Por: Lorenza O.
Desperté. Era la tercera vez. Miré de reojo las manecillas del reloj y continúe echado en el sofá. Había sido una noche tortuosa sin Patricia. Toda la línea narrativa del sueño hablaba de ella; su rostro aparecía en el lavabo, en la cocina. Me siguió hasta el sillón; la veía en la ventana reflejada y más allá se definía no tan lejana en el jardín entre las bugambilias.
Miro el despertador, cierro los ojos, espero que algo cambie. Con un gran esfuerzo me levanto al lavabo, no me veo bien, paso los días bebiendo. No hay café, quedan solo los asientos del día en que Patricia se fue. Lo bebíamos mientras trataba de explicarme por qué ya no me quería. Hablaba de las sábanas, de las flores de jacaranda esparcidas en el jardín, de mis sandalias botadas en la sala, del pantalón que no me quito, del desodorante que no existe, de los escritos sobre la mesa, la cama, la barra de la cocina; de mi aliento a alcohol, el cine muerto, los paseos caducos y del sexo frío.
No sabe que me dejó perdido, que los viernes no sé regresar a casa, aunque de alguna manera siempre despierto en el sofá, donde amanezco el sábado y miro de reojo las manecillas del reloj. No oigo sus pasos del cuarto al baño ni siento el olor a café. No escucho su voz ni la regadera; pero imagino su cuerpo y el agua dibujando en él.
Sueño con ella porque no existe, me sentiría mejor, pero está muerta, eso dice Daniel; que está muerta porque yo la maté. A veces me convence de esa locura, y cuando yo mismo estoy a punto de enloquecer, se ríe a carcajadas y me dice que es mentira, que no es cierto que iba conmigo en el auto, él atrás, ella adelante… y la curva, y los frenos, y el brillo de la mancha de aceite que parecía un oasis, tenía un arcoíris; desde el piso veía como se movían las ondas caloríficas en la autopista, y al fondo el humo, como si fuera la bruma de la noche que se iba extendiendo, hasta que se oscureció.
Luego deja de reír y se pone serio, y me dice que no me preocupe, que esas cosas pasan; sentir que la vida se va cuando las mujeres nos dejan, que a él le pasaba con Mauricio, y que es lo mismo… el amor. Y que había desfallecido, que no dormía, que su vida fue un infierno sin él.
Porque Mauricio murió, pensaba yo, y ahora regresaba al recuerdo de Patricia, con su vestido veraniego de tirantes, colorido, y su cabello lacio hasta los hombros; y la miro sentada en la carretera queriéndose ir, esperando hacer stop a cualquier camionero, porque no confía en los automovilistas. Los choferes son más seguros, me decía, cuando discutíamos lo qué haríamos si alguna vez nos quedáramos solos, varados, con el auto descompuesto en una carretera.
La primera vez que desperté alcanzaba a ver las nubes, boca arriba; nos gustaba echarnos en el campo o en cualquier parque, en el verano, y no le importaba, ni a mí, que se asomaran sus piernas por el vestido corto, con salamandras dibujadas. Yo veía formas de animales, como lo hacía con mi padre cuando era niño; ella no encontraba más que helados y galletas. Pero no importaba, como no importa ahora que se ha ido, y si Mauricio también se fue, y si Daniel se burla, o se confunde, y es que él iba adelante, yo no manejaba, ahora lo veo. El caso es que cuando desperté, después de mirar el cielo y las nubes y buscar caballos y elefantes, y de girar el cuerpo y saber que allá a lo lejos está el oasis, un río o el mar; el calor se mete en mi cuerpo, y es que siento que hiervo, y entre las ondas de calor sobre el asfalto está ella, que me mira, y se echa a caminar, me dice adiós con la mano; y trato de levantarme y alcanzarla, pero ya va demasiado lejos.
Contadora de historias de lo cotidiano a lo inverosímil. Observadora obsesiva de la vida, sus fantasmas, su belleza decadente siempre en pugna y su resplandor. Egresada de la Escuela de Escritores Ricardo Garibay. Participante del taller de poesía “El Ciruelo” de Kenia Cano. Cuentos publicados: El cuerpo jubilado, en Nagari revista, letras bajo el volcán. Un Sábado, en Así vas a morir, la máquina de la muerte, por Lengua de diablo. El Pesebre, en la antología Navidades Paralelas, por Lengua de diablo. Alimañas, en Bajo la tela de la araña, cuento juvenil, editorial Momo. Barullo, en Registro Sonoro y otros cuentos de terror por la Fauna y Lengua de diablo. Participante en la antología de cuentos Mundos inventados, y en la antología narrativa Los lunáticos no opusieron resistencia publicadas por la Escuela de Escritores Ricardo Garibay.
Me dejó la impresión de que él muere cuando el calor se le mete al cuerpo y siente que hierve. Me causó cierto dolor.
Saludos.
Duele el final. Me gusta tu manera de extenderte entre lo cotidiano, la rutina y el desaliento de ya no estar, de padecer. Nos vas dejando sin aliento, como si al leerte, nos fueras llevando de la mano, una mano que vas apretando poco a poco hasta que nos sueltas , pero ya nos dejó adormecidos y no sabemos si quedarnos así y esperar a que pase, o comenzar a moverla de nuevo…
Lo primero que me vino a la mente es el relato de un chavo “visto” (narrado desde la perspectiva femenina), un relato femenino, y me narra la necesidad de la nostalgia como compañera, si, no la nostalgia de lo que ya no está o dejo de existir, sino de la nostalgia de tener la presencia “virtual-real del deseo, en éste caso la de “Patricia” la necesidad de la nostalgia para vivir, me gustó.
Me gustó mucho la voz narrativa, el tono, el ritmo, la atmósfera de desolación que se impregna inclusive en el lector. El giro que da al final de la historia me encantó.
Felicidades, Lorenza O.
Me gustó mucho Lorenza. Fluye muy bien y se sienten altibajos sutiles entre la historia y el sentimiento, la confusión y el recuerdo se mezclan también con esas partes. Gracias por compartirlo.