Mi vida desdichada se convirtió en un infierno.
Amparo Dávila
Lo recuerdo bien, fue después de discutir con mis padres y desear su muerte. Corrí hasta mi habitación, hice a un lado las plegarías e insulté al divino sin cuidado. Me quedé dormido entre sollozos.
La noche siguiente lo vi por primera vez. Mis padres lo habían traído. Cuando vi su rostro, el mío se descompuso. Su nariz afilada parecía husmear en cada rincón del departamento. Sus ojos grises, apagados, penetrantes, podían escarbar en mi alma. Y esa sonrisa…. esa maldita sonrisa, tensa, sin despegar los labios, parecía saber algo, quién sabe qué.
El departamento no era tan pequeño: una sala-comedor, cocina, baño y nuestras habitaciones. La del fondo, al final del pasillo junto al baño, la adaptaron para él. “Pasará unos días con nosotros, sé amable y educado…”, dijo mi padre. Su presencia me inquietaba, me ponía la piel de gallina. Desde que llegó, el ambiente se tornó pesado, opresivo, como si su oscuridad me acechara, sin siquiera mirarme.
Durante las siguientes noches no pude pegar los ojos.
Una tarde, mientras dibujaba en mi restirador, sentí su presencia detrás de mí. Me quedé inmóvil, no quise voltear. Su respiración, pesada y entrecortada, inundaba mi habitación. De reojo, lo vi: parado junto a mi cama, me observaba como si quisiera devorarme… hacerme algo mucho peor. Grité. Mi voz desgarró el silencio y mamá corrió desesperada. “¡Llévatelo, por favor, llévatelo! Estuvo aquí conmigo”. El cansancio y la desesperación terminaron por romperme. “¿De qué hablas? Él tiene prohibido abandonar su cuarto…”, mi madre, enojada, azotó la puerta.
Por las noches escuchaba sus pasos arrastrarse a lo largo del pasillo. Se detenía frente a mi puerta, la raspaba suave con sus uñas, parecía un aviso. Desde mi cama veía la silueta de sus pies moverse en el umbral, mientras su sombra, inquieta, buscaba la forma de colarse bajo mis sábanas. Una pesadilla eterna, tangible, que me hacía vivir despierto.
La única vez que pude conciliar el sueño, comenzó a chillar. Eran lamentos de una bestia encadenada, hambrienta, sin intenciones de callarse. Si él lograba salir de su habitación, yo estaría perdido. Me escondí entre las cobijas y enterré mi cabeza bajo la almohada. Mi garganta, paralizada, me impidió gritar. Temblaba. Cada músculo de mi cuerpo se sentía frágil, como si una enfermedad me devorara por adentro.
Estaba harto, desesperado. Tripliqué mis oraciones, recité cada palabra como un mantra. Pedí perdón hasta el cansancio, la redención no parecía llegar. Sabía que ese castigo era un regalo del de arriba, un precio que debía pagar por mis injurias. En verdad estaba muy arrepentido.
“Tu madre y yo saldremos de viaje mañana. Vendrá la abuela a cuidarte…”
Cuando la abuela cruzó la puerta principal, su rostro reflejó desconcierto. Vi cómo los vellos de sus brazos se erizaban. De cierta manera, lo sabía. Me abrazó con fuerza y me susurró al oído: “Alardea frente a Dios y rendirás cuentas con el diablo”. Sus palabras me zarandearon, no supe qué responder ni cómo reaccionar. ¡Por fin, alguien me entendía!
El viaje de mis padres se demoró dos días más. La abuela se debilitaba, me aseguró haberlo visto, escuchado. “Tenemos que deshacernos de él”, dijo. Traté de no pensar en ello, me atormentaba; sin embargo, era lo mejor.
Esa misma noche hubo un apagón. La abuela encendió unas velas, pero su luz era débil, incapaz de despejar la penumbra. Aun con las ventanas cerradas, las puertas se azotaron con ira. La temperatura descendió bruscamente, congeló el tiempo. Tomé la mano de mi abuela y caminamos por el pasillo, precavidos. Las sombras se transformaron en rostros siniestros de miradas incisivas que nos apuñalaban con cada paso. Cruzamos las demás habitaciones para refugiarnos en el baño. Silencio. La abuela agarró la navaja de afeitar de mi padre y bañó su pañuelo en agua bendita. Me dijo: “Cierra los ojos”.
Me guió por el camino y nos detuvimos en la puerta de su habitación. Escuché crujir la madera y, al adentrarnos, la oscuridad nos envolvió. Oí a mi abuela rezar, me uní a ella; él comenzó a gemir. Un golpe seco resonó en el suelo, seguido de varias carcajadas que hicieron eco en el cuarto. Me tapé los oídos.
De pronto, todo quedó en silencio.
“Por lo que más quieras, no abras los ojos”.
Su voz me rozó la espalda y un escalofrío me sacudió los huesos; esa no era la voz de mi abuela.
HÉCTOR CAMARILLO (Heich)
Escritor oriundo del extinto Distrito Federal. Encontró en las letras una pasión que hasta la fecha lo mantiene en vilo. Comenzó a escribir hace dos años (2020) y, durante ese viaje, ha intentado encontrar su voz narrativa para deleitar a los lectores. Aprende sobre la marcha. “Para ser escritor, primero hay que saber leer y nunca dejar de hacerlo”.
Su primera novela “Dos Extraños” vio la luz en el 2022. Ha participado en diferentes antologías de cuentos. Ha tomado cursos y talleres de escritura creativa, cuento de terror y psicología del miedo y, recientemente, un género que se ha vuelto su favorito: la novela negra. Dentro de su formación, se incluye la poesía, el ensayo, el cuento y la novela, en clases impartidas por la Sociedad de Escritores y Editores Mexicanos Autónomos (SEMA). “Nunca se es tarde para aprender y descubrir nuevos mundos en voces y letras ajenas”.