificio de nuestra segunda casa, nos formaron en dos filas: una de muchachos y otra de señoritas y, por azares de un destino del que hubiese preferido huir, quedamos por primera vez lado a lado. Nuestras miradas se toparon en el tumulto para la toma correcta de distancias, entre las órdenes del prefecto alto y desgarbado cuya comisión era organizar los talleres. Me tomó solo un segundo descubrir tus pómulos salientes llenos de cobre tostado por el sol y el rescoldo de la sal, pulido con efecto mate gracias a la arena; además, adornaba tu cara la sonrisa de caracolas blancas que emergían del tono coral de tus labios marinos. “Hola”, me dijiste y yo te respondí: “hola”, y bajé la mirada ante el escrutinio intransigente de tu vista en mi cara. “Perdón”, añadiste, “es que tienes los ojos como el mar”. “Adiós”, te dije, “nos vemos luego”. Estaba apenado. “Adiós”, repetiste, “¿a qué taller vas?” “A electricidad”, te respondí. Nuestra conversación fue efímera. El taller de soldadura te recibió como a la única mujer en el grupo mientras ocurría nuestra primera despedida, luego vinieron dos largos años de silencio.
Dos años en los que supimos nuestros nombres preguntándole a alguien más: nos veíamos de lejos. En los recesos siempre ayudabas a tu mamá vendiendo el manjar frito con sabor a la ribera de nuestro litoral: eran pescadillas, pescadillas que exudaban el vapor de la carne en escabeche y ablandaban la guarnición de col incrustada en la tortilla, dándole el característico olor a costa. Nunca estabas atenta a las ventas. Tus sueños y los lugares construidos en el aire te absorbían desde entonces. Algunas veces buscabas como yo las corcholatas con premios que eran el desecho de los niños ricos. El trueque por refrescos o dinero lo hacías en silencio, sola, señalando con el dedo tus elecciones, sin inmutarte por la impaciencia de la fila tras de ti.
Nuestras tardes de secundaria, Soledad, se alternaron con las clases y las escapadas al mar que fue el principio en tu carrera de correr riesgos, “¿nos volamos la clase?”, decíamos, “y vamos a la playa al fin que el profe del taller no vendrá y después tenemos español”. Como siempre, al saltar la barda descubríamos que tú ya estabas afuera, y que te encaminabas por la avenida principal, atraída por el azul profundo de la vista del mar, que luego se volvía un verde esmeralda cerca de la orilla. Nunca supimos tu secreto para salir sin ser vista, ni que explicaciones dabas en tu casa para justificar la ropa mojada y llena de arena, tal vez mis amigos sí lo conocieron, porque ellos hablaban contigo, invitándote a nuestros juegos. Algunos presumían que te iban a “llegar”, que estabas muy buena y cosas estúpidas que los adolescentes piensan que harán sentir bien a una mujer. A nadie le hiciste caso, la risa era tu respuesta a sus intentos de romance, pasabas todo el tiempo de la tarde de gaviotas mojándote los pies, acariciando la espuma. Al final, después de nuestras incursiones a las lanchas en ropa interior, mientras tú nos cuidabas los uniformes, te bañabas recostada plácidamente en las olas mansas de la orilla. El arrullo de agua en calma y la erosión de las rocas medraba. El mar te quería, Soledad, y tú lo querías más. Nuestro tiempo de ocio para ti era de trabajo. Levantabas la basura hasta donde daban tus ojos y los pájaros heridos no huían de tus cuidados.
“Ya nos vamos Chole ¿vienes con nosotros?, nos bañaremos a la casa de fulano porque su mamá regresa tarde del trabajo”. “No, gracias” nos respondías “yo me voy sola, pero ayúdenme con una bolsa”. Cuando el plástico acumulado era mucho, lo dejábamos cerca de algún hotel en los botes de basura atiborrados y mezclados, porque en aquel entonces separar los desperdicios era una pérdida de tiempo. Cuando era poco no pedías ayuda, la expresión de felicidad en tu rostro, era la señal de tu regreso solitario a casa, acompañada del murmullo de olas, volteando de vez en cuando, enviando frases en silencio a las palmeras, despidiéndote de las gaviotas, haciéndole señas a los zaramullos y los cangrejos ermitaños, y disminuyendo la soledad del mar con un beso cargado de brisa salada, hasta que llegabas al último escalón del andador de la iglesia muy cerca del crucero de la ciudad y le dabas la espalda.
Las osadías repetidas tantas veces, terminaron cuando los persiguió un cocodrilo en el estrecho arenoso de la lagunita y el puente “Regadío”, iban a la playa “Marinero” aquella vez que no participé. Fue la última incursión, porque el susto hizo que muchos contaran lo sucedido en sus casas, y después de las palizas y la vigilancia a la que fuimos sometidos a nadie le quedaron ganas de volver a hacer lo mismo.
La nimiedad de la vida, lo efímero de nuestra adolescencia, se nos olvidaba, íbamos a conquistar el mundo, nuestros sueños, ¿los recuerdas?: yo iba a unir los átomos rotos por la fisión nuclear, tú ibas a ser la bióloga marina que lograría por fin un océano limpio. No advertíamos en aquella estación que éramos la mota de polvo suspendida por el efecto tyndall una mañana de luz, obligada por la estática a prenderse de la lámpara carcomida por la brisa marina, como las que alumbraban el andador de “Puerto piedra”, la playa rocosa donde cuidabas zaramullos, explicando a los albatros que todos debían ser amigos, que tú les llevabas desperdicios de pescado para que no atacaran a los patudos. Esas lámparas se fueron apagando igual que nuestros sueños y hubo oscuridad en las tardes y en nuestras vidas. Fue el espacio que aprovecharon los nuevos amigos que conociste. Ellos iban ahí a fumar una yerba con olor a petates viejos, aspiraban también un polvillo blanco parecido a limo de sal pegado a las piedras lisas de la orilla del andador. Después de varias aspiraciones podían hablar con la naturaleza, lograban comunicarse con el sol moribundo en su dolor naranja tras las nubes del faro, y con los riscos del viejo panteón a las espaldas de las bancas donde hacían su festejo. Empezaste a envidiarlos, ansiabas preguntarles si también podían hablar con el mar.
Cuando el efecto de los estimulantes pasaba, invadidos por el bajón y el duro golpe de la realidad, sacaban de sus mochilas caramelos que mordían desesperados, como queriendo regresar de un lugar aterrador. Siempre los compartían contigo, por eso regresabas a tu casa disfrutando el sabor de la melaza compactada en el circulo viscoso de la vida amarilla, con el camino interminable que aprendiste a medir con dos paletas de cajeta y un “pelón”.
Ignoraba la costumbre de tus paseos dominicales, hasta que te vi una mañana desde el pequeño acantilado donde los valientes de nuestra generación practicaban clavados, era un risco de tres niveles: el nivel de en medio era un puente sin barandales y con las piedras carcomidas por el azote de la sal y la bravura del océano; el primer nivel consistía en una banca de piedras a orillas del agua, salpicada por inmundicia de gaviotas; el ultimo nivel, y al que solo se atrevían los expertos, era la cima del risco con una roca en forma de trampolín. Desde ahí te vi un domingo de octubre, justo en las épocas cuando los hombres de mi pueblo natal iban a teñir con caracolas el hilo para elaborar pozahuancos y huipiles. Tú los vigilabas, estabas atenta para evitar el maltrato de los moluscos, asegurándote que los dejaran justo en el lugar de donde habían sido tomados después de extraer a pequeños empujones el púrpura intenso de sus entrañas, el olor algo nauseabundo de la excreción llegaba con la brisa de la mañana sin viento. Mis prácticas de aquel día se concentraban en los saltos, para presumir con mis compañeros cuando fuéramos a tirar clavados, empecé desde abajo, calculando la marea para caer en el momento justo en que las aguas llenaban el pequeño golfo rodeado de piedras grises en cuyo centro estaba el acantilado. Me animé después a lanzarme desde el puente, y por fin, con un orgullo innecesario subí a la cima del peñasco, desde ahí te vi. Los señores de cotón habían terminado de ordeñar en aquella playa y se mudaban a otra, pero tú no los seguirías, dirigiste tus pasos hacia el viejo muelle por el andador sinuoso que conectaba el puente de los clavados, ibas a pasar frente a mí. Me emocioné, traté de calcular el momento justo de tu aparición antes del puente, sincronizándola con la marea, pero fallé. Mi salto fue un buen espectáculo, pero mi cara impactó contra el lecho de arena fina, fue un golpe mínimo gracias a la amortiguación del agua. No sentí dolor, únicamente la sensación de pesadez de la sangre que subió por mis sienes. Salí rápido, tú ya estabas en el pasadero junto a otros curiosos temiendo lo peor. Vi la sorpresa en sus caras y solo la entendí hasta que la sangre mezclada con agua marina entibió mi bigote; solo hubo eso, un sangrado. Me acomodé en el primer nivel y me tapé las fosas nasales para detener la hemorragia. Tú llegaste hasta mí tendiéndome la mano. “Ven”, me dijiste, “la marea va a subir y te arrastrará”. Subimos al andador de gravilla, cambiaste la presión de mis dedos por tu mano delicada, olías a nácar mezclado con el penetrante olor de los “tycurros”. Cuando el sangrado se detuvo, con una toallita mojada limpiaste las costras rojas de mi cara, asegurándote que mi nariz estuviera firme, adherida como las lapas a las rocas. “Mañana me das la toalla”, me indicaste, “la lavas, no importa que no se quiten las manchas”. Te iba a decir sí, pero tu mirada me lo impidió. Sonreías y me analizabas como la primera vez que nos vimos. “¡Adiós, ojitos de mar!”, fue tu última frase. Me quedé sin palabras, avergonzado, pero con la firme convicción de que tarde o temprano serías mi novia.
Habíamos iniciado el tercer año en la secundaria y el silencio entre nosotros empezó a desvanecerse, a veces a orillas del mar cruzábamos nuestras miradas y nuestros pensamientos, mientras tú te ibas adentrando en el grupo de aliados que fumaban a escondidas y yo trataba de pescar con la cuerda enredada en una tabla, las cabrillas y los meros que vivían en las aguas espumosas a orillas del faro.
En abril nos pidieron un reportaje como tarea para la clase de español. A muchos se les ocurrió entrevistar a alguno de los turistas que arribaban antes de Semana Santa. Aunque íbamos en grupos distintos, coincidimos aquella mañana en la bahía principal, yo trataba de buscar con mi equipo a una persona interesante para hacer la tarea y te vi acurrucada en una oquedad de las rocas grises del antiguo muelle, era una cuna pétrea, grisácea y brillante por los granos de sal y las gotas de agua adheridas en sus poros, apuntaba al océano. Disfrutabas la brisa, bañados tus pies por la blanca cabellera de las olas, y el sol tratando de abrir una brecha entre tus rizos de cobre para llegar a tus pensamientos. Creo que cantabas, o tal vez hacías poesía con los albatros y las gaviotas en una balada diamantina, llena de piedras de lumbre, igual de calcinantes que la arena de la playa. Soñabas despierta en el arrullo de la llanura esmeralda que mecía las lanchas y veías el horizonte lejano frente a ti, observando la cruz de la punta de “Zicatela”, esperanzada en un mundo que se te hacía extraño desde siempre, preparando un viaje sin invitación para nadie, ese viaje que te alejó de nosotros, pero te guardó intacta en el paraíso que estabas construyendo con aquellos himnos. Tu mamá te llamó para que fueras a ayudar con el pescado y saliste del escondite de las rocas con la ropa pegada a la piel, y de la guarida de tu mente con la sonrisa sincera que regalabas a todos los que querían saludarte. Volviste al hastío del mundo original que habías aprendido a tolerar y a sobrellevar para que la gente no creyera que estabas loca. “Ya voy, mami”, respondiste mientras pasabas frente a mí bajando la cabeza. “Hola”, te dije en silencio y con la mano apenas levantada, “hola”, me respondiste con el mismo ademán. El esmeralda inmenso de la piedra acuosa que nos vigilaba, guardó la continuación de nuestro secreto y empezó la historia que no terminó bien para ninguno de los dos, aunque nunca supe, ni siquiera me acerqué a lo que veías tú en nuestro mundo. Tu mamá te tomó de la mano en el tramo de rocas que conducía a las escaleras del muelle y compraron el pescado para las empanadas, eran las once, y el mar translucido dejaba ver los bancos de ojotones y de sardinas de plata. Te fuiste aquel día levantando arena y dejando tus huellas pequeñas en una playa que marcó nuestras vidas: una playa lejana que estaba ahí cerca pero nunca pudo ser nuestra. Te llevaron por las escaleras rumbo a la iglesia. Mi equipo y yo elegimos el camino paralelo: el andador principal con sus cientos de peldaños. Nos apresuramos, la entrada a la secundaria era a la una de la tarde, ya casi daban las doce y aun había que bañarnos y quitarnos la arena y los recuerdos aun frescos del mar de esa mañana.
Después de aquel día se volvieron frecuentes nuestros encuentros. Tomábamos el refrigerio de la tarde juntos, yo te esperaba a que terminaras la venta de las pescadillas y tú aguardabas a veces a lado del aula de matemáticas mientras pasaba los apuntes de la última clase.
Nuestras horas libres, de escapadas al mar, las cambiamos por contemplaciones de autos en la avenida, sentados en los registros eléctricos, pequeños ortoedros de cemento y tabiques en cuyo interior se guardaban conexiones de energía, en un pasto donde crecía la verdolaga, con la calle pavimentada frente a nosotros, atrapados voluntariamente por una malla de gallinero y vigilados por los eucaliptos fragantes, eternos e inmutables en la memoria del último año de secundaria, que se nos fue como agua.
“¿Ya le vas a llegar?”, me decían mis amigos. “A mí ni me hizo caso”. “¿Ya son novios?”, te preguntaban tus amigas. No teníamos respuestas para esas cuestiones, la verdad es que éramos cómplices de nuestros sueños, nunca nos tomamos de las manos, mucho menos nos dimos un beso. Sentíamos tristeza de separarnos y alegría de compartir las horas sin clase, pero sobre todo estaba la complicidad de pensar en el mar y los viajes para ver delfines o bucear con tortugas. Logramos ese sueño una tarde de mayo, justo en la fecha de la tardeada del día del estudiante. En la noche, y vigilados por la insistente invitación a bailar de nuestros mentores, recordamos el salto de los cetáceos mientras tratábamos, con torpeza de seguir el ritmo del reggae en la voz de Bob Marley. Fue la única vez que nos abrazamos para bailar el ritmo romántico de las canciones de Magneto. Yo soñaba con el día que pudiéramos ir a la universidad en Puerto Ángel y tú, aunque yo lo imaginaba sin certeza, buscabas un sueño más grande y ambicioso: el momento sublime en que pudrías hablar con el océano.
Llegó el final de la secundaria y me daba miedo la separación, así que justo en el último ensayo de la ceremonia de entrega de documentos, me atreví a hacerte la pregunta que había en mi mente desde que tocaste mi nariz en la playa. Te pregunté si querías ser mi novia, y aproveché para curiosear también si harían algo en tu casa con motivo de tu graduación, como tu respuesta fue no a la segunda cuestión, te invité a venir con nosotros (un grupo de cuatro amigos) para comer en un restaurante: sería nuestra primera cita, la planeé con ayuda de Juan Pablo, tu vecino de manzana. Me devolviste un sí carente de entusiasmo. Acordamos que después de la graduación nos veríamos en nuestro registro, frente al eucalipto del lado oeste. Ahí te buscaría y después de la comida iríamos a la playa.
Fue el peor error de mi vida, la verdad, el encanto se acabó apenas terminada la pregunta; a pesar de tu respuesta positiva, ya no concebí ni la atracción ni la ansiedad que me provocaba tu presencia, más bien me sentí liberado y también alcancé a notar el dejo de desilusión en tu cara, solo dijiste si para complacerme, pero no llegaste a la cita a tiempo, o tal vez yo no te esperé lo suficiente. Supe después que tu hermana menor te llevó llorando de la banca improvisada de nuestros encuentros, diciendo que no te importaba, que de todos modos tú no sentías nada por mí, que en realidad estabas enamorada de alguien mucho mejor, que comparado con el verdadero amor de tu vida yo era una basura. Intenté ir a comer con mis compañeros aquella tarde. “No puedes esperar más, ya no encontraremos abierto el local”, me dijeron para apresurarme. “Vámonos, tal vez sí hubo convivio en su casa. Si quieres más tarde te acompañamos a buscarla”. Como ya no profesaba la emoción del primer amor, me dejé convencer. Fuimos a buscar el restaurante económico, pero estaba cerrado, terminamos cenando barbacoa de chivo en la casa de un compañero, y probamos por primera vez el brandi en una cuba que me hizo vomitar y recordar lo amargo de la desilusión a la luz de las estrellas.
Durante muchos años tuve en mi conciencia la culpa de tu segunda despedida, creí que aquel evento trágico te había inducido a aceptar la invitación de tus amigos de la playa de piedras mientras yo experimentaba con el alcohol. Pero no fue así. Alguien me contó que en los años de prepa seguiste yendo al mar y practicando el altruismo con los habitantes de las faldas del océano. Que estudiabas con ahínco para convertirte en bióloga marina, mientras yo trataba de pasar los exámenes del COBAO en una ciudad a cien kilómetros de distancia. Eras aplicada, ordenada, paciente y te veías feliz; no habías tenido ningún otro novio para no perder el tiempo en tonterías. Fue en aquellos años cuando escribiste el poema que nunca pude leer cuyo título; “El señor de la capa verde” encerraba todo tu amor volcado al mar, lo declamaste un ocho de junio en la primera conmemoración del día mundial de los océanos, fue un éxito. Hablaba del mar en complicidad con tu vida, pero nadie pudo recordarlo después y tú se lo entregaste a su dueño esa misma tarde, las palabras suavizaron la espuma de agradecimiento mientras el papel se estrelló y desbarato en las rocas absorbiendo las estrofas marinas que fueron solo para él. Desde aquel día el mar fue para ti el señor de la capa verde.
Entusiasmada por la gran aceptación de tus versos, tu deseo de comunicarte con él aumentó de forma inconmensurable. Aceptaste probar el polvo blanco que te ofrecían en las mesas lisas de “Puerto piedra”. Tu padre había muerto recientemente y las emociones se habían encontrado en un mal momento: la primera vez solo lograste hablar con las peñas y el recuerdo más hondo de la experiencia fue la increíble necesidad de ingerir azúcar. La segunda vez tuviste que ahorrar para comprar tus provisiones pero valió la pena, porque se abrió una ventana con murmullos de cangrejos, entendiste la soledad y el silencio verde de las algas, la inanición de las lapas y la quietud de los erizos en su burbuja transparente, disfrutaste con ellos la paz del mundo que solo sentías en los años anteriores a tu menstruación y, lo increíble, ¡el señor de la capa verde te habló! Te dio las gracias con palmadas de espuma por cuidarlo, te abrazó con crestas de dedos finos que resbalaban en tus hombros; confesó sus penas y su amor por ti en el bamboleo de la corriente que te arrastraba mar adentro, y te habría seguido hablando de no ser porque al intentar besarlo a sorbos, te sumergiste en un sueño profundo y viajaste al mundo de infancia del que tus amigos trataron de rescatarte, mientras tiraban de tus pies atorados entre erizos y rocas del fondo y luego intentando que expulsaras el agua acumulada con amor en tus pulmones llenos del sabor salobre de tu nuevo prometido. Lograron que despertaras y te devolvieron con tu familia convertida en una piltrafa mojada, revueltos los cabellos, llena de arena la ropa y el alma desbordando felicidad. No sabían del viaje interminable iniciado por ti ese día. Ya no ocultaste con canciones el disfraz de tus pláticas con los animales marinos, ni tuviste pudor para nombrar la inconsciencia de quienes ensuciaban las playas y ya no hubo necesidad de evitar que creyeran que estabas loca.
Yo regresé de mi fracaso en una escuela que fue muy exigente para mi nivel y te encontré varias veces en la calle. En tus momentos de lucidez tratabas de retomar tu vida, volvías al aula, continuabas buscando tus sueños aún bajo el escrutinio y la presión intransigente del mundo que seguía tratándote como a una esquizofrénica. En uno de aquellos lapsos intenté explicarte el malentendido de nuestro desencuentro en la graduación. “¡Ay, no te preocupes!”, me dijiste y tu cara cambió y se volvió de niña, se iluminó con la inocencia de los años perdidos y luego continuaste con una voz melosa, demasiado dulce, casi fingida: “Yo a ti ni te quiero, ya tengo novio”. En otras ocasiones me sorprendías con reclamos por mi olvido y mi indiferencia. Una vez me mandaste saludos con mi madre acompañados con una concha de ostra como muestra de cariño; “Dígale por favor que lo extraño, él era mi novio, pero ya no me quiere porque estoy fea”. Me contaban que te habías quedado en el viaje, que el detonante de tu partida fue el abrupto de la muerte de tu padre. Dejaste la escuela y todos tus sueños. Vivías para dos cosas: cuidar el mar y comer golosinas. Te custodiaban, impedían tus atracones de selecciones azucaradas con regaños, con celo, pero no podían controlarte por completo, escapabas al mar todos los domingos y buscabas a los “tycurros” extinguidos por la sobreexplotación. Tus regaños a los bañistas que dejaban su basura en la playa seguían siendo memorables, al igual que las discusiones entabladas con los que maltrataban a las aves y, ante los amagos de violencia, tu defensa eran estas palabras: “¡No se atrevan a pegarle a una niña!, ¡mi papá los va a aponer en su lugar!”. La cuna de piedra de tu infancia se llenó de arena cuando construyeron un nuevo muelle y el agua retrocedió varios metros. Tu ruego al señor de la capa verde fue que no desamparara a las lapas ni a las piedras, o que al menos esperase la mudanza de los erizos y las lenguas de perro con la marea. El mar no regresó nunca a su sitio y lo viste con desdén durante varios días; sin embargo, hubo reconciliación mientras planeaban cómo aleccionar a los ingenieros responsables de aquel desbarajuste, con olas gigantes para derribar sus casas fincadas en los acantilados de la playa Bacocho. Languidecías, la dieta de azúcar medró tu salud. Tu ropa preferida era de infantes, regalos de tu padre, ibas al mar en los mallones desgastados de un traje de baño pasado de moda, muy ajustados porque no eran de tu talla, pero lo escuálido de tu cintura lo disimulaba. Platicabas tus penas al mar, se abrazaban sin reservas. “Él quiere ser mi novio”, le contabas a los albatros. “Pero yo estoy muy chiquita todavía, ya le dije que me espere, aunque sea a que cumpla los diez”.
A la vuelta de un lustro ya nadie te tuvo compasión y dejaron de verte como novedad en las calles de nuestro puerto, las envolturas de paletas y los dulces a medio comer rescatados de los basureros fueron el consuelo de tu dieta. Juntabas corcholatas para cambiarlas en las tiendas, pero el trueque solo incluía regaños, por compasión te daban un chicle. Al final nadie te proporcionó voluntariamente el azúcar que tanto necesitabas para sobrellevar la vida de ajetreo entre las buganvilias de los camellones y las orillas del mar revuelto.
Los años pasaron y se acumularon en tu haber las deudas del descuido, el pagaré gigantesco de la dieta melosa de los niños, donde las golosinas representan el valor indispensable del plato del bien comer, cobraron su factura; te hiciste muy delgada, el diagnóstico de la diabetes tipo dos antes de los treinta fue la antesala de las ulceras en tu estómago. El dolor te postraba mientras los reclamos hacia tu madre crecían porque no te llevaba a un buen doctor. “¡Soy una niña!”, fue tu grito ante los consejos de la dieta saludable, “¡déjenme disfrutar mi infancia!”. Los continuos ayunos evitando las verduras hervidas y las carnes asadas, se complementaron con el vómito después de la obligación de ingerirlas bajo la vigilancia de tu hermana menor. Nadie supo dónde conseguías el contrabando de panela y miel y tampoco descubrieron cómo burlabas todas las guardias para irte los domingos a la playa. Te hallaban en las primeras horas recostada en la arena, buscando conchitas para armar collares. Los amigos de la infancia recibían los obsequios mal amarrados con cuerdas de atarrayas viejas mientras los importunabas con preguntas extrañas, como por qué estaban barbones o cuál era la razón de haberse casado tan chiquitos.
Tu vida se fue apagando, pero tu sonrisa no dejó de brillar. Nunca dejaste que se te escapara la oportunidad de bajar a la capitanía del puerto en las conmemoraciones del ocho de junio. A veces lograbas colarte a los paseos en lancha, en el asiento de babor te mecías al ritmo de las embarcaciones, viendo el horizonte, esperando encontrar a los delfines que vimos en una excursión cuando íbamos en la secundaria. Un ramo de buganvilias arrancadas de jardines ajenos era tu obsequió para el señor de la capa verde en su día especial, y el malva trasparente de las flores se iluminó muchas veces con los rayos del atardecer al final del viaje. Saturada de mar volvías a tú casa. Recuerdo tu beso al aire en las escaleras de la iglesia, era para él, el amor más grande de tu vida. Para que no decayera ante los desprecios hechos por los bañistas en la hipocresía de la celebración, aliviando al menos el desamparo al que lo condenaba la contaminación, sin imaginar tu inminente partida.
Al final, te mantuvieron atada a la cama. La tristeza invadió tu cara, llorabas, hacías berrinches para que te dejaran ir a la playa, “¡hay que ir a comprar pescado!”, decías, “¿cómo harás las pescadillas de mañana?”
Y entonces llegó la indulgencia de esta pandemia para cambiar las ataduras de las manos por las mangueras del oxígeno: pasabas los días en una tos perpetua, tratando de explicarle a tu mamá los beneficios de la brisa marina para que te llevara al menos cerca del crucero, desde ahí se podía sentir el aire empapado de sal. Gemías igual que en una rabieta, pero era de dolor. Tu familia imploraba porque se fuera el sufrimiento, al igual que pedía todos los días porque volvieras de tu mundo de encierro, de tu paraíso de infancia.
“¡Al fin vamos al mar!” fue tu expresión la tarde que vino por ti la ambulancia.
Tu nombre se convirtió en tu sello, el día que partiste no había nadie ahí, te entregaron en una bolsa hermética, no pasaste por la vela, donde no había amigos departiendo y compartiendo los últimos momentos de tu vida. Fuiste de la clínica directo al cementerio, sola, en el mar de gente que abarrotaba las calles, pero evitaba los paseos fúnebres, sin familia pues tu mamá también estaba postrada por el mal que tuvo compasión de tu vida. Acompañada por paramédicos con trajes protectores, en el apogeo de la brisa marina y el turbante sol de las tres de la tarde, justo en la hora del cambio de marea, cuando el océano subió a las costas y te envió como despedida el resonar del manto de espuma, los sepultureros pagados con anticipación te pusieron en las tumbas del lado norte, y lo que más me dolió, después de enterarme, es que te enterraron de espaldas al único amor de tu vida.
Alberto de León Santiago (Pinotepa de Don Luis, Oaxaca, 1976) es docente de educación primaria, entusiasta usuario de Linux y el software libre, aficionado al ajedrez y a contar historias. Obtuvo el primer lugar en el concurso literario “Timón de Oro 2022”.
Excelente
Una historia excelente. Con Puerto Escondido como escenario.
Excelente forma de mostrar lo maravilloso y bello que es Puerto Escondido, una historia muy interesante y la vez triste….. Felicidades Profr. Alberto de León Santiago (Compay).