La imprudencia de la memoria, le resaltaba una fecha; la de aquel junio del 86,
pero el caso fue que Julio Lombardo encaminó sus pasos a la oficina
gubernamental, donde prestaba sus servicios, sin poder olvidar la mirada en
aquellas fotos sepia de Silvina Ocampo. Aun cuando los archivos de la sección de
asuntos del personal lo mantenían ocupado y el augurio de un encuentro no dejaba
de machacarle la cabeza, y como no pudo hacer una llamada a Gómez su colega,
quien por cierto estaba también hasta el tope de asuntos para confiarle su
inquietud, nervioso pensó: “Los encuentros inesperados dejan un encantamiento
mágico que lo marcan a uno por siempre”.
Luego esperó la hora del almuerzo y, contrario a lo que acostumbraba, caminó
de lado opuesto para no encontrarse con todos los compañeros que acostumbraban
almorzar en el Café La Blanca, así que optó por el café de chinos La Central, pero,
como siempre estaba repleto de comensales, con la mirada recorrió el lugar y se
decidió por la barra porque le pareció más anónima. Pensó en el menú ejecutivo,
mas se dijo: “No, mejor algo más rápido, como una ensalada de pollo”, que ordenó
con café y un bizcocho de esos que tienen crema y fruta encima.
Pero no dejaba de pensar en Silvina Ocampo; en eso estaba cuando alzó la vista
y descubrió que del otro extremo de la barra allí estaba ella, elegante y sobria,
despreocupada, así de simple y bella era la escena: vestía un traje gris plomo
de esos que le llaman sastre, con finos remates color vino y un discreto sombrero pardo.
—¿Nos conocemos? —preguntó ella.
El estupor de tenerla frente a él lo había dejado atónito, no era solo ella, se
trataba de toda una época desprendiéndose pasmosamente.
—Sabe usted —me dijo mirando fijamente hacia el vacío—, que en aquellos
días los amigos se reunían para hablar de muchas cosas sobre todo de temas
literarios. Borges, por ejemplo, venía de estar contagiado del ultraísmo, ya había
escrito su primer libro patrocinado por su padre titulado Fervor de Buenos Aires;
aunque no tuvo gran aceptación, era la cimiente de lo que sería su obra posterior.
Me agrada México porque Alfonso Reyes fue amigo y maestro de Georgie Boy,
también porque él vino a Teotihuacán, ya que había perdido casi por completo la
vista, le maravillaba la idea de un pueblo tan enigmático como los aztecas,
vibraba con esa cultura legendaria. Sabe usted, yo no conocía a María Kodama,
pero creo que no nos hubiéramos llevado tan mal. Está bien que usted no me
pregunte nada; de cualquier forma, sé que intuye todo lo que yo le estoy diciendo,
no importa, la literatura siempre es así, egoísta y secreta, pero buena como el pan,
nos ayuda a vivir para no volvernos locos. Adolfo Bioy Casares tenía 17 años
—mi esposo, quien debo reconocer y todos pensaban, eclipsó mi obra literaria—
cuando fue discípulo de Borges —quien tenía 37— y este de Alfonso Reyes,
embajador de México en Argentina, no enseñaban un estilo, pero sí marcaban un
método. Bueno, Georgie Boy vivió para la literatura y Adolfito era un casanova,
niño bien de aquella época. Nosotras, me refiero a Victoria y a mí, teníamos un
compromiso, sacar de la ignominia a un país que solo exportaba ganado y tangos
y aquí y ahora estamos usted y yo, con una azarosa coincidencia.
Qué importa conocer la verdad de este enigmático encuentro, la elocución me
mantenía perplejo en un estado hipnótico. De repente, la mesera nos interrumpió para entregar la nota de la cuenta.
Al voltear a verla sonrío y al regresar la mirada a la barra, Silvina Ocampo había desaparecido.
Muchos días no pude conciliar el sueño, me daba temor conversar con Gómez de
este asunto, sabía que me iba a tildar de loco trasnochado o de beber y fumar en
exceso. Me pensé deschavetado por ese encuentro, sé que no lo soñé, y
que no había bebido gota de alcohol cuando la encontré en el café de chinos,
lo sé con certeza; me lo dicen dos cosas: la sonrisa de la mesera y la marca del labial en la taza de café.
Nació un día de intenso sol, el 5 de abril de 1956, cuando la poesía se estaba olvidando. Recibió, como primer regalo de manos de su padre, el poema Margarita de Rubén Darío. Al memorizarlo obtendría un premio monetario y con este simple hecho la poesía cambió su vida. Se crio en la Ciudad de México, con un libro para leer en cada mano y una poesía en sus labios, para guardarla y repetirla en días de fiesta. Para él era como un bálsamo. Estudió Administración de Empresas en la UNAM, dejando la literatura bajo su pecho, mas nunca olvidó la pluma que le traía la nostalgia por la poesía. Hacedor de cuentos y poemas toda la vida, quiso realizar el sueño de plasmar la admiración por la naturaleza y el amor por la vida en toda la expresión de la palabra. Acaba de presentar su primer poemario “Cementerio de Esperanzas” en Zetina Editorial.
Muy agradable narrativa, felicito al escritor Lic Leopoldo Barrera, es muy de mi agrado sus publicaciones.