Puratierra

Comenzamos todos a rezar. Era de día, el viento soplaba, pero no con rigor. Los hombres se fueron al monte mientras nosotras preparamos el tejuino, moviéndolo con cucharas sobre las llamas de la hoguera. La ceremonia había iniciado.

 Leonor, Isabel y Cuca, traían faldas y blusas que estuvieron bordando el mes anterior; yo, huaraches y ropa que mi madre me hizo con venados de colores.

-Josefa, terminé tu falda -me dijo.

En Puratierra el sol calienta y seca todo lo que hay debajo de los huaraches, pero luego viene un chubasco y nos moja hasta las rodillas.

La semana pasada juntamos plumas de pájaro y las amarramos en unos palos flacos para alejar a los malos espíritus.

Pancho, Lupe y Lucrecio fueron a la cima con chocolate, tamales y en una botella, sangre de venado. Prendieron velas, cavaron un agujero en la tierra con la comida alrededor y bañaron el centro de sangre para alimentar a los dioses.

-La diosa Tierra tiene que estar feliz -dijo Lucrecio: la semilla fructificará.

-Esperaremos a que empiece a llover para poder sembrar -dijo Lupe. Y quedó tumbado el coamil. Watakame fue el primer huichol, él también lo tumbó. Hecha la ofrenda, regresaron todos al jacal.

Entre hombres y mujeres hicimos un fuego con palos y guardamos los machetes en el altar, las deidades vendrían a la ceremonia a comer.

-Ya el gobierno nos está prohibiendo éstos ritos -dijo Lucrecio enmuinado.

-Y mientras se pueda, los seguiremos haciendo -dijo Lupe riéndose.

Ya estaban listos los tamales, la sopa y las tortillas, nos limpiamos con las plumas y se las ofrecimos al fuego sagrado.

Ellos con sus trajes blancos y sombreros comenzaron a cantarle a los dioses. Nos unimos todos al canto pues el dios Venado quería esta ceremonia y los wixaricas queríamos salud y buenas cosechas.

De repente, escuchamos unas voces y pasos sobre la hierba, los perros empezaron a ladrar, pero no se movieron de su lugar. Yo fui la primera que vio a los uniformados que se acercaban, corrí y me escondí en el árbol pandeado. Oí que discutieron y después de un rato, se llevaron a Lupe y Lucrecio al monte.

 No sé cuánto tiempo pasó, pero sentí que la sangre me hervía y me brincaba el corazón. Leonor se escondió en el jacal y la vi sacando la cabeza, pelando los ojos como borrego a medio morir.

Más tarde fuimos a buscar a mis hermanos. En el camino nos picaron las hormigas, había mucha maleza; sonó el canto de un tecolote, nos miramos y bajamos los ojos.

Isabel cayó sobre unos matorrales, escuché sus gritos, luego se levantó y vi que tenía los brazos y piernas arañados, pero nunca volteó atrás donde yo venía. Debajo de mis pies tronaban las ramas, avancé unos pasos para no perder a mis hermanas, tenía reteharto miedo de quedarme sola en el campo.

 Cuando llegamos al monte, prendimos las velas que nos quedaron de la ceremonia y le pedimos al dios Venado el favor que todas habíamos pensado. 

Cuca fue la primera en verlos, luego llegué yo y por último las otras.

Lupe y Lucrecio estaban tirados boca abajo sobre los agujeros de las ofrendas. La comida ya no estaba, se la habían comido los dioses, pero aún había sangre de venado, mezclada con la de mis hermanos.

Regresamos al jacal con el espanto metido. El agua salió de los ojos y nos mojó las caras por mucho tiempo. La deidad quería sacrificio.

Ese año tuvimos la mejor cosecha de maíz, frijol y calabaza. Los cuernos del dios Venado se convirtieron en maíz de cinco bellos colores.

La ceremonia del tejuino sagrado se repetiría.

Crédito de la ilustración: Alan Mayerstein.

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