Humans…
we are
– N.A.B.
Siempre era lo mismo. ¿Siempre?, qué delicado concepto era ese, ambiguo. Resultaba dubitativo decir:
siempre. Todo era gris, opaco, ¿todo?, no, no todo. Todo menos ellos.
*
Mi abuelo tenía un reloj. Las manecillas eran brazos articulados del ratón Miguelito. No se
detenían, giraban hacia un lado y hacia el otro, marcando con exactitud la ausencia de tiempo. Me
llevaba tomado de la mano caminando por la banqueta. En la esquina de las calles Hidalgo y Comonfort hacía una pausa. Me soltaba y revisaba su reloj. Bajaba el brazo y volvía a unir su mano con la
mía. Caminamos por Comonfort. Todo era gris, opaco.
Mis pasos eran cortos y los de él, cansados. Muchas personas igual que nosotros venían e iban.
Reinaba la ausencia de color en la vestimenta de las personas. Sus miradas lamían el pavimento
dejando una modesta capa de desdicha y frustración. Los más atrevidos, miraban de reojo. Mi abuelo
dijo, dice o dirá que nos avergüenza vernos, sentirnos y aceptarnos como iguales.
Sentí un impulso por entrar a la cafetería La Rana Sabía. No supe por qué, lo olvidé intentando
recordar. Un fuerte olor a hierba quemada cruzaba la calle frente al café, nadie podía impedirlo. El humo verde se mezclaba a sus anchas con el nauseabundo olor que salía de las alcantarillas, muestra de nuestra condición humana. Aquellos efluvios se mezclaba entre nosotros, de la misma manera como un perro
flaco retuerce su lomo contra el suelo para calmar en vano su ansia picosa.
Adentro del establecimiento donde salía la humareda estaba uno de ellos. Usaba una impecable
camisa blanca con rayas anchas de color azul. Puños almidonados, gemelos en forma de corazón color
rosa, miraba hacia arriba mientras un chico acariciaba su entrepierna. Mi abuelo me tapó los ojos.
–Lunes, el desviado bisexual, siempre acompañado de uno de nosotros anhelando la
inmortalidad sin saber que la posee. Ellos son, eran, serán distintos a nosotros, de colores –me dijo.
Pasamos afuera de la Escuela Activa de Fotografía. Mi abuelo mantenía su paso. Un grito llegó
a nuestros oídos; entre la banqueta y la barda, una mujer golpeaba a otra que yacía, yace,
yacerá en el suelo. Patadas con ira. Sus gritos atrajeron las miradas de otros opacos, como nosotros, que se unieron a la golpiza. Un bulto vivo, muerto, por nacer, recibía los ataques encogiéndose. Sus jeans azules estaban sucios. Una mancha líquida recorría sus piernas hasta los talones. Recibía, recibió, recibirá, los golpes sin quejarse. La horda dejó de agredirla. Parecían olvidar lo que hacen, hacían o harán. La víctima se limpiaba el rostro con la manga azul de su chamarra de mezclilla. Sus cabellos dorados se le pegaban al rostro por culpa del sudor, lágrimas o ambas.
–Martes –la voz de mi abuelo se escuchaba aburrida.
Martes no se ponía de pie, descansó su rostro cubierto de cabello sobre sus manos entrelazadas.
Ahí se quedaba, quedó, quedaría acurrucada, quieta y vulnerable.
Tres hombres visiblemente borrachos salían del restaurante Casa Gabilondo. Cantaban,
cantaron, cantarán una canción de Manzanero. Luchaban por mantenerse de pie. Vestían de colores
chillantes, uno de ellos de cabellos rojos. Reían, mi abuelo se acercó a mi oído.
–Sábado, Viernes y Domingo, estúpidos ebrios –dijo arrastrando las palabras con indignación.
Los transeúntes los miraban con coraje, pero se hacían a un lado para dejarlos pasar. Se
perdieron en la esquina. Un nuevo grito llegó por detrás de nosotros; volteé para mirar. Martes recibía
otra dosis de golpes, esta vez por un solo hombre opaco, que rápidamente se convirtió en dos, tres,
más…
Entramos a la cafetería Bons, me paré en la entrada deteniendo el avance; el aroma era
delicioso. Quería recordar, sabía que sabía. ¡Pan!, grité. Mi abuelo me miró y su boca me mostró una
sonrisa de dientes lejanos, sus ojos se iluminaron. Movió su cabeza en gesto de aprobación. Detrás de mí, por la calle, unos sujetos pasaban gritando a diferentes tiempos: “está tarde vi llover, vi gente correr y…” no volteé a verlos. Nos sentamos, había otros comensales que tomaban, tomaron, tomarán café. Unos niños aplaudían, después lloraban. Todos iguales, seres lúgubres que contrastaban con la alegría de los cestos con pan, bebidas y
botellas de colores. Mi abuelo me preguntó: ¿quieres chocolate?
No podía recordar qué era el chocolate, estaba seguro que sabía, pero no lo recordaba. Una
pareja elegante se besaba en una mesa. Guapos los dos. Ella de cabellera negra rizada, chaqueta color
camello; se podía ver un poco su falda color rosa pálido. Él usaba saco cuadriculado color caqui y
pantalón blanco. Su rostro se perdía entre los rizos de su amada al fundir sus labios.
–Aquí están, estarán, estuvieron, Miércoles y Jueves, amándose como si nada hubiera pasado –me dijo en el instante en que hacía señas al mesero.
En la esquina de las calles Hidalgo y Comonfort, mi abuelo alzó su brazo izquierdo mirando el
reloj que marcaba el destiempo. Tomó mi mano y volvimos a caminar.
(Cuernavaca, Morelos 1976)
Egresado del Diplomado en Creación Literaria de la Escuela de Escritores “Ricardo Garibay” del Estado de Morelos.