Parque México

Me diste aquí en la mera yugular

y a chorros te pido la herida cerrar,

fermentas mi sangre para no olvidar,

tenerme para cuando quieras tomar.

El duro camino hacia volver a empezar/Magnolia y los no me olvides

—Busco al señor Rutilo. Me dijeron que por acá vivía.

—Hay once rutilos viviendo Xochimilco, señor.

—Bueno, el que busco se apellida Gómez Montiel.

—¡Ah! El centavo. Vive ahí a la vuelta. Gire hacia la izquierda y usted vera una casa verde con techo de lámina. Ahí mero vive. Eso sí, no sé si esté.

—Gracias, señorita. Iré a tocarle.

—¡Rutilo! ¡don Rutilo!

—¿Quién me busca?

—Gustavo.

—¿Qué Gustavo?

—Gustavo. Me mandaron con usted. Ábrame, por favor, es urgente.

—¿Qué quiere?

—Es que…

—Ya no limpio.

—No señor. Por favor. ¡Ayúdeme!

—¿Qué está sordo? Ya no trabajo.

— Pero me dijeron que usted era el único…

—No. No soy el único, hay varios.

—No puedo borrarme de la mente al… ¡ayúdeme!

—Tiene más de dos años que ya no atiendo, pero percibo algo en usted. No me da buena espina.

—¡No puedo trabajar así!

—¿Cuál es su trabajo?

—Médico.

—¿Médico? ¿su medicina ya no le hace? ¿o qué?

—¡Ayúdeme, por favor! Tiene tiempo que yo tampoco doy consulta.

—¿Nomás por eso lo hace?

—¿Me va a ayudar o no?

—Nomás porque si refleja usted algo medio fuerte, chance y no sea nada. La verdad yo ya no creo.

—¿Ya no cree? ¿Entonces como…?

—No se fije uste. Ándele, pásele y me cuenta.

—No sé cómo agradecerle.

—¿De qué? No le he hecho nada. Ándele, amos a sentarnos. 

—Hace algún tiempo recibí a un paciente. Yo trabajaba en el área de urgencias. Me dijeron los paramédicos que se desvaneció mientras tomaba unas fotos. Tenía pulso, pero estaba inconsciente. No, mejor le contaré esto de atrás para adelante.

—¿Cómo dice? ¿Pa qué o qué?

—Pues no sé, así está en mi cabeza y quiero contárselo tal cual está.

—Ándele. Cuénteme, pues.

—No fui el mismo, hasta la fecha. Tuve que investigar todo sobre el paciente, todo por mi cuenta. Fui a recabar información dónde pude y como pude. Se trataba de un fotógrafo que laboraba con una empresa de modelaje. Se llamaba Erick Valero Jaime.

            —¿Modelos, dice?

            —Llevaba las modelos al Parque México y ahí las fotografiaba. Sin embargo, supe que él se enamoró de una de ellas. Tal vez tenían tiempo saliendo, no sé.

            —Ya veo.

            —Pues cuando se desvaneció se encontraba fotografiando a la chica. La mujer vio lo sucedido y llamó a la ambulancia, más tarde, huyó. La policía fue a buscarla. Ella sólo lo observó caerse sin ninguna razón clara. Eso comentó entre un llanto que deseaba alcanzar el cauce del fotógrafo.

            —¿Uste conoció a la mujer?

            —Personalmente, no. Únicamente sé que cuando la fueron a interrogar estaba en cama, al parecer ya se recuperó y al final se mudó a Corpus Christi, Texas. Además, dijo algo muy raro.

            —¿Raro?

            —Si. La cámara que usaba aquel sujeto era de esas para revelar.

            —¡Ah, canijo! ¿A poco todavía hay?

            —Lo mismo me pregunté. Continué investigando y decidí ir al único local dónde aún revelan fotos, cerca del mismo Parque México. Llegué al lugar. Pregunté sobre algún pedido a nombre de Erick Valero Jaime y hallé uno. Eran unas seis fotos, pero no se veían nada, se veían todas oscuras. Me aseguraron que no fue un error, así venían.

            —¿Tonces estaban todas negras?

            —Así como lo escucha. Aun así, me las llevé. Tenía que hacerlo. Tenía que saber de dónde provenían todas esas imágenes en la mente, revoloteando como hojas en la tierra por un viento maldecido.

            —¿Y el hombre? ¿Qué pasó con su paciente?

            —No, no. Espéreme. No pare, don Rutilo. Ahora quise saber sobre la cámara. La policía afirmó que se la habían robado, después, la encontraron; más bien, llegó a ellos. Un recolector de basura se la había llevado, no obstante, el mismo fue a entregársela a unos patrulleros. Les dijo que estaba maldita o algo así. Había visto cosas espantosas.

            —¿Cosas espantosas?

            —Si…

            —¿Qué cosas?

            —No sé si vio lo mismo.

            —Chance y es un…no, no puede ser…

            —¿Por qué ha dejado de creer, don Rutilo?

            —Las cosas se le cambian a uno, al parecer adrede. Al menos así quiero pensarlo pa no acabar peor.

            —Yo no he llegado a una conclusión.

            —Unas señoras vinieron a verme, así como uste. Y una de ellas traía unos ataques re canijos. Le crujía todo su cuerpo y mente. Le dije que se iban a curar solita, pero… no le calculé y le receté unas… hasta la fecha mi voz se me achata, ¡chingada madre! La regué, cabrón. Se me murió.

            —Ya no llore que me dan ganas, cabrón.

            —Así la cosa, muchacho. No sé si todo esto ha sido en vano.

            —A mí también se me han ido unos cuantos, don Rutilo. No siempre los salvamos.

            —¿Dio uste con la cámara?

            —Me explotó en la cara. Abrí el compartimento dónde se pone el rollo y me explotó en la cara. La aventé al suelo y observé entre los pedazos un pequeño sapo disecado, al interior de su cuerpo se hallaba un pedazo de papel enredado en un listón rojo, en el cual venía un nombre.

            —¿Qué nombre?

            —Erick Valero Jaime.

            —Está canijo, entonces, muchacho. ¿Cómo le hizo pa conseguir esta información?

            —Me hice pasar por un familiar del fotógrafo, no fue difícil.

            —Ya veo, ya veo.

            —¡Estaba ahí, don Rutilo! ¡Estaba, durante un día ordinario, a punto de perderlo todo! Después de tocarle el cuello, tomé mi estetoscopio y lo puse sobre su corazón…

            —¡Tranquilo, muchacho! ¡Tranquilo! llore, pero saque sus palabras sin que se mojen con sus lágrimas. 

            —No escuché nada, me lo dijo todo de otra manera. Proyectó la imagen de un zopilote, como si mi mente fuera la guarida de un secreto maldito. El animal a veces me mira, en ocasiones sólo vuela alrededor de mi vista sin detenerse. La primera vez que un aparato acústico mostró imágenes. Le digo, el corazón no se escuchaba, pero se oía un quejido de un ave herida insoportable. Ese pensamiento se retuerce por toda mi conciencia, la sitia todos los días, todos. Un recuerdo sonoro tan trascendente como las últimas palabras que escuchaste de aquel ser querido fallecido. ¡No puedo, don Rutilo! ¡No puedo! ¡Ayúdeme! ¡No aguanto!

            —¡Tranquilo, muchacho! Había hecho este thé para mí, pero tómeselo uste. No estoy seguro de lo que pasa.

            —¡Ayúdeme, por favor!

            —Los nahuas que habitaban la tierra cuarteada dicen que el alma reside en el corazón, dicha alma la compartimos con un animal, el cual, según, vive en los cerros.

            —¿En los cerros?

            —Tal vez eso viste.

            —No sé qué hacer…

            —No te puedo ayudar, muchacho.

            —¿Qué dice? ¡Por favor! ¡Se lo suplico! ¡Ayúdame!

            —Levántese y tómese el thé.

            —¿Qué me pasa, don Rutilo?

            —Parece que uste ha sido maldecido.

            —¿Maldecido? ¿Qué tengo que hacer?

            —Sólo una cosa, muchacho Gustavo.

            —Ella tiene un lunar en la frente.

            —¿Lunar?

            —Lo tiene cerca del contorno que separa la frente de su pelo, como un pequeño rompeolas sobre la costa, la entrada a un océano en el que seguro puedes desprender y descubrir sus profundidades, ruinas pertenecientes al mejor de los futuros. Dos ojos verdes, los últimos que uno desearía que lo vieran al morir; el parpado derecho ligeramente decaído, pincelazo final para aquellos dedicados a las letras. No podría hablar de una Elena, no hubiera sabido esperar, ella misma haría la guerra; más bien, defendería los ojos que la ven pues lo han visto todo. Aunque me he equivocado tanto, quizá sólo dejaría de posar frente a la cámara encadenada.

            —Las fotos ¿verda?

            —Sí, señor Rutilo. Fui de nuevo al Parque México. Me llevé las fotos y cuando acudí justo al lugar dónde se desvaneció Erick apareció ella en las fotos, a todo esto, sobre la parte posterior de una de ellas surgió un nombre, decía Nicole G.

            —La salvó, muchacho.

            —¿La salvó?

            —Mire, Gustavo. Acá en este país pasan un chingo de cosas que no vemos. Los del poder siempre lo están ejerciendo. La muchacha estaba condenada, alguien la quiso matar.

            —Pero ¿quién, señor Rutilo?

            —En las industrias musicales, actorales y por supuesto que la del modelaje, hay muchas envidias, joven. Erick se dio cuenta y con su experiencia en el ramo la salvó. Estuvo realmente enculado de esa morra, pues.   

            —¿Dio la vida por ella?

            —Todita, joven.

            —¿Y por qué yo?

            —A uste la mera verda le tocó la de malas. Así está el asunto.

            —¿Qué debo hacer?

            —Decidir. Es uste o alguien más.

            —No puedo, señor Rutilo…

—Así va a ser, muchacho.

            —¿Quién hace todo esto?

            —Se quien es. A quien le pagan por estos trabajitos… no tiene caso. Váyase a su casa, ponga ese sapito en su cuarto o escriba el nombre del destinatario y enjaréteselo a alguien más.

            —¡Dígame quien los hace!

            —No le va a poder hacer nada.

            —¡Dígame!

            —Ja, ja, ja. Es mi medio hermano, uno de los once rutilos. El se llama Rutilo San José. Pero va a ver uste que mañana ya no amanece. Chance y es lo último que haga y de una vez me vaya a dónde deba llegar.

            —¿Me va a ayudar?

            —Nada de eso. La maldición es todita suya.

            —¡Máteme ya!

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