Sed Amarilla

Acepté el trabajo de inmediato. Por una parte, necesitaba el dinero; por otra, no pude rechazar la oportunidad de viajar sin pagar un centavo. Claro que no podía elegir el destino, pero no me importó. El simple hecho de pasar una temporada lejos de la ciudad, era un motivo más que suficiente para aceptar la oferta.
A todos los recién contratados nos llevaron a una sala de reuniones y nos asignaron poblaciones que debíamos censar. Me encargaría de Hitorimura, un poblado en la frontera del que jamás había escuchado hablar. Hice fila para recibir el material de trabajo. Al llegar mi turno, una anciana buscó mi nombre en un listado.
—Irás a Hitorimura —confirmó e hizo una seña para que me reclinara hacia ella—. Te recomiendo llevar un espejo pequeño —dijo casi en mi oído, con un apagado seseo.
—¿Cómo dice?
—Obsérvate en él todos los días. Cuando ya no puedas hacerlo, abandona el sitio.
—Señora —dije en voz baja—, ¿para qué debo hacer eso?
El jefe de la mujer se paseaba por ahí, y ella sonrió forzadamente.
—Aquí tienes tu paquete —me dio una caja de cartón—. ¡Siguiente! —gritó ignorándome.
Regresé a casa y revisé el material: un chaleco con el logotipo institucional de la oficina de censos, una tableta para hacer los registros, dinero en efectivo, unas tarjetas con ilustraciones en una lengua que desconocía, y los boletos de avión que usaría al día siguiente. Terminé de preparar una maleta con lo necesario para una corta temporada fuera y me recosté en un sillón. Continuaba sin entender para qué debía llevar un espejo y verme cada día en él. ¿Debía asegurarme de estar presentable al hacer el censo? Obediente, guardé un espejito en la maleta.
El vuelo fue tan largo que no sé cuántas horas dormí, y sólo despertaba para leer un rato y asquearme con la desabrida comida que ofrecieron en el trayecto. Cuando el piloto anunció que iniciaría el descenso, yo tenía el trasero entumecido y las piernas engarrotadas. En el pequeño aeropuerto, donde descubrí que nadie hablaba mi idioma, cambié el dinero a la moneda local. Luego mostré a un encargado el nombre del poblado que debía censar.
—Norowareta —dijo el hombre y negó con la cabeza.
Insistí señalando el papel donde había escrito Hitorimura, y él me indicó que lo siguiera al exterior, donde entabló una conversación con un taxista. No entendí una sola palabra de lo que dijeron, pero era claro que el chófer se negaba a llevarme. Después de un largo estira y afloja, el conductor recurrió a un último recurso y me mostró la pantalla de su móvil con una cifra. Como yo no pagaría absolutamente nada con mi dinero, sino con recursos del gobierno, asentí sin que me importara si era una suma considerable o no.
El taxista condujo como si quisiera romper la transmisión y los amortiguadores de su ya destartalado auto, a través de una carretera rodeada de jungla. Su actitud era de enfado, agitaba la mano izquierda y levantaba la voz en franco diálogo con él mismo. Afortunadamente, el trayecto fue corto. Detuvo el coche y señaló un camino de terracería. Comprendí que no me llevaría más lejos, así que cogí mi valija y me apeé. El aire húmedo y caliente pronto se adhirió a mi ropa.
Caminé siguiendo el sendero trazado por pisadas de antaño, hasta que descubrí una pequeña población con casitas modestas hechas con bambú y barro. En cuanto me aproximé, vi una enorme estatua de piedra blanca. Sus ojos eran dos gemas amarillas enormes y sus manos señalaban hacia el pueblo. De pronto, un hombre de piel lechosa, ojos igualmente amarillos y grandes, y cabello oscuro, se paró frente a mí y dijo algo que quedó fuera de mi entendimiento. Me limité a sonreírle y, con movimientos lentos, saqué una de las tarjetas que me habían dado con la imagen de una persona haciendo un censo. Mientras el individuo revisaba la tarjeta, observé su vestimenta, una extraña túnica color verde. Señaló una pequeña choza indicándome que fuera hacia ella. Una niña pasó a mi lado. El parecido era tan cercano a aquel hombre, que supuse que era su hija. Entré en la modesta casita de barro y hojas de palma entretejidas. Otro hombre, que me pareció el hermano gemelo del primero, pero vestido de color negro, comenzó a hablarme de manera desaforada cuando me vio. Le respondí mostrándole todas las tarjetas. Tuve la impresión de que se trataba del líder debido a que salió de la choza y comenzó a vociferar logrando que, en un abrir y cerrar de ojos, se presentaran docenas de personas de piel nívea, mirada amarilla y cabello negro, de todas las edades. Algo les dijo el líder, porque inmediatamente empezaron a hablarme al unísono.
—¡Por favor, calma! Los voy a censar a todos —dije. Ninguno me hizo caso.
El cabecilla me cogió del brazo y me llevó a otra casita, me introduje y la gente, de pronto, se formó en una ordenada fila. “¿Y cómo se supone que voy a censar a un montón de personas iguales?”, pensé al sacar la tableta que me dieron en la oficina. Como no podía saber sus edades o de quiénes eran hijos o padres, para hacer un censo como cualquier otro, me limité a marcar las opciones de hombre, mujer, niño o niña. Sería un registro limitado, pero no tenía una mejor opción. De pronto, ya no supe si ya había censado al mismo niño diez veces o si se trataba de uno diferente cada vez, o si la misma viejita pálida de ojos ámbar enormes había entrado varias veces a la choza o si en realidad tenía muchas hermanas gemelas. Afortunadamente, el de ropajes oscuros gritó de nuevo y la fila se disipó.
Dejé la tableta de lado y salí para buscar algo de comer y beber. Me aproximé a una mujer, sobra decirlo, de piel muy blanca y grandes ojos amarillos. Abrí la boca, sobé mi estómago y le sonreí. Su rostro era, en verdad, igual al del resto de la población. Su similitud era tal, que hasta sus gestos eran los mismos. Cuando ella hizo una mueca, me pareció ver que otras personas su alrededor la imitaron. Me condujo a una especie de palapa donde había varios canastos con comida. Frutas, verduras y pan. También había un rústico barril de madera, del que bebí hasta saciar mi sed. El sabor del agua pura y limpia, me gustó mucho. Tras mordisquear una zanahoria y una pera, regresé a la choza en la que había dejado mis pertenencias. Supuse que, sin nada mejor que hacer, podría dormir para seguir con el censo al día siguiente. Pero no pude.
La sed era tan fuerte que me provocó angustia. Nunca antes había sentido semejante cosa. Fui de regreso a la palapa donde estaba el barril y bebí de esa deliciosa agua hasta que no me cupo una gota más.
Al caer la noche, me acosté con el estómago inflado y prácticamente no pegué el ojo. Si acaso dormité. Cuando me levanté me sentía totalmente arrepentido de haber aceptado el trabajo. Censar un pueblo de clones parlanchines, ojos amarillos y piel color leche, no era tarea sencilla. Lo único bueno fue que la barrica de agua pura siempre estaba ahí, disponible, y bebí lo que se me dio la gana.
El último día del censo me sentí libre. Guardé mis pertenencias y, claro está, fui a beber más de esa exquisita agua. Sin embargo, el barril estaba vacío. Corrí con suerte, puesto que varios hombres aparecieron cargando otro para reemplazarlo. Sonreí. Pero antes de poder introducir un cuenco para beber, una añosa mujer, clon de todas las de su edad, se interpuso. De un costal que llevaba en hombros sacó un cúmulo de mariposas color ámbar, muertas y aplastadas como uvas para elaborar un vino, y las arrojó al barril. Me sonrió con sus inmensos ojos amarillos, llenó un cuenco y bebió. Un gesto de felicidad se dibujó en su rostro, al igual que en el de todos los demás, y eso me hizo perder la sed. Regresé a mi choza, cogí mis cosas y caminé hasta la vía principal para esperar algún transporte. Cuando me convencí de que ningún conductor se detendría para llevarme, decidí caminar hacia el aeropuerto. En cuanto llegué, muerto de sed, un policía se me acercó con cara de fastidio.
—Norowareta —dijo y me cogió del brazo.
Recordé que ya había escuchado esa palabra antes.
—Oficial, ¿a dónde me lleva? Debo coger el siguiente vuelo a…
—Norowareta, maldición de sed —dijo y me amenazó sujetándome del brazo para llevarme con él.
Viré a un lado y otro en busca de ayuda, alguien que pudiera decirle al policía que yo no era un indigente por ir vestido con una túnica verde, ni mucho menos un salvaje de ojos amarillos, a quien se le había deformado el rostro por el terror, luego de ver su reflejo lechoso en el cristal de la puerta de salida.

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