Oscuridad de su casa

Enrique y Hugo nunca fueron muy cercanos. A pesar de que sólo se llevaban dos años de diferencia, no tenían intereses en común. A Enrique, el hermano mayor, le gustaba el futbol, y a Hugo la música. Esos eran hobbies muy poco aceptados en el núcleo de una familia tan conservadora como la suya. En especial para Luis, su papá, eran prohibidos; ya que precisamente sus hermanos mayores, músicos y deportistas de jóvenes, los habían elegido: uno terminó hundido en las drogas, y actualmente esperaba su final internado en el hospital psiquiátrico San Juan de Dios. El otro cayó en las garras del alcohol, primero los domingos al terminar cada partido futbol, después, todos los días hasta que se enlistó en el escuadrón de la muerte, y murió de cirrosis. Luis esperaba que sus dos hijos se convirtieran en abogados, como él.

Clara, la madre de los muchachos, quien había crecido en una familia católica, quería que Hugo fuera arquitecto y Enrique doctor. A ambos hermanos les habían prohibido tener novia mientras no terminaran su carrera profesional. Con el paso de los años, Hugo y Enrique abandonaron sus sueños, o al menos eso aparentaron.

***

Un día, Enrique se percató de que Hugo empezó a llegar más tarde de lo normal después de la universidad, así que decidió seguirlo, más por morbo que por el instinto protector de un hermano mayor.

Al terminar sus clases, corrió al salón de su hermano, y lo esperó escondido en el pasillo. En cuanto salió, Hugo, empezó a caminar muy apresurado y mirando su reloj constantemente, como si se le hiciera tarde para llegar a algún lado. Enrique continuó caminando muy discretamente varios metros detrás de él. Unas cuadras adelante, Hugo se metió en una casa que parecía abandonada y sin un número postal en la fachada, no sin antes voltear en todas direcciones para asegurarse que nadie lo veía. Todas las ventanas y cortinas del lugar estaban cerradas. Esto complicó la investigación de Enrique, que estaba escondido detrás de un árbol, y sólo pudo ver que al entrar su hermano, salieron dos  mujeres y se marcharon del lugar cargando una especie de maletas. Se quedó mirando un rato, esperando ver más movimientos o algún indicio de lo que sucedía ahí dentro. Se me hace que este güey está metido en algo turbio, pensó Enrique, mientras se daba vuelta para irse, resignado porque no sabría bien que es lo que hacía su hermano en aquella casa tan misteriosa.

Después de un rato la puerta de la casa se abrió lentamente y Hugo, quien se había dado cuenta de la persecución, medio asomó la cabeza para ver si su hermano mayor seguía detrás de aquel árbol donde lo vio de reojo antes de entrar. Este cabrón me vio, a ver si no va con el chisme a mis papás, pensó preocupado y saliendo por completo de la casa para dirigirse a la suya. Ya no podía estar ahí y tomar su clase de batería, pues le atormentaba el que pudieran enterarse de su secreto los demás.

Hugo caminó, hasta que vio a su hermano a unos metros de distancia, y ahora él comenzó a seguirlo sin que se diera cuenta. Le sorprendió que en una esquina se fue hacia la izquierda, y no a la derecha por el camino que llevaba a su casa. Se iba saboreando la dulce venganza de seguirlo y pagarle con la misma moneda. Sigilosamente, continúo detrás de su hermano mayor a una distancia prudente, hasta que varias cuadras después Enrique se detuvo, ¡Me lleva! Ya no llego al entrenamiento, todo por seguir a este pendejo. Sólo espero que no me den banca en el partido del próximo fin, pensó en voz alta y luego retomó el camino en la misma dirección.

Enrique serpenteó por las calles sin darse cuenta de que su hermano menor le seguía los pasos de cerca. Llegó a un local bastante grande en cuya fachada saltaba a primera vista un letrero luminoso con el nombre de Diosas. Enrique observó un momento la entrada, y después avanzó para que el cadenero lo cacheara antes de dejarlo entrar.

Con razón este güey nunca tiene lana. Ya vi en que se gasta todo lo que le dan mis jefes. Donde lo descubra mi papá no se la va a acabar, murmuró Hugo, sorprendido mientras se presentaba frente al cadenero para también ser revisado y entrar detrás de su hermano.

 Cruzó un pasillo largo para llegar al centro del lugar, donde había un tubo y una chica con poca ropa bailando

— ¿Qué haces aquí? —preguntó Enrique, que apenas se iba  sentando, pálido y sudando frío.

— Te vine siguiendo para aplicarte la misma güey. Por eso siempre andas sin dinero cabrón. Si mi papá se entera que andas en estos lugares no vas a querer ser tú.

— A ti que te valga lo que haga con mi dinero. Tampoco es como que tú no andes haciendo cosas a escondidas. O ¿me vas a decir que ese lugar al que vas no es una casa de citas? Así que cuidadito con ir a decir algo.

— No mames, hablas nada más porque tienes hocico. ¿Quieres saber la verdad? Estoy tomando clases de batería en esa academia de música que apenas empieza, y lo hago a escondidas porque tú bien sabes cómo son nuestros padres. —se sinceró Hugo. Enrique, culpable por malinterpretar las cosas, se disculpó.

—Es que todo indicaba que era una casa de citas: tú todo nervioso, la casa misteriosa, y esas mujeres saliendo con maletas. Yo también tengo algo que confesar: llevo ya casi un año entrenando con un equipo de segunda división, y ya me quieren probar con el equipo grande. Hoy por seguirte se me hizo tarde para ir al entrenamiento, así que me molesté conmigo mismo y necesitaba echarme una chela, pero el único lugar que encontré abierto fue este. — confesó Enrique apenado por el error que había cometido.

— ¿Ya ves? A lo que tenemos que llegar para poder hacer lo que nos gusta. Creo que nos hace falta hablar más.

—Vámonos mejor para la casa. Después venimos por una chela. —dijo Enrique mientras se levantaba de la mesa.

Los hermanos empezaron a caminar hacia la salida. Justo en ese momento terminó la canción en turno, y en cuanto se encendió la luz, en una de las mesas al lado de la pista pudieron ver a su papá, con un par de muchachas sentadas en las piernas, disfrutando de una botella de whiskey y divirtiéndose como adolescente en fiesta de fin de semana.

— ¡Ya chingamos! — dijeron al unísono los hermanos.

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