Avanzamos entre el tupido follaje que cubría las abandonadas calles y avenidas. Montículos de pasto y hiedra marcaban los lugares donde alguna vez quedaron apagados, inermes, autos y camiones. Dereth, adelantado una decena de pasos, hizo la señal para detenernos y agacharnos. Deslicé mi mano izquierda por cuarta o quinta vez para contar las flechas y estar seguro de su orden en mi carcaj.
Desde que entramos a la ciudad el ritmo de avance se volvió lento. La hechicera mayor había sido muy específica: no lo hieran, lo necesitamos vivo y completo. Así que mi función, muy diferente a lo acostumbrado, era de protección. Hoy era un guardián común y corriente, no un aclamado y reconocido cazador.
Arimae, de cuclillas al otro lado de la calle, me indicó que guardara silencio y que luego mirara a mis espaldas. Lentamente subí por la pendiente cuidando de que no se abriera ningún hueco que diera al interior del vehículo enterrado. Antes de llegar a la cima me detuve: una pata del octambulante estaba a un lado, inmóvil. En silencio, me deslicé un poco más para apreciarlo mejor. Sus ocho patas estaban distribuidas en un círculo que abarcaba casi treinta pasos de diámetro. Era una adulta, posiblemente muy hambrienta.
Mientras levanté la vista para seguir el contorno de la pata frente a mí, lisa, brillantemente metálica en su exoesqueleto, saqué una flecha de corte profundo cuya cabeza sumergí en el vial con sangre venenosa del tsuru.
Al llegar donde se unían las extremidades del octambulante suspiré en paz. La bolsa ventral transparente contenía uno de los simios sin vello que empezaba a ser digerido. Los ocho ojos que rodeaban la bolsa estaban velados y la maraña de tentáculos para recolectar rodeaban el tercio superior de las patas. Maldije mi suerte… se nos había adelantado en la caza.
Giré y con señas le indiqué a Arimae que no había problema, pero era necesario que avanzáramos. Que una hembra madura estuviera, inmóvil y vulnerable, era señal que estaba cerca su bosque donde copulaba con los árboles para llenarlo de los ovofrutos de donde surgirían pequeñas y hambrientas crías. Antes de regresar al búnker, sería necesario encontrarlo para quemarlo en su totalidad. Es la única forma en que podemos controlar su número y evitar que salgan de la vieja ciudad.
Arimae retransmitió mi mensaje a Dereth y esperó la respuesta. Confiando en mi suerte logré llegar a la cima del montículo y observar a los cruces más adelante. En efecto, varias cuadras más adelante había una zona abierta hallé el bosque blanco con árboles que superaban los derruidos edificios. Cada uno se notaba cargado de frutos con diferentes grados de madurez.
Me quedé de una pieza: junto al él descubrí el campamento de los simios. ¡Ya no se escondían en el derruido centro de la ciudad! Maldije por segunda ocasión.
Decidí deslizarme a la base del promontorio para para alcanzar a Dereth y las demás cabecillas. En cambio, me topé con Arimae en cuyo rostro era evidente su molestia.
—¿Qué hacías allá arriba? —gesticuló con furia—. Los demás ya se adelantaron y me dejaron aquí, esperando al “inútil guardián”.
—¿Cómo? ¿Ya se fueron? —repliqué con el lenguaje de señas.
—¡Así es inútil! ¿O los ves por aquí?
—¡No es posible! Los simios están allá —y señalé detrás del montículo. Arimae se puso pálida y, sin que me diera tiempo de reaccionar, trepó por él para luego descender a gran velocidad.
—Tienes razón, hay que avisarles —dibujó en el aire y de inmediato partió. Una sombra pasó encima de mí y cayó unos pasos más adelante: era una de las patas. Miré de inmediato al cielo: era el ambulante que debería estar dormido. Cuando vi desenredarse los tentáculos dejé de lado cualquier cuidado. Corrí y tiré a Arimae al suelo, luego la hice rodar para escondernos bocabajo en una hondonada.
Ella, inmóvil en un principio por la sorpresa, intentó zafarse de mi abrazo mientras me decía:
—¡Suéltame! Hay que alcanzarlos y decirles que regresen. ¡Que me sueltes!
Más sombras avanzaron por encima y a los lados para concretarse en las gruesas plantas que cada octa tienen al final de sus patas. Tras que pasó el primero, pasó otro y otro más. Perdí la cuenta de cuántos fueron, tantos que Arimae se quedó quieta.
Cuando sentí que estábamos seguros salí de la hondonada y me erguí: los octambulantes se movían de aquí por allá acechando y cazando. Presencié como uno de ellos tomó a Dereth y lo retuvo sin llevarlo a la bolsa de digestión. En pocos latidos cosecharon a casi todos nuestros acompañantes de la partida de caza. Aunque ninguno estaba siendo digerido.
—¿Ya notaste lo que está encima de cada octa? —preguntó Arimae quien se había puesto de pie y estaba a mi lado.
—¿Encima de ellos? —respondí y dejé de mirar los tentáculos donde colgaban mis amigos y compañeros. Fue cuando descubrí que arriba de la placa de donde parten las patas de los octa había un trío de simios de pie jalando unas lianas que se internaban en la coraza del octa.
—Los simios los montan y los están usando contra nosotros. ¡Hay que hacer algo! —exigió mi compañera. Luego extrajo dos de las dagas que usa para combate cuerpo a cuerpo y para cortarle el cuello a presas pequeñas.
—Con eso apenas los rasguñarás. Ven —le indiqué, retrocedí y zigzagueé cierta ruta que había memorizado rumbo a otro montículo: el campamento simio estaba mal resguardado—. Necesito que incendies el bosque de los octa para que distraigas la atención. Yo me encargo de los que atraparon a los demás.
Así que nos separamos. Escogí un edificio cubierto de hiedra y plantas colgantes. Subí a la altura que consideré correcta y me puse en espera a que pasaran frente a mí en cuanto notaran el incendio.
Alcancé a ver cómo Arimae, en su prisa, atravesó el campamento lanzando dagas y agujas para todos lados, alcanzó a los simios que intentaron alcanzarla. Luego encendió una antorcha con la piedra de fuego que todos llevamos en nuestros cinturones. La arrojó con fuerza y un primer árbol, lleno de frutos, empezó a arder. Luego giraba, lanzaba más dagas y encendía otra antorcha para quemar un árbol más. Pronto todo el bosque estaba ardiendo.
Los octas regresaron por la ruta que supuse que emplearían. Su urgencia era apagar las llamas y rescatar lo que pudieran de las crías. Tenía lista la primera flecha, la del veneno en la punta. Maldije por tercera vez en el día al lanzarla para matar al primer simio sin pelambre. Al caer, noté cómo de su cuerpo colgaban esas horribles cosas que tejen con fibras vegetales. Lancé la segunda y tercera flecha. Pensé sobre lo molesta que estaría la hechicera cuando volviéramos al poblado sin su pedido. Lancé una flecha de fuego retardado contra el agujero de respiración octa que está atrás de la placa superior.
Al quemarse por dentro, el enorme animal soltó a Dereth quien se unió con Arimae para combatir a los simios. Disparé más flecha mientras meditaba qué haríamos si estos seguían aprendiendo a defenderse y qué tan pronto nosotros seríamos los cazados.
(México, 1969) Ing. en sistemas. Autor de “Códex Obsidiana”. Publica constantemente en plaquettes, revistas físicas, virtuales e internet. Textos suyos han sido premiados o fueron finalistas. Ha sido seleccionado para participar en diversas antologías.