Providence, 86 años después de Lovecraft

El hombre retiró el anuncio de FOR SALE del césped. Su mujer, frágil y risueña, de rubios caireles ya se encontraba en el umbral de la puerta. Lucy sintió una fresca brisa procedente de quién sabe dónde, y una ligera nube de polvo en su rostro. Olía a humedad. La casa, antigua, alta, con fachada de ladrillos y una torre de piedra labrada; parecía que la observaba. Los observaba a ambos. Los vellos de sus brazos se erizaron, su mirada se mantuvo fija en una de las ventanas rotas del interior. Se encontraba en una esquina del ala este. Tenía un agujero de tamaño pequeño en el cristal; un rayo de luz entraba a través de él.
Eran las 18.48 de la tarde. Ya no había luz afuera.
La pareja pasó la noche ahí. En cuatro días ya estaban instalados. La casa totalmente habitable. Limpia. Sin polvo, ni telarañas, ni mucho menos olor a humedad. La ventana del ala este: reparada. Lo interesante, y me refiero a los eventos interesantes, comenzaron al sexto día, ya habitando de lleno el 454 de Angell Street: Lucy comenzó a escuchar sonidos casi inaudibles que surgían del ala este. Se lo comentó a Robert, que solo respondía: “pero cariño, yo no escucho nada, ¿qué? ¿Ratas? Ok, ok… ¿te parece bien si me hago de un gato?” Pero nunca volvió a tocar el tema de gato, así como tampoco nunca quitaba la mirada del televisor. Alegando llegar cansado del trabajo.
En realidad, ¿había ratas viviendo en lo más profundo de las paredes?
A la cuarta semana, Robert comenzó a comportarse de muy extraña manera; primero dejó de ir a trabajar, se la pasaba encerrado en una de las habitaciones de la torre, la cual había tomado como “su estudio”. Lucy solventaba los gastos de la casa, su empleo en una agencia de bienes raíces se lo permitía; cuando pensaba en el comportamiento de Robert, por su mente pasaba la idea fugaz de: “tal vez sea una depresión pasajera, ya se le pasará”. A la sexta semana, Robert dejó de asearse, no se rasuraba ni se bañaba, ni siquiera se lavaba los dientes. Su olor comenzaba a hacerse penetrante. Lucy dejó de tener intimidad con él, en modo de protesta. Mas nunca se lo comentó.
A la octava semana sus modales en la mesa dejaban mucho que desear (algunas veces, Robert comía en “su estudio”, dónde se encerraba por horas, incluso días, otras veces no comía por dos o tres días, luego aparecía y se sentaba a comer lo que encontraba en el refrigerador; no importaba si estaba frío, o crudo). Ya no usaba cubiertos, el cabello y la barba le habían crecido. Una noche, mientras Lucy dormía, Robert, que ya se había mostrado muy desinteresado en el sexo, y ya dormía aparte –si es que dormía, Lucy solía escucharlo por las noches, haciendo ruidos, incluso cuchicheando o susurrando frases poco comprensibles; otras veces sonaba como si hablara con alguien más– se deslizó por debajo de la sábana; Lucy pudo sentirlo. Esa noche, había algo diferente en él, era su olor, un olor que envolvía a Lucy. Dulce y reparador. Cuando le rozó la pierna, aún estaba despierta… pero en unos pocos segundos quedó dormida al instante.
Robert le mordisqueaba la espalda baja, luego, comenzó a subir: lentamente, dando pequeños mordiscos en su espalda, en la nuca, el cuello, y al final las mejillas. Y allí, en las mejillas encajó los filosos dientes, que de pronto le surgieron. Un pedazo de piel fue desprendido de golpe. Lucy abrió mucho los ojos, despertando, pero no alcanzó a gritar: su esposo le dio un último beso de muerte, arrancando de tajo su lengua.
Duró unos segundos aún viva, la última imagen que Lucy vio, antes de desangrarse en la cama, fueron las orejas puntiagudas, los bigotes que le habían brotado, y una luz que entró por un pequeño orificio en la ventana. En el suelo, diminutas sombras comenzaban a rodear la habitación… luego, Robert terminó de comérsela y su cuerpo se volvió del tamaño de una rata. Se lamió sus manitas, y entró en un agujero de la pared, dónde fue recibido por los suyos: su nueva familia.
En las profundidades de lo que anteriormente había sido la antigua casa del escritor.

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