Sobrevivientes

Papá desapareció como la bruma del mar al amanecer. Luego de buscarlo por semanas, mamá entró en estado de letargo, en una especie de desconexión del mundo. Supongo que enloqueció cuando me pasó lo mismo a mí. Yo tenía en ese entonces unos dieciséis años. Había acompañado a papá a pescar, pero no las suficientes veces como para considerarme una pescadora. Por su ausencia, en casa no hubo comida. Los primeros días nos alimentamos de sobras, luego solo de agua. Mamá seguía lela. Los vecinos dejaron de ayudarnos, ya no tenían de dónde.

Esa madrugada me escabullí. Yo era casi una adulta, nadie podía impedir que fuera a pescar. El hambre apremiaba. Era tomar las redes o mendigar. Llegué al bote de mi padre, que estaba tendido en la arena. Vi a unos pescadores regresar de la faena con las redes vacías.

—Muchacha, no hagas locuras, no puedes entrar sola al mar. Hay un mal presagio: las estrellas no son favorables. Mañana vendrás con nosotros —advirtió un hombre canoso adivinando mis intenciones.

—¿Mañana?, no hay un mañana. Además, papá siempre salía a esta hora.

El anciano se encogió de hombros y, seguido de los demás, encalló su bote. Se alejaron diciendo entre dientes que no tendría fuerza para mover la balsa de mi padre.

Empecé a remar con dificultad. Mi única compañera era la luna llena. Estando a una buena distancia de la orilla tiré la red. Pasó como media hora y el mar enfurecido empezó a zarandearme. Subí la red y solo vi dos capturados. Mala pesca.
Remé hacia la costa luchando contra la marea que me dificultaba avanzar. Al poco rato me sentí extraña. Un haz de tenue luz iluminó mis brazos y mi rostro. Subí la mirada, mis ojos distinguieron un objeto suspendido en el aire. Abracé la pequeña red con los pescados. Tensé mis músculos tratando de hacer resistencia. Sentí que la luz me apretaba. Traté de tranquilizarme, suponiendo que estaba dentro de un mal sueño. Cuando mi respiración se normalizó, la luz me envolvió con suavidad. Sin saber qué estaba pasando, me dejé pescar.

Empecé a levitar atraída por la extraña fuerza. Cuando menos lo esperaba ya estaba dentro de la nave. «Estoy soñando», me consolé. Es que en ese momento creía que me había quedado dormida en el bote sobre el mar. El lugar era extraño para mí. Metálico y diferente a lo que estaba acostumbrada a ver. Caminé boquiabierta arrastrando la red. «Si es un sueño, en algún momento despertaré», me dije para darme valor y serenidad. Escuché unos pasos y la piel se me puso de gallina. Los pasos se cristalizaron en un ser inaudito: bípedo como nosotros, pero con grandes ojos de búho. Tenía una fina nariz adornada con una larga carúncula que parecía un bigote sin forma. No tenía orejas, solo orificios. Su cuello era largo. La piel de reptil de color terroso. Contaba con manos de cuatro dedos terminados en garras. De su cabeza colgaban gruesos pelos llevados a un lado de su rostro. Su boca era como la de las tortugas: un pico carnoso. Una ligera túnica lo cubría. Sus delgados brazos tenían músculos trabajados y sus pies, también de cuatro dedos con garras, vestían unas sandalias franciscanas. Se acercaba con la vista fija en mí, luego se detuvo e hizo un movimiento extraño. ¡Se posó sobre su cola! Era como un canguro en posición de ataque. Solté mi red. Pensé en correr, pero ¿hacia dónde? Ya no estaba segura de estar soñando lo que estaba viviendo. El monstruo volvió a caminar, acercándose aún más a mí, y me olfateó. Yo cerré los ojos. Sentí sus ásperas manos tocando mis brazos mientras mis piernas flaqueaban. No pude gritar. Pensé en mi madre, a mi desaparecido padre y a los pescadores en la playa. Abrí los párpados y la aberración había sacado la lengua, que era partida, como de víbora, la tenía blandiéndola hacia mí. «¿Vas a comerme?», pregunté en un hilo de voz. «Sí», contestó y dirigió sus garras hacia mi cuello. «Tengo pescados», musité antes de caer desmayada.

Llevo encerrada mucho tiempo aquí, he perdido la cuenta de los años. Cada noche salgo a pescar o robar cultivos, a veces sin éxito, pero siempre vigilada por el monstruo. Él solo observa, no participa. Come con avidez, habla poco, no contesta preguntas. A veces, tiene la mirada perdida, llena de una honda tristeza. Algunos días, ambos, no tenemos ánimos de nada. Respirar y comer; apenas nos une ese lazo decadente que no logra crear una amistad. Nunca me ha preguntado mi nombre, yo el suyo sí, muchas veces, sin que se digne a contestar. He llegado a pensar que él es el resultado de un experimento genético que ha sido abandonado por sus creadores. Los científicos extraterrestres lo dejaron a su suerte. Es un monstruo sin alma y sin expectativas de salir de su casa voladora. Mi vida está en sus manos y supongo que la suya en las mías. Veremos cuánto tiempo más duramos así. Mientras tanto he empezado a recolectar, a escondidas, objetos que me ayuden a escapar. La nave está perdiendo potencia, lo puedo sentir. Supongo que se está acabando el combustible. Por eso, si encuentras esta botella, avisa a mi madre que sigo viva, planeando mi fuga, aun sobreviviendo; esperando que ella también.

1 comentario

  1. Me gustó mucho, me hizo sentir las mismas emociones que la protagonista.

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