Marqué el número de Simeona, la maestra que daba un curso para escritores. No sé si alguna vez experimentaste ese nerviosismo que te encoge los pulmones, como si la propia línea telefónica absorbiera el aire. No es solo la incomodidad de volver a clases, a las que ni de lejos he asistido en años, sino el hecho, tan simple y tan absurdo, de que mis ojos ya no me acompañan en esto de leer, de mirar cómo debería.
Antes de que su voz surja del otro lado, ya tengo en mi mente una imagen de ella, la maestra: una figura de autoridad literaria, sabedora de todas esas minucias que hacen falta para contar una historia. Pero suena su voz, casi imperceptible, como el ruido de la aguja que toca el primer surco del disco. Sí, es Simeona. Sí, ella imparte el curso de creación literaria. Cuento, ensayo, novela. ¿Cómo había podido formarme una idea de ella sin conocerla? Aunque, bien pensado, casi siempre lo imaginado encaja con la realidad, como si uno armara las piezas al vuelo, sin mirar.
La voz de Simeona confirma cada suposición. Paciente, va disolviendo mis dudas con una precisión quirúrgica, dejando espacio solo para una extraña esperanza. Tal vez, algún día, podría llegar a ser escritor. El curso es accesible, tres meses, y hasta tengo la opción de retirarme si en el primer mes no veo resultados. Me reí, porque la ironía me atacó desde algún rincón oscuro: ¿Cómo podría ver resultados si apenas puedo ver?
Terminamos la llamada, amablemente, casi como si hubiéramos pactado un secreto. Pero la paz duró poco. Algo en mí, un ente oscuro que parecía habitar en otra ala de mi conciencia, empezó a murmurar, a trazar líneas de sabotaje.
Perdido, decidí llamar a mi viejo amigo, el doctor Ismael Franco. Le conté, como quien confiesa a medias que iba a ingresar en el nosocomio San Rafael. Claro, porque así suena menos a manicomio, como si el nombre le restara peso al acto. Al otro lado, solo escuché su pausa, y luego el susurro: “Ay, mi querido poeta, otra vez con tus cosas,” antes de colgar, tal como si fuera otro tic, un reflejo que ya no controlamos.
Días después, todos los pacientes fuimos convocados al patio central. Me detuve, inmóvil, sintiendo una especie de vértigo, como si el tiempo decidiera frenar justo ahí. Y fue entonces que la vi. La directora del hospital, la misma Simeona, se presentaba ante nosotros, pero no como maestra, sino como cazadora de historias, reclutadora de almas trastornadas que le narrarían sus vidas para engrosar sus cuentos y novelas. Su sonrisa era un rictus en la penumbra, una revelación que se fugaba entre la claridad y el delirio.
Nació un día de intenso sol, el 5 de abril de 1956, cuando la poesía se estaba olvidando. Recibió, como primer regalo de manos de su padre, el poema Margarita de Rubén Darío. Al memorizarlo obtendría un premio monetario y con este simple hecho la poesía cambió su vida. Se crio en la Ciudad de México, con un libro para leer en cada mano y una poesía en sus labios, para guardarla y repetirla en días de fiesta. Para él era como un bálsamo. Estudió Administración de Empresas en la UNAM, dejando la literatura bajo su pecho, mas nunca olvidó la pluma que le traía la nostalgia por la poesía. Hacedor de cuentos y poemas toda la vida, quiso realizar el sueño de plasmar la admiración por la naturaleza y el amor por la vida en toda la expresión de la palabra. Acaba de presentar su primer poemario “Cementerio de Esperanzas” en Zetina Editorial.