Simplemente estoy bailando

Con las piernas y brazos estirados en el aire se mantuvo en pose de arabesque, firme y rígida algún instante, dilatando todo el torso y formando una silueta pendular. Contempló la figura que ella misma formaba sobre el reflejo de un vitral empañado, entre edificaciones de un iluminado callejón, y percibía en sus mallas níveas los rastros de la lluvia vaporosa, que alborotaba el piso. La tenue brisa le golpeteaba el rostro que terminó de mirarse en pestañeos del ambiente nocturno, y dio paso a su destino. Gustaba de ver su propio rostro y reconocer que respiraba, y que estaba viva.

Entrecerrando sus parpados morenos, se detuvo frunciendo las cejas en una esquina previa a su paradero, donde observó un montón de mesas engalanadas de manteles coloridos, que servían a un cúmulo de personas. Arriba de sus cabezas, fuera del local donde sentaban, apenas un letrero irradiaba letras precisas, que decían: “Taquería Don Arcaico”. Leyó las letras y se sacudió su leotardo negro caminando tranquila y ensimismada sin la urgencia cotidiana, pues era consciente de su puntualidad. Llegó disfrutando de los olores grasosos y ahumaderos que desprendía la carne en las parrillas, que a veces olvidaba por la monotonía.

—¿Qué pasó? No seas floja. ¿No ves que hay mucha gente? ponte a trabajar de una vez, movidita.  —Cayó una voz interrumpiendo la serenidad que al menos por unos minutos se había forjado.

Ingresó al baño donde rápido se desprendió de su leotardo y sus mallas, para echarse encima su uniforme de mesera. Cambiada y con tres embarrones de labial rojo, comenzaba su jornada bajo el sonido de la lluvia y los murmullos de la clientela.

Su actitud afable y servicial era característica de ella, sin embargo, una ligera torpeza corporal y los constantes bloqueos de sus ideas, eran los causantes de bastantes regaños cada noche. Su trabajo era atender a cada cliente hambriento, y llevarles su respectiva comida, pero la alta demanda de comensales y el tráfico en los pasillos entre mesa y mesa, atosigaban su mente. Oleadas de pedidos se acumulaban y pléyades de hojas garabateadas llenaban su mano.

Recordó algo dicho por una antigua compañera: “Si tan solo hubiera clientes menos mamones o menos pendejos”. Ella creía que, si la gente fuera más empática se comunicaría mejor, y su estrés se reduciría. Aunque también estos desvaríos fueran por culpa de la sensibilidad en su cabeza ansiosa, que la imaginaba transmutada en una sílfide danzando en putillas, y se decía o creía escucharlo, sobre el bosque más fresco donde cantaran fragorosos jilgueros en armonía con la tesitura del viento.  Pero las voces de algunos clientes maleducados y sus actitudes arrebatadas le sacaban de imaginar esas situaciones: “Por eso pon atención, niña, que no te voy a estar repitiendo. Me traes rápido lo que te pedí, que para eso te están pagando”.

Llegaba a enojarse internamente, y a veces no era el enfado, era algo más. Su impotencia desencadenada en tristeza con regularidad oprimida. No es para siempre, se decía, no es para siempre. Todavía a los atropellos de algunos clientes temperamentales se sumaba el contiguo desgaste físico propio del trabajo, y entre las variedades de cansancios, el más cansado era el cansancio de lidiar con su jefe.

Él se había adueñado del negocio que su padre iniciara en el pasado, y que ahora explotaba con todos los recursos disponibles para hacer las ventas mayores. Estaba acostumbrado a mandar desde la cuna, era un emprendedor nato. 

Aurora se asemejaba, era una soñadora nata. Aurora, otras veces al verse rodeada por el cumulo de amarguras a lidiar, se figuraba por la ventana más cercana, precisando un cabriolé elevada por las azoteas de la ciudad e impulsada por unas alas de algodón que campaneaban alegremente en sintonía de sutiles y tiernos movimientos. Tarareaba canciones. Miraba en la óptica infinita de la ventana con vistas a las calles, una falsa pero urgente libertad.

Comenzaría su jornada aquella noche lluviosa mientras varios pedidos se amontonaban como bloques de papel. En una mesa treintaisiete tacos, en otra cuarenta y uno, y platos, y charolas y vasos, platos y platos, fue acumulando la demanda y su estrés. Un ruidero de voces, una humareda la inundaba y los ojos le lloraban. En medio de un descuido entre estas idas y venidas, sintió cómo su pulgar izquierdo comenzaba a hormiguear al llevar entre manos la bandeja con cuatro porciones de tacos para la mesa más concurrida. Vio caer desde la altura de su pecho la porción perdida contra el suelo, lo que, sumando en dinero, traducía tres o cuatro días de trabajo. “¡Aurora!”, escuchó el nombre proveniente de algún lado, e inmediatamente sus ojos desvaídos soltaron tres lágrimas. Se aproximó a levantar el desastre siendo consciente de su falta, aun no queriendo. “Más pinche dinero”, se decía al limpiar y aspirar el mismo aliento que exhalaba. “Aurora, aquí todo cuesta” conocía tan bien esta oración que ya le era predecible y familiar, y entre otras oraciones pasaba los días.

Aurora alternaba los tiempos de cada día entre sus clases de ballet y el empleo en la taquería y era en la transición a la noche donde se sentía quizá diferente, o menos ella. Sacaba el coraje dentro del aula, inspirado por tantos malos ratos fugaces del trabajo, era más evidente el deseo de volar, más trascendente aun que un paso correctamente ejecutado. Se le miraban las ganas de salirse de lo terrenal y mundano, cuando poniendo en marcha un chassé, se figuraba el peligro que atraviesan las luciérnagas al confundirse con traviesas estrellas, pues al impulsar su cuerpo sobre la atmosfera, flexionando sus rodillas para estirar las piernas y brincar después, en suspenso, se ponía en duda, si tocarían las suelas de sus zapatillas el piso, o se quedarían flotando sobre el aire. Mientras cerraba los ojos todo era posible. Podía ser una luciérnaga en los cielos o una estrella en la tierra.

En su trabajo la relación era similar, cuando ocupaban su mente deseos arriesgados y el constante choque de sus pasos entre la multitud de comensales. Su torpeza al transportar cada pedido parecía indiferente a su capacidad tan delicada y minuciosa de poder desplazarse con cada musculo bien controlado al danzar. Era una completa ironía.  Pero sería como juzgar a una blanca paloma por chocar con los barrotes de su jaula, prohibida su naturaleza por volar. Ahí con su uniforme de mesera, percibía el paso del tiempo, lento, que volvía junto a ella cada noche. 

Siguieron semanas de más deficiencias laborales, y de toparse de cara al estrés y la rutina. La lluvia se comportaba con la misma intensidad de siempre; los clientes, esperaban sentados e impacientes. Aurora de camino, se escondía bajo su paraguas, apretando su cuerpo, y exhalando una tosecilla reseca. El clima había cobrado su factura en ella y así de enfermiza, no puso siquiera alguna condición o justificante a su jornada. Era de esperarse el mismo drama de siempre en el local. “Lo mismo”, pensó, “lo mismo”, y tosía apenas haciendo ruido. Tanta era su fatiga, inherente al resfriado que iba acrecentando, que no echó a andar la imaginación. Esa noche no tenía ganas de salvarse a sí misma. Esa noche no se miró como un hada paseando en musgos húmedos, ni como una garza abriendo sus alas a la inmensidad, más bien, imaginó su horario laboral, ya por terminado y pudiendo descansar tranquila en cama, pero tenía trabajar.

En medio de la multitud hambrienta y las actitudes maleducadas, al llevar una bandeja de plástico con tres docenas de tacos, se repetía el suceso, y fue víctima de la imprudencia de algún despistado que estorbaba en su camino e interrumpía su vista. Con los brazos temblorosos, sin nada de fuerza por el creciente resfriado, en una imagen insólita, cayeron de frente, los trastos ruidosos con la comida recién hecha y ella. Llegó la misma voz habitual en seguida:

—¿Otra vez, Aurora?… pero cómo eres pendeja.

Incorporándose y con ganas de sollozar, apretó los dientes y resistió firmemente los regaños.

—Recoge rápido el tiradero y apúrate a traer lo demás. Otra vez tendré que descontarte, parece que no te gusta ganar dinero, lo arruinas y lo arruinas”.

Aurora hizo por oír.

Como los rayos que caen impredecibles, o los vientos que soplan sin esperarse; de alguna radio a lo lejos se escucharon unos sublimes violines que en armonía entrecruzaban melodías. Fue creciendo el sonido dulce, el ritmo preciso como de un vals sereno, antiguo, añejo, que despertaba una inquietud a los oídos de Aurora. Empezado un compás, contagiaba el deseo de moverse, un deseo como de reducirse a una pluma de cisne y flotar y caer muy despacio. Aurora –amotinada- ignoró el desastre que yacía en el suelo y cerró los ojos, para mover sus manos asemejando al movimiento de las olas. Meneó su cabeza, giró sus piernas, y parecía que aquella música tan viva, la invadía toda. Sintió la misma sensación que en cada una de sus clases de ballet, pero más prodigiosa y más compulsiva. Lo que ya indecisa creía saber, es que no escapaba de su vida imaginando o danzando, al contrario, su vida era la danza, lo demás era mera supervivencia y poco importaba. Así tuviera solo la más pequeña migaja de ausencia de muerte, suspiraría con el aliento de la más grande vida.

Se acercaba la misma voz predecible con el cansino discurso:

—¿Por qué no levantas tu desastre del piso? ¿Jamás entrarás en razón? Debes adaptarte a esto… ¿qué chingados te pasa?

—Simplemente estoy bailando, —contestó.

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