Un espejo refleja lo que tiene delante. La sangre, ese espejo rojo reflejó la habitación blanca. La luz de la lámpara y su reflexión, mostraban sobre la superficie roja una especie de iridiscencia. Cada ángulo revelaba su propia tonalidad. Esta, a su vez, exponía una tras otra las capas de vileza que envolvían lo humano. El espejo la reflejó a ella y a nosotros. Reflejó miedo, angustia, dolor, ira, violencia y la respuesta inmediata de mi cuerpo ante el golpe que estaba por llegar. Reflejos en secuencia, simultaneidad o consecuencia.
El reflejo puede manifestarse en el agua, en un televisor apagado, en las gafas, el metal lustrado, el celular y la obsidiana; en los movimientos del cuerpo, en su reacción veloz y las secreciones, como en la glándula mamaria al producir leche. Se manifiesta en las palabras y los sentimientos, pero la sangre refleja hasta la médula, lo más profundo. Lo hizo como consecuencia ante aquella vileza humana. Era el reflejo, la reflexión de esa luz, de esa enorme lámpara, del sistema, la educación y siglos de sometimiento; todo reflejado en él, en esa habitación y en el espejo rojo. Sucedió cuando la tinta fértil se precipitó fuera del cuerpo y se extendió por el piso mientras mojaba mi piel, fue más allá del muslo, tocó el brazo derecho, la mejilla e inundó el cabello. Me rebasó. Todo es reflejo, hasta ella que aún viene cuando ya es tarde.
— ¡Vete!, no insistas, ya no perteneces a este lugar. Es tarde. No hay espacio—le dije adormecida.
Estaba borrosa. Creí que se esfumaría al despabilar, pero no lo hizo. Siguió sentada frente a mí con la cabeza baja, su cabello le caía más allá de los hombros, los pies entrecruzados y las manos en medio de sus rodillas. Sentada en la misma silla en que yo estuve; herrería vieja, como la estructura de una máquina de coser antigua, con cajoneras donde se guardan los hilos de colores que unen telas y el vaivén del pedal que se mueve a la velocidad y ritmo que el pie quiere. Cabeza baja, añoraba y exhalaba derrota. Aquí muchas cosas se heredan, pero en la muerte no lo sé. De ser así, espero que la silla no sea una de ellas.
— ¿Por qué me dejaste? —Preguntó sin mirarme.
— ¿Pero qué dices?, ¡tú también estabas ahí! Sé que deseabas venir, yo también lo quería, pero desde el espejo rojo te vi estremecer sobre la colcha negra. ¡Recuerda! No estabas sola, yo también estaba ahí —le respondí aun cuando los espejos de esta nueva habitación reflejaban una silla vacía—. ¡Recuerda!, estás muerta. Te volviste sangre, saliste a pedazos. Lágrimas y coágulos, desprecio, sangre. Dolor, dolor, dolor. Niña dolor, estás muerta.
Aquella noche hubo discusión, gritos y bofetadas. Algo oscuro, negro y maligno estaba ahí, sometió a la esperanza, a los anhelos y al amor. Les inyectó miedo, angustia y el deseo vehemente de correr, de huir. El hogar se volvió el infierno, una oscuridad heredada. Los golpes la circundaron hasta que la ponzoña de las cuerdas vocales la quebró. El lenguaje como dagas atravesaba el músculo y el útero. Él la tomo del brazo fracturado para arrojarla a su abismo y su mano empujaba el rostro tierno contra la suavidad del lecho que la asfixiaba. Fue como si limpiara de su mano la leche blanca, espesa de su cuerpo.
—No pienses que no luché por ti, no pienses que no te ayudé. Recuerda el eco de la palabra ponzoñosa resonando hasta el vientre. De la reflexión y sus tonalidades abriéndose paso por mi cuerpo, de la mano entrando estrepitosa por los labios y el cuello hasta llegar a ti.
Todo convergió en una desgarradora sinfonía de gritos, mientras el rojo de la sangre se esparcía por el piso, la tinta del útero fértil se coagulaba y el hombre, el padre, el transgresor, el lenguaje y el puño nos separó y de un tirón dejamos de ser una, para ser dos. Estás muerta y yo también.
Excelente! Me encanta como escribes. Ve por más!