Ojos en la noche sin luna

Era una mañana con sol intenso. Tras larga subida montaña adentro, el peso de las mochilas pegadas a la espalda y los rostros sudorosos hacía el camino más escabroso, los cuatro jóvenes se abrían paso con machete en mano entre la verde espesura. La hierba trozada dejó ver los escurridizos movimientos de ranas y salamandras ocultarse confundidas al distraerles su letargo. De cuando en cuando y a escasos minutos, los caminantes se detenían a admirar los paisajes de encinos y pináceas. El silencio era roto por algún tosido. Sus pasos quedaban impresos en la alfombra verde de musgo que retenía el crujiente de las varas secas. Los troncos y ramas de algunos árboles lucían la floración de bromelias y orquídeas.

Con sigilo reiniciaron la caminata. Ulises a la cabeza del grupo avanzaba lento, para él era territorio conocido, sabía caminar por el bosque sin sendero, con la pesada mochila en su espalda, él cargaba la casa de campaña. Tenía tiempo para tomar fotos de los ángulos más atractivos. Pese al frío, todos estaban bañados con el agua salada que emanaban sus cuerpos.

Se encontraron con la vera del río. Lo bordearon hasta ubicar el lugar menos hondo para cruzarlo; tomados de las manos en cadena humana lo atravesaron ―tenía poca fuerza, pero helado―. Al hacerlo no pudieron evitar que sus ropas y mochilas se mojaran.

Fueron varias horas de caminata. Acamparon junto a un arroyo flanqueado por helechos gigantes donde revoloteaban libélulas sobre las aguas estáticas de las orillas; las rocas desnudas eran el aposento de mariposas multicolores. Se encontraban en el corazón de un bosque nublado. Con premura, Ulises coordinó la limpieza del espacio para armar la casa de campaña.

―Al parecer es el lecho de un río que cambió el rumbo, pero tenemos poco tiempo. ―dijo Ulises al cerciorarse de lo pedregoso del suelo.

―Tenemos que apresurarnos o nos sorprenderá la lluvia ―advirtió Sandra al sentir la neblina sobre su cabeza.

―No te preocupes, si empieza a llover nos metemos dentro de aquella cueva ―dijo señalando con el brazo extendido.

―¿Recuerdas la última ocasión que nos metimos a una cueva? Estaba llena de excremento de murciélagos. ¡No debemos invadir su espacio! ―Le recordó Sandra temerosa de inhalar otra vez las esporas de hongos.

―¿Viste? Luis casi termina, se apoyó bien con Diana. Ya se puso gris la tarde y apenas son las dos. Los árboles no dejan filtrar los rayos del sol ―señaló Ulises mientras trataba de observar los pequeños espacios de cielo entre la espesura verde. 

―!Vamos!,  ¡a parar la casa!, ¡necesito ayuda! ―Ulises gritó a Luis y agregó: ―Diana, ponte lista, entre los troncos secos te puede saltar una regordeta ―decía mientras dejaba escapar una carcajada burlona. Él sabía que Diana moría por el temor de encontrarse con una cascabel.

―¿Por qué eres tan fastidioso Ulises? ―contestó.

Diana recordó el susto que le hizo pasar Ulises con la culebra enredada en su brazo y con el dedo pulgar que aplastaba, leve, la cabeza.

―¿Recuerdas tu alarido? Se desprendieron todas las hojas de los árboles, hasta las ardillas huyeron espantadas. ―dijo Ulises entre burlas.

―Está chueca la varilla de la casa, así quedará mal parada. Ayúdame a jalar de este lado.  ¡Vámos, apresúrate, jala, jala! Ya sentí que caen gotas, lloverá fuerte, por lo menos ya quedó la zanja; el agua no se encharcará, tampoco nos inundaremos. ―señaló Luis que miraba y miraba al cielo. 

―¡No! No nos inundaremos, es buena la pendiente. ¡Por fín! ¡Ya metan su equipaje! ¡Diana!, ¿ya está el café caliente? ―gritaba Ulises desde dentro de la enorme casa de campaña de gruesa lona verde olivo que pidió prestada.

Poco a poco el bosque se inundó en los cantos de las aves. Al igual que el grupo de amigos, los animales del bosque se refugiaron. El búho y la lechuza permanecían encaramados en las oquedades de los troncos viejos, a la espera de cazar un roedor o un escarabajo. Gruesas gotas avisaron la tormenta. Los vientos arremolinados parecían tirar la casa. Entre bromas y chascarrillos los amigos se comieron las tortas que preparó Sandra y se tomaron el café de Diana. Todos quedaron con hambre. Pronto se quedaron dormidos.

Después de horas de lluvia intensa, el bosque quedó en calma.

Ulises fue el primero en despertar de la siesta. El grupo preparó material para el avistamiento de fauna nocturna, era la principal encomienda. Su ilusión era encontrarse con un mapache, un gato montés o un venado. Se conformaron con observar sus huellas. Era el objetivo de esa noche. En silencio, todos eligieron su tarea. Parecía el perfecto orden. Abandonaron la casa, no se alejarían demasiado, la fogata rodeada con rocas redondas era su señal de partida…y del regreso.

Eligieron el sitio para el rastreo de huellas, intuir el probable trayecto, cernir la tierra húmeda, dejar la placa fina de suelo, lista para captar las huellas impresas en el recorrido de algún mamífero. Todo estaba puntual y bien calculado.

Decidieron regresar a la casa de campaña poco antes de la media noche. Creyeron retornar sobre sus pasos. Nadie observó la fogata, con seguridad se había apagado. El grupo iluminaba con linternas el camino de regreso, ¿de regreso? ¿Entonces por qué solo observaban entornos desconocidos? La confusión dio inicio. Los ánimos se caldearon, iniciaron reclamos y reproches. ―No te hagas güey, tú eras el responsable de cargar con ella. ―Échame la culpa, estúpido, ¿no te sabes otra? ―Ulises continuó la discusión con Luis que estaba cansado de los reclamos por la brújula. Diana los calmaba con voz serena, pero poco a poco también perdió la calma. ―¡Ya no aleguen! Mejor concéntrense en encontrar el camino de regreso.

El sueño y el cansancio les nubló el entendimiento. De repente escucharon un graznido agudo, ¿era un presagio? Al voltear hacia los árboles solo veían pares de ojos rojizos y anaranjados. Sandra lloraba. Su intuición los llenó de pánico. Enormes tentáculos fríos y negros de obsidiana, lentamente los envolvía.

Escalofriantes aullidos rompieron el silencio. El jadeo de sus respiros se hizo más intenso. ¿Se aproximaba una manada de coyotes? Se veían brillar cientos de ojos blancos en la negrura del bosque. La lámpara inició su parpadeo, estaba agotada. Ellos habían entrado en territorio prohibido.

¡Ulises sabía que ahí no había coyotes!

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