—Nos vemos luego —prometió el hombre al despedirse.
Aquella tarde, me dio un beso y salió como todas las tardes para sus clases. Desde el momento en que pronunció esas palabras, supe que se adueñaba de mi tiempo, que me sometería a la espera, una que se prolongaría hacia el infinito, que aniquilaría mis deseos hasta dejarme vacía. Y así ocurrió. Después de un par de meses juntos, no lo volví a ver, como si se hubiera olvidado de mi existencia. Entonces no teníamos un celular en el bolsillo como ahora.
Su amor era insondable, como una quimera medieval que agitaba y sobresaltaba mi alma. Sus palabras, sus promesas hechas en el calor de las noches flotaban a la deriva, y yo, crédula e impaciente, las absorbía. Creía que me amaba. En cambio él, con cada día que pasaba, se alejaba más y más, junto a la posibilidad de que sus palabras se volviesen realidad. Siguió un lento desvanecimiento al que, dado mi desfallecido ímpetu, a penas me opuse.
“Luego” es la palabra mágica que abre una ventana en el tiempo y en el espacio y que, mediante algún misterioso don, logra multiplicarse en una infinita sucesión de horas, de días, semanas y meses que bailan a la entera disposición del emisor que se complace en torturar al que espera hasta matar cualquier certidumbre.
—Tú lo conocías, fuiste su novia, ¿verdad?
La que preguntaba era Vero, una de mis amigas de la prepa; la preparatoria número 1 de la UNAM.
—Esa no es la pregunta correcta —la desafié en un intento de esquivar la respuesta—. Sería mejor usar un adverbio interrogativo sobre el lugar o el tiempo.
—De acuerdo, tú sabes más de gramática que yo. Pero, ¿entonces?
“¿Qué habrá sido de su vida? —me pregunté sin muchas ganas de interrogarla para no tener que contarle la mía.” Sabía que le había ido muy bien y eso me era suficiente.
—Entonces, ¿qué? —repitió la pregunta.
—Bueno, nos conocimos en la preparatoria, tú bien lo sabes. ¿Te acuerdas? Nos dio clases. Lo volví a encontrar y fuimos amigos—admití—. Pero eso fue hace muchos años.
—¿Qué pasó entre ustedes?
—¿Qué quieres decir? —le pregunté airada—. Nada. Él se despidió con un hasta luego y no lo volví a ver. Ahora me enteré que falleció.
—¿No lo buscaste? ¿No lo amabas?
—¿A qué viene eso? ¿Por qué tantas preguntas? Éramos espíritus libres. ¿Por qué lo iba a buscar? Él sabía dónde encontrarme, pero estaba muy ocupado. Se dedicó a la política. Lo sabes, ¿no?
—¿Supiste que se casó y que, además, tenía muchas amantes?
No le contesté. Lo que pasó después de desaparecer de mi vida, no me interesaba. En aquél entonces, él apenas empezaba su carrera política y yo compartía sus ideas. Pero él, como muchos otros ilusos, pensaba que con su voluntad, gozaría de la facultad de controlar el futuro y que sus palabras e ideas se precipitarían sobre la tierra en el momento justo, transformadas, como por arte de magia, en hechos reales o en obras públicas perdurables. En cambio yo, que era más pragmática, detecté aquella falla sistémica en su discurso y se lo comenté. Pero él nunca aceptó que la probabilidad de que sus promesas se cumplieran era tan pequeña y que a sus sueños les faltaba sustancia que, aun con toda su voluntad, seguía cosechando humo.
Tal vez eso fue lo que nos separó. Yo estudiaba ingeniería y me quedaba claro que las propuestas que él enunciaba con tanta enjundia y los hechos materiales, pertenecían a instancias inconexas que habitaban en universos paralelos.
Al final, el tiempo tampoco estuvo a su favor; terminó barriendo con su salud y con todas sus ilusiones. Lo de su matrimonio o su vida íntima me tenían sin cuidado. Me había despojado de él y despedido de las ideas románticas que tapizaron las paredes de nuestra juventud.
La última vez, fue en un restaurante. Estaba cenando con mi esposo cuando lo vi entrar. Lo miré. Parecía el mismo de siempre. Al menos en apariencia. Se veía rejuvenecido y lleno de energía. Se había teñido sus cabellos y estirado la piel del rostro. Había llegado en compañía de una mujer joven y rubia; siempre le habían gustado las güeras. Se sentaron en una mesa junto a otra pareja.
Me levanté y fui a saludarlo. No me reconoció. Me preguntó quién era yo. Le mentí. Le dije que era una de sus admiradoras. Su cara se iluminó y de su boca volvió a surgir el mismo caudal de palabras que yo conocía y que él consideraba como sus logros. Comprendí que su mente le jugaba malas pasadas. Las caras y hasta las pasiones se habían mezclado. Sus olvidos parecían responder a los ocultos resortes de la mente que, al final de nuestras vidas, sirven para protegernos de la decepción y evitarnos la desesperanza por el tiempo perdido. Había seguido su carrera y sabía que sus ofrecimientos, aquellos repetidos miles de veces, y por tantos años, no daban señales de que germinarían algún día. Vivía en una cápsula y de espalda al futuro.
—¿Qué te dijo? —preguntó mi marido.
—Nada —le contesté—, le dio gusto verme.
Pero no le conté que aquella mirada vidriosa secó la última gota de amor que le tenía guardada, una inmarcesible añoranza por los ardientes momentos de nuestra lejana juventud.
Hoy acompaño su cortejo fúnebre junto a varios amigos de la preparatoria, ex–alumnos o colegas suyos. Mientras camino, el viento juguetea con mis cabellos que ya pintan canas. Luego, el silencio del camposanto se llenó de trinos de aves a las que, minutos antes, yo ignoraba. No hubo lágrimas. Ningún político así las merece.
Su partida no dejaba un vacío como proclamaban sus exegetas alrededor del ataúd. Afuera del recinto, la vida seguía igual, con su trepidante indiferencia.