Puerto Escondido, Oaxaca a 10 de julio del 2020
Amigo:
¿Recuerdas nuestra escuela? Era un solar pedregoso, ubicado al oeste de la avenida que unía nuestros hogares. Tú vivías en Ñuzaca, en el corazón de la ciudad, y yo en La Posta, en el otro extremo. Tu casa limitaba con el arroyo que daba nombre a tu barrio, y la mía, con el periférico y la escuela. Me inscribieron allí por falta de opciones, pero tú podías haber elegido cualquier otra primaria.
Nuestra escuela estaba cercada con postes de madera y alambre de púas. Tenía un patio de juegos y una cancha de futbol, ambas de tierra, y cinco aulas de tabique, dos de madera y unos baños sin puertas. Un frondoso framboyán, cercano a un barranco, nos brindaba sombra durante los recreos. La escuela se llamaba “Ricardo Flores Magón” y fue una de las primeras en fundarse en Pinotepa. Abrió sus puertas para nosotros en el verano de 1984, y allí pasamos seis años de plena infancia, sin preocupaciones por el futuro. Porque para ser felices, solo necesitábamos dos cosas: a Dios y estar vivos.
Amigo, llegué a tu grupo como nuevo estudiante a finales del trágico septiembre de 1985, cuando las noticias hablaban de un terremoto en la capital y la escuela se organizaba para pedir despensas y enviarlas a los damnificados.
Eran días tristes y después del timbre de entrada, guardamos un minuto de silencio por los desaparecidos y los muertos. Me asignaron un sitio detrás de ti, junto a Luz. No éramos amigos al inicio; las diferencias económicas limitaban nuestra interacción. Al tercer día de mi llegada, nuestra maestra hizo preguntas sobre el desayuno. Fue ahí donde descubrí los “confleis” y los “jotqueis”. Caritino dijo que había comido frijoles con huevo.
—¡Se nota! Sí, te creo que comiste frijoles con huevo —comentó la tutora, desatando las carcajadas de todo el grupo.
Yo había desayunado la increíble fórmula que atrapó mi infancia al lado de un fogón cerca de mi madre: tacos de queso fresco, con tortillas de mano recién salidas del comal y una taza de café de “mazorquita”, un café que parecía chocolate. Pero después de la vergüenza de Caritino, no iba a decirlo.
—¿Y tú qué almorzaste? Dime y yo te digo también —me inquiriste.
Hablar no era mi fuerte desde entonces; me era incómodo, al igual que me apenaba pasar a las casas que tenían piso o a las tiendas de autoservicio. Entonces llegó mi turno.
—Güero, ¿qué hicieron en tu casa hoy para almorzar? —me cuestionó la maestra.
Mis hermanos me habían contado sobre su carácter y su olfato para detectar mentiras. Por eso, con nerviosismo, le di mi respuesta.
—Tacos de queso con café —le dije y me recargué en el respaldo con el alivio del silencio.
Sin embargo, la maestra me miraba con recelo:
—Abre la boca —ordenó, señalando mis labios.
La abrí y ella escudriñó entre mis dientes en busca de residuos por la falta de higiene.
—¡Es cierto! —proclamó triunfante—. Se te nota mucho que comiste queso.
Volvieron las risas, acorralándome en una mezcla de vergüenza y coraje. Pero ocurrió algo que se convirtió en el primer recuerdo que conservo de ti, amigo. Desde tu lugar, sin levantarte y tratando de que tu tono no sonara desafiante, dijiste:
—¡No sé de qué se ríen, yo también he comido tacos de queso y son sabrosos!
—¡Sí, es cierto! —gritó alguien al fondo del aula—, yo también comí eso en la mañana.
Poco a poco se apagó el alboroto, mientras todos compartían su opinión sobre el manjar de la leche cuajada con las bacterias del estómago de un ternero, envuelto en el calor de la tortilla que había abandonado el comal. Platicábamos entre nosotros sin importar la presencia de la profesora: de cómo los hacían, quién se comía más o a quién le habían dado uno con la tortilla más grande que su mamá había hecho. Hasta que ella, nuestra vigilante más estricta, pero a la vez más tierna que recuerdo, gritó para callarnos a todos.
Recuerdas el mes de junio del 86, íbamos en tercero. Estábamos en la época mundialista y las teles blanco y negro bombardeaban su publicidad en nuestros cerebros. Las libretas empezaban a llenarse de estampitas de ídolos del balompié y de “Pique” (el jalapeño mascota del mundial)
Antes de la salida al recreo, un 3 de junio, nos pusieron a copiar la lección más larga del libro de español “El gusanito medidor”. Nuestra maestra salió un momento del aula, nos pidió que nos concentráramos en aquella tarea y que no hiciéramos ruido. No supimos a dónde fue, pero para afirmar la importancia de mantener el orden, agregó el incentivo de una brillante moneda de cincuenta centavos atascándola en la esquina del pizarrón.
—El que termine primero podrá tomar esta moneda —prometió.
Era un buen premio. A muchos de nosotros no nos daban dinero para el recreo y menos para comprar a la salida. Los muéganos costaban tres por tostón y de inmediato me imaginé compartiéndolos con mi hermano. Eran panes simples, pegajosos, envueltos en la dulzura de los campos de caña. Doña Malena vendía también tortillas fritas con queso y salsa en un cucurucho de papel estraza; casi nadie le compraba esas frituras.
—¿Quién no puede hacer tortillas fritas en su casa? —se burlaban irónicos.
Un poco después de la salida de la maestra, Rocío me preguntó por mi avance. Se acercó para ver mi cuaderno; ella iba un párrafo antes y la vi regresar apresurada a su lugar. El grupo entero murmuraba sobre mi ventaja. Margarito, Pedro, Juan Carlos y Gabriel, el hijo del director, me pisaban los talones. Faltaba poco para que sonara el timbre y las vendedoras acomodaban sus charolas en el tejabán atrás de los salones de 6°. Imprimimos velocidad a nuestros trazos. Unos niños mayores, que habían salido temprano, se acercaron a la ventana y vieron mi cuaderno.
—¡Mira este chamaquito cómo escribe de recio! —dijo uno de ellos—. Hasta parece que las letras salen del lápiz, como quien dice el lápiz se mueve solo.
Amigo, tú también habías avanzado mucho. En secreto mencionábamos el final de cada párrafo para verificar nuestro adelanto, sin necesidad de levantarnos como lo hacían los otros. Mi ventaja se debía también a una letra ilegible. Antes de que sonara la chicharra, regresó la maestra.
—¿Ya terminaron? —cuestionó.
Respondiste levantando la mano y yo secundé tu ademán.
—Sólo hay una moneda. ¿Cómo le hacemos? —nos preguntó.
—Pero Güero terminó antes —le explicaste con una mirada de convencimiento.
Tu respuesta me dio la oportunidad de conocer por primera vez qué se sentía comprar algo en la cooperativa.
Recuerdas el trágico recreo a finales de tercer grado en 1987. Eran tiempos en que sentíamos curiosidad por saber qué había en la barranca al sur del salón, donde cada año, después de las lluvias, el alambre se transformaba en un pasamanos colgante para nuestras competencias. También eran tiempos de exámenes finales, y nos tocaba escribirlos a mano; ya fuera porque a la maestra no le daba tiempo de picar el esténcil para el mimeógrafo, o porque no alcanzaba turno para reproducirlo en el único aparato que tenía la escuela. Aprendimos la lección de que ayudar a otros a resolver las preguntas era hacer trampa, aunque solo les estuvieras explicando el problema. Nos costó muchos regaños y alguno que otro varazo, y con la marca de esas lecciones en la espalda, la última prueba de aquel año la hicimos en silencio y hasta nos sobró tiempo. Planeamos juegos para el recreo aprovechando el tiempo libre. Muchos querían que fuéramos a colgarnos del alambre, pero las niñas se opusieron; Pedro propuso el juego “Aparecenoni” (en realidad se llamaba “a pares y nones”, pero esa pronunciación estaba reservada para la maestra) y lo rechazamos porque, si te descuidabas, tenías que abrazarte con las niñas; al final elegimos “los encantados”. Aparté mi turno de perseguir y fui a mi casa a almorzar frijoles con patitas de cerdo junto a mis hermanos.
Cuando regresé, como fui el último en integrarme al juego, me tocó perseguir. Atrapé a todos, incluso a Margarito y a Pepe, los más rápidos del grupo. Solo faltaban tú y Miguel Ángel, y ambos me hacían muecas mientras amenazaban con tirarse a la barranca llena de lodo. El pasto resbaloso de la orilla, la tierra pastosa como el chocolate y la humedad de la lluvia del día anterior eran el escenario perfecto para una caída profética. Me acerqué sigiloso, tratando de cerrarles el paso; ustedes amagaron con saltar, pero yo sabía que no lo harían. Empecé a correr y Miguel Ángel brincó sin importarle que se hundiera hasta los tobillos. “Al fin que traigo huaraches”, nos explicó después mientras se lavaba en la llave del patio principal. Tú no saltaste, amigo; mi mano alcanzó tu camisa y, entonces, mi intento de atraparte se convirtió en mi intento de sostenerte, pero no pude. Caíste de costado en el fango más blando, donde todavía corría un arroyito de agua sucia y espumosa.
“¡Yo no te empujé!”, fue lo primero que intenté decirte, pero el miedo a las consecuencias enmudeció mis labios. Hubo muchos niños que te ayudaron a salir y muchos otros se apresuraron a buscar a la maestra para contarle con detalles el incidente. Exponían sus argumentos con ademanes, exagerando la parte de los jalones de camisa; tú sabías que no había sido así, pero tampoco dijiste nada. La maestra ordenó que me buscaran. Las niñas, excepto tu hermana, cumplieron el encargo. Llegaron gritándome tras los salones de primero, donde estaba sentado viendo a mi hermano perseguir a otro niño con una rama de framboyán con la que jugaban a los gallitos. “¡Dice la maestra que vayas, pero ya!”, algunas me tomaron de la mano y forcejeamos un rato.
Hubo una decepción total, aún para mí, pero más para los que esperaban al menos un jalón de oreja o unos reglazos. Amigo, tú también estabas preocupado por el castigo, que en aquellos días solía extenderse a las víctimas. La maestra nos confrontó frente al salón, amenazó con llamar a nuestros padres si no decíamos la verdad, sijo que estaríamos ahí parados hasta que llegara el director para hablar con nosotros.
—Bueno… —dijo después de un buen tiempo de espera, haciendo una larga pausa acompañada de un suspiro desenfadado—. Como nadie se lastimó, no hay problema, no los voy a castigar… pasen.
Todos se fueron molestos, al igual que yo. Un buen reglazo me habría quitado un poco el sentimiento de culpa, pero en vez de eso, recuerdo la frase que no comprendí a lo largo de muchos años: “Él se llenó de lodo, pero tú ya estabas lleno”, dijo.
Con la recomendación de no jugar con quien no sabía comportarse como la gente, nadie habló conmigo en varios días. En realidad, yo era el que no hablaba; todos ustedes me seguían invitando a sus juegos. Un viernes, cuando estábamos trabajando en el libro de matemáticas, la maestra indicó que sacáramos el juego geométrico para completar los ejercicios en la libreta. Amigo, cuando te diste cuenta de que yo no llevaba regla, te acercaste a mi lugar y extendiste tu mano.
—Te presto mi escuadra —me dijiste—, al fin que yo ya acabé.
Alguien tuvo la amabilidad de recordarte que yo era el niño empujón.
—Pero eso ya pasó —les rebatiste—, además, somos amigos.
Yo tomé las cosas y te pregunté si jugábamos a la salida.
Aún evoco la mañana en que fui a buscar las flores del cacalosúchil a la casa de una vecina, y trepado en las ramas descubrí a la multitud que se acercaba a la escuela anunciando el inicio de nuestra primera orfandad. Aquellos arbustos daban flores de varios colores: las que corté olían a limón; eran blancas, pequeñas y con bordes amarillos. La savia de la rama quebrada por mi peso fue el inicio del llanto, porque no supe para qué eran las flores hasta que mi mamá me acompañó a dejarlas al funeral de nuestro maestro de cuarto grado. Eran las vísperas de la Navidad en 1988. Mi madre tenía cosas que hacer y me quedé solo en aquel lugar. Las niñas abrazaban a la esposa del profe y podían darse el lujo de llorar quedito. En un petate estaba tendido el cuerpo del que nos enseñó a bailar polka enfrente de su casa; el que nos daba clases los sábados y con el que platicábamos sin miedo a regaños; el que no te respondía con un reglazo porque te quejaras de una pregunta en un examen, y el que vino a languidecer mientras construíamos el primer jardín de nuestra escuela. Él, amigo, fue el único en considerar que yo podía integrar la escolta y dejó de ver mi aspecto como un obstáculo para sobresalir en la escuela. Ahora, en aquella mañana donde en vez de homenaje hubo un gran desfile de gente preguntando por su casa; se había ido sin despedirse y la solidaridad apareció en nosotros como la última lección que recibíamos de su parte. Aún vestía los pantalones de mezclilla y la playera blanca con la que le conocimos. Su quijada estaba atada con un pañuelo rojo para disimular la mueca de dolor que tuvo en el último momento de su lucha contra el cáncer. Fue la primera vez que oí hablar de aquel cangrejo monstruoso y lo fui conociendo más a fondo en los siguientes años; viendo cómo le robaba la vida a un sobrino, a mi madre y a una de mis hermanas.
Ninguno de nosotros había sentido tan cerca el tacto de la parca y nos consolábamos en silencio, esperando alguna orden que el maestro ya no podía darnos. Alma, quien vivía al lado del profe, nos organizó para ayudar. Con ella fuimos a acarrear leña, traer agua, ordenar sillas, servir café y sentarnos frente al corredor, esperando ver alguna flor de “bocote” descender en remolinos; pero era diciembre y el verdor del árbol solo reflejaba en espejos velludos la mansa luz del sol invernal. Estábamos solos.
Amigo, las personas como yo, sin futuro aparente, fincaban sus esperanzas en la escuela. El maestro Noél, a pesar de que hacía comentarios acerca de mi comportamiento infantil, me apoyaba; me hizo sentir parte de un grupo, aún con su partida. ¿Te acuerdas de Memo, nuestro compañero? Él no volvió a la escuela después del velorio; la ausencia del maestro le dolió más que a nosotros porque los tutores sustitutos se rindieron con él y lo reprobaron.
La pubertad nos asaltó en el quinto grado. Ya era 1989. José Antonio, Alberto y Juan Carlos, los mayores del salón, fueron los primeros en mandarles mensajes de amor a las niñas. Introdujeron también el verbo “fajar” como sinónimo de caricias, pero nadie los tomó en cuenta; además, fueron los que pusieron de moda la pregunta sobre quién era la niña que nos gustaba.
Lupe me parecía la más bonita, pero nunca se lo dije porque su hermanita acabó con mis ilusiones con estas palabras: “Si Lupe llega a tener novio será José Esteban y no ese tonto calabacero del Güero”. Margarito me llevó aquel recado sin que yo lo solicitara.
Supimos que Miguel consiguió que Ada lo aceptara y que Elizabeth se había besado con alguien atrás de las canchas de basquetbol. A Juan Carlos le gustaba Lulú y Manuel quería a Lola. Margarito nunca nos dijo nada al respecto; siempre nos respondía que él no iba a la escuela a esas cosas.
Antes de las vacaciones de Navidad, nos mandaron a limpiar los linderos de la escuela. Sentí temor de que vieran mi casa. Me avergonzaba la pobreza, pero nadie hizo comentarios sobre el jacal de barro y las paredes de cartón de corredor de mi hogar en la esquina norte de la primaria. Al finalizar el trabajo, nos sentamos cerca de un montón de marañas secas. En los alambrados colgaban los bejucos tostados de quiebraplatos (las flores moradas de vísperas de primavera). A alguien se le ocurrió usarlos como cigarros aprovechando la quema de la basura. Estuvimos un buen rato tratando de no ahogarnos con el humo delgado y urticante de aquella enredadera, intentando aprender a dar el golpe y viendo quién aguantaba más la tos y las quemaduras en los dedos. Recostados en el alambrado, cuidando la lumbre, protegidos por la llamarada crepitante de la basura, Marino y otros niños nos contaron que ya habían probado una cerveza. Amigo, tú eras uno de ellos, pero lo consideramos en aquel momento como un acto de valor. Dijeron que una tarde, con tres compañeros, pasaron por la tienda de don Cata y le pidieron una cerveza en bolsa para llevársela a un tío. El señor confiaba en ustedes y se las vendió. Era una cerveza clara. Amargaba, pero se la terminaron sentados en el pretil al lado del arroyo, cobijados por la exuberante sombra de los mangos y la barda vieja del lavado de autos; se marearon, más por la culpa que por el alcohol. Y tal como ahora, en aquella ocasión tuvieron que comprar chicles de canela para ocultar el olor.
En los últimos días de nuestra niñez, mientras nuestros maestros planeaban el vals y el programa de clausura, nosotros íbamos agrupándonos, estrechando los lazos de amistad y la complicidad para las travesuras, presagiando la despedida inevitable. Fuimos de la escolta, ¿recuerdas?
Antes de salir a ensayar o de probar la responsabilidad de cuidarte solo en la calle, yendo a mandados lejanos, que en aquellas épocas no representaba ningún riesgo; antes de eso, la punzante conciencia de la sexualidad se abría paso en algunos de nosotros, y la vergüenza y la timidez aumentaban. Un día me invitaste a hacer la tarea en tu casa, al lado de la barda que daba al arroyo de Ñuzaca. Ahí también llegaron Margarito, Alma Luz y no recuerdo quién más. Nos ofrecieron agua de horchata y galletas; trabajamos en las preguntas del libro en horas que se convirtieron en segundos. Claro, tu mamá nos preguntó varias veces si ya habíamos acabado, porque la tarde pardeaba y debíamos evitar la oscuridad para el regreso a casa. Amigo, yo me habría quedado platicando ahí mucho tiempo, algo que nunca había hecho y que sospecho nunca volveré a hacer.
Amigo, parece que a lo largo de los años la memoria colectiva siempre resalta los aspectos negativos de nuestras vidas; aun los que se dicen nuestros aliados tienden a recordarnos por el resentimiento. Las cosas buenas, la mayoría de las veces, caen en sacos rotos, por eso extraño tanto el paraíso de la infancia, donde el rencor, si es que existía, duraba lo que tarda en deshacerse un caramelo. Pero sobre todo me gustaría regresar a esos días en los que aún no le había gritado a nadie, ni había hecho ningún reproche. Cuando el odiar, si tenía algún significado, era que no te llevabas con alguien a menos que te invitara a jugar. Yo le grité una vez, más bien dos, a personas que ejercían como tú la noble profesión de médico. No voy a exponer si tuve razón, o si ellos no hicieron bien su trabajo, o si me trataron con injusticia a pesar de mi condición o la de mis hijos; solo diré que nadie se merece que lo traten de esa forma, y aún espero el día en el que alguien me diga que soy el peor maestro del mundo, o tal vez ya me lo dijeron y aún no me doy cuenta.
La historia de la felicidad, amigo, terminó con la clausura. Nuestras familias estaban involucradas en eso, y el día de la graduación nos separamos sin darnos cuenta. Yo ni siquiera tuve fotos con la maestra; la única que conservo es una donde estoy con mis padrinos y una sobrina que ya iba a la secundaria. No recuerdo el nombre de la niña con la que bailé, pero sí el traje color melón de corte princesa que usaron todas. Hubo un aguacero antes del cierre del programa y ejecutamos la marcha triunfal de Aida y el vals de las flores sin coordinación por los constantes resbalones. Fue un 30 de junio de 1990 y después de aquel momento las cosas empezaron a cambiar. Empezamos cada uno una historia individual, enfrentándonos con inocencia a los verdaderos sentimientos de la humanidad.
La vida, entrañable amigo, te abandonó a tu suerte antes de que pudiéramos cumplir la promesa de reunirnos como grupo. En la pandemia que combatías desde las trincheras de primera fila, fuiste de los héroes que no dejó su trabajo a pesar de los riesgos; luchaste hasta el final sin perder la esperanza en la humanidad a pesar de las advertencias de tu familia. Tu sacrificio no valió la pena para muchos incrédulos porque aún hay personas que dicen que el virus no existe, que es un invento del gobierno. Hay incluso desalmados que piensan que fue tu culpa, al no alejarte del trabajo ingrato que nadie reconoce y que en ocasiones repudian pensando que son los propagadores de la plaga que nos aqueja. Me enteré de tu velorio por el periódico. No te acompañé; fuiste de las pocas personas a quienes permitieron tener un sepelio. Hubo silencio, llanto ahogado por las precauciones y mucha distancia. Me atreví a dar el pésame a tu hermana por teléfono meses después, sintiendo la imprudencia de recordarle el trance triste que había pasado y la falta de solidaridad por no acercarme a tu familia en aquellos momentos.
Estas palabras, amigo, pretenden ser apenas la ínfima muestra de respeto que puedo darle a tu memoria, a la gente que te extraña, a quienes en el hueco de tu partida escuchan la esperanza de la resurrección venidera. Yo también te extraño y lamento como nunca las decisiones tardías.
Pensaba contarte todo esto personalmente. Imaginaba las pláticas largas y amenas que tendríamos mientras tomábamos alguna bebida, y buscaba las ideas más punzantes que nos animarían a recordar los días de la primaria. Planeaba que ahora, que ya no soy tan antisocial y puedo articular más de dos palabras sin que sean el saludo, podría preguntarte todas las cosas que nunca tuvieron respuesta: como si a ti te gustaba Lupe o a dónde ibas en las vacaciones. Practicaba cómo iniciaría preguntándote sobre tu vida, mientras te daba detalles de mis cuitas.
Antes de que llegara el consuelo, me reprochaba el no haber hablado contigo la vez que te vi de lejos mientras acomodabas no sé qué papeles en un cajón de las oficinas de tu trabajo y yo buscaba hacer el trámite de la incapacidad por gravidez de mi esposa. Solo te saludé y no me reconociste. Me pregunto por qué no te dije la frase con la que planeé muchas veces iniciar una plática en nuestro encuentro después de tantos años. Esa interrogación de solo tres palabras que se quedó atorada en mi garganta y mi memoria y que ahora tengo el valor de escribirte esperando que algún día llegue hasta donde estés.
Amigo… ¿Recuerdas nuestra escuela?
Alberto de León Santiago (Pinotepa de Don Luis, Oaxaca, 1976) es docente de educación primaria, entusiasta usuario de Linux y el software libre, aficionado al ajedrez y a contar historias. Obtuvo el primer lugar en el concurso literario “Timón de Oro 2022”.
Qué bonita era nuestra escuela