San Descartes, líbrame del mal

Los astrofísicos le llaman “el cinturón de las singularidades” es la frontera donde se empiezan a poner muy extrañas las cosas, dicho de otra forma, el lugar donde las leyes de la física clásica y la razón desaparecen.

El adolescente se desvaneció hasta encontrarse completamente postrado en el suelo, arrojaba patadas al aire. Los ojos le quedaban en blanco, daba fuertes gritos manteniendo los labios tiesos y sacudía sus manos con los puños cerrados, como si peleara con entes invisibles. 

La veintena de personas que nos encontrábamos cerca de él, solo mirábamos en silencio. Sus gritos, parecían aullidos, alertaron a por lo menos una docena de perros que empezaron a ladrar.

 Una mujer se paró frente a mí y me dijo: “no tengas cruzadas las piernas ni los brazos en forma de equis porque de esa manera abrimos portales para que entren demonios o entidades de otros planos dimensionales”.

Cientos de aves, en frenética retirada, hicieron temblar un árbol cercano; sus fuertes graznidos parecían dar inicio a una ópera infernal. Con el poco de racionalismo que me quedaba pensé que ese joven estaba sufriendo un ataque epiléptico, algo en mí se negaba en creer que estaba siendo atacado por un ente de otro plano dimensional.

Cuatro hombres levantaron al adolescente, no fue fácil, parecía que éste había duplicado o triplicado su peso. Lo llevaron frente a una puerta que alguien abrió desde el interior; lo pasaron a un cuarto resguardado por media docena de ídolos africanos. La mujer que minutos antes me había hecho la advertencia, se dirigió a donde el muchacho se había desvanecido y roció sal en el suelo.  

 Apenas cinco días atrás, jamás hubiera imaginado encontrarme en aquel lugar, yo que era fiel creyente del racionalismo, yo que había convertido “la duda metódica” en mi guía de vida. A pesar de todo ello me vi al interior del cinturón de las singularidades en ese espacio que nunca imaginé pisar. Si René Descartes me hubiera mirado en ese momento, seguro habría expresado “¡¿qué carajo le pasó a éste?!”.  Pero ahí me encontraba, a las siete de la mañana a las afueras de un diminuto pueblo y en la sala de espera de un brujo, hechicero, médium o como se llamen en los tiempos actuales.

 No era para menos mi presencia en ese lugar, desde hace años venía cargando un problema que ponía al límite mi sano juicio y que rompía estrepitosamente el racionalismo que siempre me acompañaba. Mis objetos personales desaparecían ante mis ojos, pero todo fue de manera paulatina. Colocaba documentos, lentes, llaves y cualquier tipo de pertenencia y, después de un momento, se esfumaban. Lo primero a lo que lo atribuí, pero enseguida descarté, fue el robo; después me reproché por mi vida desorganizada y de tener una memoria muy distraída. Traté de cambiar muchos hábitos, anotaba dónde dejaba mis objetos en una libreta, pero ésta también desaparecía. Escribía en un pizarrón y la tinta era inexistente a los pocos minutos.  Mi situación no mejoraba, fue entonces cuando traté de buscar explicaciones poco comunes.

La desaparición de algunos objetos de valor y documentos me comenzó a traer problemas y con ello iniciaron mis fuertes cuadros de ansiedad. En algún momento los objetos se empezaron a desvanecer delante de mí, los miraba fijamente por algunos minutos y luego empezaban a distorsionarse hasta convertirse en humo oscuro que ascendía unos pocos centímetros hasta extinguirse. La primera vez que lo observé tuve un ataque de pánico, es como si un manto caliente te abrazara la espalda, te paralizara mientas te mojas de un sudor frío y la sangre arde. Tuve que aumentar la dosis de ansiolíticos que ya consumía. Pensaba que todo tenía que estar en mi mente, pero era muy difícil sostener esa suposición, ya que todo me sucedía en el mundo real. 

 Traté de burlar a lo que fuera que estuviera robándome. Guardaba mis objetos en el interior de la taza del inodoro, encima de las aspas de los ventiladores del techo, al interior de la caja de la computadora… a nadie le decía de esos escondites, pero todo fallaba. Entonces empecé a especular sobre bucles o portales en el espacio-tiempo. Pensé en algún tipo de abducciones extraterrestres, pero todo lo descartaba preguntándome ¿por qué a mí? Además, ¿qué interés podría tener un extraterrestre o un ladrón trans dimensional en las llaves de mi carro? No tardó para que una persona cercana a mí me recomendara a un brujo que, al parecer, era muy afamado. Me negué rotundamente por algún tiempo. No fue fácil tomar la decisión, pero actué según la lógica elemental: ante problemas extraños, remedios extraños.

 Mientras esperaba mi turno observaba a detalle el lugar, era bastante austero. Una veintena de personas habían dormido en el lugar desde la noche anterior para que fueran atendidas. Yo tuve la suerte de que un conocido que era compadre del brujo me sacó turno un día antes. Eran las nueve de la mañana, tenía la ficha número dos y aún no me tocaba. El olor a fritura empezó a recorrer el lugar. Un joven preparaba empanadas para vender a los que tenían horas esperando.  

Desde que entré a ese lugar pude notar un altar con imágenes de la santería caribeña, algunos eran figuras masculinas con truenos en las manos y otros estaban representados por sirenas de piel oscura.  Un joven entró cargando una imagen de la Santa Muerte, detrás de él llegó el brujo. Entró el primer paciente. Después de unos minutos salió. Esperaba que me hablaran cuando aconteció el desvanecimiento del adolescente que parecía tener una especie de ataques epilépticos.

Una mujer que se encontraba a mi lado, me dijo: “lo tuyo no es un hechizo normal, tu problema es más complicado”, le pregunté “¿por qué?”, y me dijo “estabas a punto de entrar a tu turno y algo que ya no pertenece a nuestra realidad atacó al joven; las casualidades no existen”. Le di las gracias con una sonrisa y ya no quise seguir con esa plática, ciertos temas son como moscas en las telarañas de la sugestión.

Los gritos fueron cesando, pero no los aullidos de los perros. El joven salió como una persona normal, a no ser por la mirada perdida. 

Llegó mi turno, entré al diminuto consultorio. El brujo no era como los de antes, no tenía ningún distintivo exótico ni nada, era un joven cualquiera, posiblemente no llegaba a los treinta años, vestía ropa deportiva y aretes. Tampoco vi calaveras haciéndola de candelabros, ni búhos disecados. Lo más extraño o fuera de lugar era lo que parecía un diploma universitario colgado en la pared. Le conté mi problema al brujo y realmente pareció sorprenderle mucho, por momentos alzaba las cejas.

Sobre el escritorio delante de mí asentó un mazo de barajas del tarot, las extendió de manera vertical y me pidió que escogiera trece. Después puso a la vista las cartas que tomé y se concentró en leerlas. En ese momento parecía que René Descartes me hablaba y me decía: fíjate en eso, solo una carta de tarot puede tener hasta diez lecturas, si sacaste trece cartas hay ciento treinta interpretaciones que coinciden con tu problema, pero en ese momento me dije que la lógica ya no tenía cabida, la frontera “del cinturón de las singularidades” se había traspasado.

Posteriormente, el brujo sustrajo de su cajón una bola de cristal y me pidió que pusiera la palma de mi mano encima de ella y respirara profundo. En ese momento noté que se oscureció la esfera, pero pronto se lo atribuí a la sombra de mi propia mano. Lo que no me fue posible explicar fue un fuerte dolor de cabeza que se me presentó en ese momento y que no se me quitaría hasta apenas salir del lugar.

El brujo me pidió que barajeara las trece cartas y escogiera solo una. Después de tenerla en mis manos, se la entregué.

“Éste eres tú”, dijo, y me mostró la carta con la imagen de un hombre de cabeza, una cuerda lo sostenía de uno de sus pies. La otra pierna la tenía doblada haciendo entre ambas el número cuatro. Me dijo: “El problema es que te encuentras en medio de una intersección dimensional”. Le respondí, “¿de qué se trata? No estoy entendiendo”.  

 “Algunos santeros mayores comparan esa forma humana, la del hombre de cabeza con las piernas en forma de cuatro, con la de una llave que abre puertas a otros planos, lo que sucede en otras dimensiones te afecta. Es posible que tus objetos sean tomados por entidades del pasado, del futuro o de diversos presentes que chocan entre sí”.

Le dije, “¿y eso es brujería?” Me respondió: “No lo es, pero la gran mayoría de los brujos que carecen de conocimientos del mundo cuántico se lo atribuyen a espíritus”.

“¿Cómo me salgo de este problema?”

“Colócate frente a un espejo, mírate fijamente, lo tienes que hacer solo y con poca luz, en algún momento verás personas detrás de ti, son gentes reales que se encuentran en otro plano. Obsérvalas por unos minutos y por ningún motivo trates de hablar con ellas o te abducirán a su mundo. Solo es para que veas donde terminan tus objetos.  Siendo testigo de lo que te sucede puedes salirte de la intersección”.      

El hechicero cósmico dio por terminada la sesión y me pidió una próxima visita. No hice la recomendación, en un principio me pareció ridícula. En su lugar traté de no pensar en el problema y llevar la vida como si no sucediera nada.  Pero las desapariciones se siguieron dando. 

Una noche asenté en mi tocador un pequeño muñeco de plomo que había atesorado desde mi infancia y en pocos minutos se desintegró, como si estuviera hecho de polvo y una aspiradora lo hubiera succionado, y todo delante de mis ojos. Sustraje de la bolsa de mi camisa la caja de mis medicamentos y me tragué dos pastillas al mismo tiempo. En ese momento me miré fijamente en el espejo, mi imagen se empezó a distorsionar y se convirtió en una silueta oscura hasta que me desintegré en forma de humo, mismo que se desvaneció en poco tiempo, ya no miraba mi imagen en el espejo. Literalmente desaparecí delante de mis propios ojos. Ahora me encontraba en un pasillo que colindaba con otros de manera arbitraria e infinita. A los costados se encontraban anaqueles, archiveros y mesas con cajones abiertos. Había miles o millones de objetos por todos lados.

 Una mujer caminó hacia mí y estando a poca distancia me dijo: “sé dónde están tus objetos perdidos”. Yo no le respondí, solamente me quedé mirándola. La reconocí, era la misma que en la sala de espera me había recomendado cambiar de brujo.

“¡No me contestas! seguro alguien te advirtió que no hablaras, esto no es mundo espiritual, estamos en el cinturón de las singularidades y es muy real”.

En ese momento me encomendé a Descartes para que me proteja y respondí: “sólo quiero mis objetos, sus desapariciones me están llevando a la locura”.

“Ahí”, señaló con el dedo índice, “¿ves a ese joven, en realidad es un ladrón, posee un amuleto de materia oscura, es muy ágil moviéndose al interior de agujeros que conectan universos. 

Miré hacia donde me había indicado, pero no vi a nadie, solo una puerta blanca con una equis en medio que cubría toda la superficie. La equis no se encontraba pintada, era como una ventana que mostraba la zona más oscura del universo. Sin pensarlo mucho corrí hacia la puerta y la traspasé como si estuviera hecha de humo, y vi al joven. Con una patada en las pantorrillas lo derribé al suelo. Él se defendía dando golpes en el aire y soltando patadas, mis manos lo tomaron del cuello, gritaba muy fuerte, por momentos parecían aullidos. Escuché ladridos de perros y la voz de una mujer diciendo “no tengan los brazos ni las piernas cruzadas porque abren los portales que dejan entrar los demonios o entidades de otros planos dimensionales”.  

1 comentario

  1. Me gusta cómo describes la desaparición de los objetos, primero paulatinamente y luego el cómo se hacen humo negro. Padre, el relato, principalmente el inicio es ligero, fluye y gusta. Y el final conecta.

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