Una vez me agarró a taconazos una teibolera. Era una fría noche de otoño en la ciudad capital y mis amigos y yo nos sentíamos herederos por jodidéz añadida de la generación beat. Leíamos todo a la mitad y decíamos comprender la miseria del mundo, nos robábamos frases de Miller, de Ginsberg, de Burroughs y demás, decíamos tener derecho a que nadie tuviera paz ni silencio, era una obligación el ruido como lo era el caminar con la misma sombra todos los días. Teníamos trabajos mediocres en el que debíamos usar uniforme y una placa con nuestro nombre, esos tipos de trabajo donde uno se hace de sus propias prestaciones, donde enseñan a aborrecer al mundo. El caso era que uno de nosotros era un abogado nefasto que sólo nos caía bien porque cada semana estrenaba una tarjeta de crédito con la que nos invitaba a ver mujeres tristes bailar música alegre, insisto; hacía frío, era otoño y nos sentíamos dueños de algo.
Después de una presentación plana de un sujeto fantasma de una voz omnisciente, llegó Marina, contoneándose por la estrecha plataforma hasta alcanzar un tubo atizado de morbo y hambre, sólo dijo “¡Ay, hijo de tu re puta madre!” y se me aventó desde el escenario con los tacones de frente. Los espectadores aplaudían sin quitarnos los ojos de encima, no había duda; la tenía hechizada, era mía, mon amour sauvage.
Un mes atrás, estaba triste, el otoño vendría pronto y con ello las hojas muertas, el viento muerto, mis amores muertos, ya saben; sadness is in the air. El abogado estrenaba dos tarjetas, era cumpleaños de uno de nosotros y ese güey parecía no conocer las lágrimas. Las chicas llegaron y una botella de Bacardí adulterado. Creo me he enamorado, dijo el cumpleañero que no se cansaba de besar a una muchacha, vamos, te sacaré de aquí, deja esto, yo mantendré a tu familia, sólo dame amor, necesito de tu amor, muñeca. O algo así le decía, yo la verdad tenía ganas de llorar, como casi siempre en esos lugares, es que el mundo es bien culero, Marina. Pero Marina se había metido ya un par de rayas y las tengo que pagar, vamos, guapo, invítame una copa, vamos al privado. No, Marina, el mundo es pinche por tu culpa, mira que desperdiciar tu carne en estos gusanos. ¿Qué dices…? Vente, baila conmigo. Mis pies no podrían ni aplastar una cucaracha. Mira, papi, ¿no te gusta esto? El trago te lo dejo a la mitad. No, Marina, el mundo, tus nalgas, la tristeza, todo es relativamente lo mismo. Y Marina restregaba su culo sobre mis brazos, mis piernas y al final mi cara. Esa piel salvaje y perfumada de saliva, rencor y sexo. Supongo. Entonces mis dientes se hincaron en su culo, tan perfecto como un durazno. Tres orangutanes se acercaron para correrme. No puedes tocar a la dama, gruñeron. Marina estaba molesta conmigo, me hizo señas con el dedo. El abogado intervino. Respeten, se acaba de morir su tía la del billete, está triste de tanta lana que le dejaron. Con quinientos nos entendemos.
Eso pasó, la Marina me reconoció y bajó a darme de taconazos, luego nos abrazamos e hicimos el amor jalándonos el cabello, ya saben; nalgadazos y lengüetazos.
Hace un par de meses salió el teibol en las noticias, se llevaban a Marina junto con otras chicas en una camioneta, se veían muy tristes a pesar de que no era otoño.
Editor, escritor y promotor de lectura. Ex godín alcohólico, poeta frustrado. Ciclista emergente. Eterno padre de Camila.