Ser viento

Lo he visto mirarte. En silencio, he descubierto la forma tan extraña que tiene de recorrer tu cuerpo con sus ojos húmedos que serpentean sobre tu redondez. Lo supe casi desde que llegó a casa, poco tiempo después de acomodar su ropa en el clóset y antes de que por toda la casa se diseminaran fotos de él con mamá, te miraba a ti, que con tu típica torpeza apenas podías darte cuenta del problema que vendría cuando mamá se diera cuenta que aquel hombre era una bomba de tiempo. Y el problema que serías tú para mí, porque había algo en él que me gustaba, algo de sus formas burdas para hablar y conducirse me dejaba sin aliento, cada vez que compartíamos la mesa o un viaje en auto a casa de la abuela.

         Tú, tan fea y estúpida como para reconocer que las miradas que él te dirigía buscaban algo más. Tú que apenas podías alcanzarte el tenis para atarte las agujetas. A ti que la panza te estorba para casi todo, menos para tragar, era a quien él observaba como me hubiera gustado que me mirara.

         Sergio llegó a casa y se acomodó con la misma calma que un antiguo inquilino, conocía la casa de palmo a palmo, se movía con el aplomo de quien se sabe el hombre de casa. Y eso a mamá la tranquilizaba. Ella, que siempre le daba un voto ciego al amor, había vuelto a empeñar nuestra calma en nombre de la pasión que sentía por él. Nosotras, siempre en silencio, habíamos aprendido a saludar y ser amables con el inquilino que, tarde o temprano, huiría de aquella neurótica mujer y sus hijas preadolescentes que siempre tenían un motivo para llorar. Con Sergio fue distinto, el tiempo de prueba, como solíamos llamar en secreto al tiempo que tardan los novios de mamá en darse cuenta del problema en el que se metieron, se extendió con naturalidad, inevitable. Mamá parecía feliz, confiada y orgullosa. Dejó la terapia y abrazó con pasión el papel de esposa que tanto anhelaba ser.

           En la escuela, el asunto de los múltiples papás abandonó el repertorio de insultos con los que nos molestaban y fue solamente tu gordura el punto débil de la muralla que construimos para protegernos de los otros niños. Hasta que vi cómo se desmoronaba el reducto donde guardaba mi paz. Hasta que descubrí a Sergio espiándote: en el baño, en tu recámara, mientras saltabas sobre los charcos de agua en el jardín. Lo descubrí acomodando su mano en tu espalda para poder deslizarla hasta el rollo de piel y grasa que se formaba donde debía estar tu cintura. Lo peor de esto llegó cuando, finalmente, pude abrir su cajón en el escritorio que compartía con mamá. Ese cajón donde, resguardadas bajo llave, atesoraba las fotos de otras niñas, gordas y fofas como tú, sonriendo a quien estuviera detrás de la cámara que capturaba ese instante donde ellas podían retozar sin ropa, sobre camas o sillones, felices y orgullosas de ese cuerpo gordo que a mí tanto me habían prohibido desarrollar. La punzada de los celos se instaló en la boca de mi estómago y desde ese hallazgo no pude encontrar forma de calmarla. La gordura solo hablaba de indisciplina, descuido, pereza y otros tantos insultos que no debían asociarse a alguien como yo y como deberías ser tú, que estás por cumplir doce años.

            Imagina, trata al menos de pensar en la cara que pondría mamá si descubriera que eres tú la que se le ha metido entre ceja y ceja a Sergio. Tú y no yo, la más bonita de las dos, la que se vuelve, a medida que crece, una amenaza latente a la vitalidad de nuestra madre, que se aferra con terquedad a la juventud. Tú, la gorda que se esconde en el closet para comer las galletas que Sergio te regala después de besar tu cara. Por eso estoy aquí hermana, porque lo he visto mirarte. Porque una de las dos debe parar el alud de problemas que se avecina.

                                                        *

Lo descubrí mirándome, con sus ojos de lechuza que nunca parpadean, que me siguen por todos lados y me encuentran, incluso, en la oscuridad. Lo descubrí tocándome, con sus manos frías que lastiman, que arden sobre cada centímetro de piel que logran alcanzar. Y aunque nada de lo que me hace me gusta, he descubierto otras cosas también. Si cierro los ojos con mucha fuerza puedo ver desde otro lugar, como si saliera de mí misma y todo este revoltijo de huesos, carne y grasa que soy, se volviera un ligero aliento que escapa de mí en una exhalación. Y entonces lo veo tocar, lamer y estrujar sin que algo me duela.

              Descubrí también que, una vez fuera de mí, puedo mover cosas y deambular por la casa sin que nadie me vea. Las noches son más sencillas cuando logro escapar de mí, antes que Sergio tope mi boca. Me gusta llegar hasta la recámara de mamá. Me quedo ahí, observándola en la oscuridad, pasando la mano sobre los objetos que tiene en el tocador, mirando cómo no soy cuerpo frente al espejo junto a su cama. Soy feliz cuando me convierto en un ligero vientecito que agita las cortinas de las ventanas cuando paso junto a ellas.

En estas noches de descubrimientos, me encontré con mi hermana, espiando desde el quicio de la puerta. Ella no sabe que ese cuerpo sobre la cama no soy yo, que es solo la bola de cebo de la que ella siempre se burla. Ella no sabe, y tampoco sé cómo decirle, que la he visto planear una venganza. Sé que cada noche, cuando mi cuerpo duerme y poco antes de que Sergio aparezca en mi habitación, ella se escabulle debajo de mi cama y permanece en silencio, ahogando sus lágrimas en una almohada. A veces me acomodo junto a ella y trato de hacerle notar mi presencia, pero es difícil cuando no se tiene cuerpo, apenas puedo hacer que los vellitos de sus brazos se ericen, paseándome sobre su piel.

             He querido decirle, cuando las dos somos cuerpos y estamos despiertas, que yo también quiero participar de la venganza, que mi cualidad de ser viento puede ayudarnos para desaparecer a Sergio, pero no sé cómo romper el silencio que se impuso entre las dos.

            Ser viento es agotador, lo noto muchísimo los días que siguen a serlo. Despierto aturdida y muy cansada, con el cuerpo dolorido y un martilleo punzante en la cabeza que no me deja estudiar. En ocasiones el dolor es tan intenso que puedo sentir cómo mi cabeza arde y calienta mis manos al punto que es posible derretir, con un toque, los objetos que me rodean. Paso de ser viento a convertirme en fuego y quizá esa sea la única posibilidad de salvación.

            Esta noche, antes de irme a dormir, colocaré junto a la almohada un encendedor; toda la tarde me pasaré rumiando los pensamientos más tristes y dolorosos que tengo, para alimentar este fuego que me nace desde adentro para que, cuando mi hermana accione el encendedor bajo mi cama, el fuego y mi viento consuman todo lo que tengo a mi alrededor.

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