El cine, ese lugar donde mueren mundos cuando se enciende la luz, hoy será convertido en altar de sacrificio. Los dioses lo demandan y hay un creyente dispuesto a ser voluntario de su permanencia.
El empleado [20, delgado, uniforme de la cadena Mexcine], apostado cerca de la salida, sólo tiene una tarea que cumplir: bloquear la puerta. Menos de un minuto tomará el acto sagrado de absorber la atención de la audiencia. Debe hacerse al final de la película, cuando los espectadores estén satisfechos, pero aún expectantes. Por eso, el empleado ha elegido una proyección en especial, uno de los estrenos más populares con una peculiaridad que hace que la gente se quede sentada aun cuando los créditos han empezado a aparecer.
En la puerta de la sala hay un pequeño candado que se cierra con una llave de la que sólo hay dos copias, la primera la tiene el gerente, la segunda se extravió de la oficina hace una semana. El cine está lleno, la ofrenda de doscientas almas no podrá ser ignorada. El empleado debe ofrecerlas y aun cuando hubiera dado ambos ojos por ver a los Antiguos surgir de la pantalla, entiende que su papel ya está escrito y, ¿quién es él para desafiar el guión?
Terminada la película, se dirige a la puerta. Han escapado algunos impacientes, pero la sala permanece llena. Ha elegido bien. Camina por el pasillo repitiendo el diálogo escrito para la ocasión:
Que sea siempre terrible su encuadre, que sea afilada su trama, que reine el terror. Que no haya consuelo en su fantasía. Aquí termina lo que empezó cuando descubrí las salas de cine, la oscuridad en la que nacen las historias y lo que en ellas se oculta. He sido elegido por aquellos que editan nuestras vidas. Hoy termina mi escena, que la proyección sea eterna.
Entonces cierra las puertas y el candado. Pronto sucederá. El empleado se aleja con una instrucción: camina, sal del cine, sube las escaleras hasta el techo y aviéntate.
La detective [35, latina, chamarra negra] entra a la sala de cine. El lugar está muy iluminado, hay algo extraño en encontrar luces abrumadoras en donde se espera oscuridad. Cuando sus ojos se acostumbran al brillo, se encuentra con el terror, tan claro como la luz del día.
–Mierda, mierda… –susurra barriendo la sala.
El policía [28, moreno, uniforme azul] que está a su lado no responde, tiene la cabeza inclinada, hace horas que decidió concentrarse en la punta de sus botas para no enfrentar las decenas de cuerpos que lo miran desde las butacas.
–¡Qué carajos pasó aquí! –exclama la detective, conteniendo el aliento, esperando que la falta de aire la despierte de un sueño.
–Aún no sabemos –responde el perito forense [40, atlético, mascarilla y guantes], mientras se acerca desde el lado opuesto de la sala–, no hay señales de violencia, ni heridas. Intoxicación, tal vez, pero no hay vómito. Ya se tomaron muestras de sangre, no encontramos nada fuera de lo común. Nada extraño en el aire, buena ventilación, todos los niveles son normales. Estamos analizando la comida, pero las personas que lograron salir antes de que la puerta se cerrara están bien.
–¿La puerta se cerró? ‒inquiere la detective.
–Fue un empleado –dice el policía que ha decidido hablar– parece que los encerró cuando terminó la película y luego, se aventó de la azotea, seis pisos…
–Ah, tenemos un suicida ‒interrumpe la detective‒, ¿cómo lo hizo?
–…Mi hijo quiere ver esta película ‒continúa el policía con la mirada perdida en un punto entre el hombro de la mujer y los cadáveres de la primera fila‒, ama los superhéroes.
–Oficial, si me permite, faltan superhéroes en la vida real y sobran villanos. ¿Cómo lo hizo? –responde la detective mientras se coloca los guantes para la inspección. No quiere preguntar cuántos cadáveres hay. Es una sala grande y los cuerpos miran, ojos vacíos, hacia la pantalla.
–Lo vamos a averiguar –responde el forense–, detective, mire las caras. ¿No le parece que todos tienen una expresión peculiar? Obviamente, no tome esto como una declaración oficial, pero… no puedo dejar de pensar que estas personas murieron de miedo.
–¿Miedo a qué? No tiene sentido, si algo los asustó, ¿por qué no intentaron salir si la película había terminado?
–Bueno –responde el forense–, la escena poscréditos.
Acabó la historia, pero la insistente oscuridad prometía algo más que ver. Se escuchaban risas. Había sido una buena función, el público adivinaba la película que cerraría otra trilogía perfecta. Los créditos corrían en la pantalla. Sólo una persona permanecía indiferente: el proyeccionista [55, robusto, camisa negra] que desde las alturas miraba la sala atiborrada, esperando por lo que él consideraba un error de la industria actual: el vistazo poscréditos, ese gancho comercial con el que los fans prometen hacerse más fans. Pero la escena nunca llegó, en su lugar la pantalla perdió foco y, si es posible, giró desde el centro hacia afuera, tan rápido que apareció una apertura en lo que antes era bidimensional. Un portal que dejó salir lo mil veces nombrado por las mentes que osan describir el terror.
El proyeccionista, único sobreviviente y testigo, no tuvo palabras para explicarlo. Ya habían abierto la puerta y encontrado los cuerpos cuando bajó de su cabina, la vista clavada en la pantalla, ambos brazos temblándole contra el cuerpo, entre balbuceos. Alguien corrió a su encuentro: ¡Qué pasó! ¡Dinos qué pasó! El hombre, que era conocido por su boca suelta, no fue capaz de decir palabra.
Si hubiera hablado, los oficiales habrían escuchado acerca de una niebla que emanó de la pantalla para invadir la sala y posarse sobre las cabezas. Destellos, uno por espectador. Eso fue lo que vio el hombre, luces blancas que estallaron sobre el público y una niebla que formó embudos sobre ojos y frentes; después, uno a uno, fueron perdiendo conciencia. Sólo nosotros podemos saber que las víctimas vieron su más profundo miedo tomar forma física frente a sus ojos, aquella niebla animando al arquetipo que vive en nuestros temores más profundos, ese que nos caza en pesadillas y que nos observa desde las esquinas más oscuras. Ese miedo que sigue nuestros pasos, que nos espía cuando los focos de la calle parpadean, cuando la puerta del clóset se abre a las tres de la mañana o cuando afuera el silbido del viento asemeja un lamento. El terror repentino que congela el corazón y el susurro de los antiguos que, milenio a milenio, buscan el sacrificio que los mantiene adormilados hasta el día que despierten para reclamar el mundo entero.
“Esperado estreno termina en película de terror”, anunciarán las noticias. El forense se irá sin saber que sí, las casi doscientas personas que vieron Drako 2. El vuelo de la serpiente, murieron de horror en aquella sala de cine donde la luz de los Antiguos se encendió.
Ferviente lectora de lo extraño y lo inusual. Amante de monstruos y extrañezas. Activa participante de talleres de escritura e incansable compradora de libros. Algunos de sus relatos y poemas han sido publicados en proyectos como Cuentística, Penumbria, Especulativas y Lengua de Diablo.