Nos robaron la luz

Bebí mi taza caliente de canela que hizo mi madre para merendar, o tan siquiera intentar calentar un poco la panza. No se podía estar con el ventarrón de afuera. De sorbitos le bajaba el condenado frío a la noche. Temblaban mis manos al sujetar la taza de barro, peor que las viejitas en invierno. Se aprovechaba el frío de que sólo cubríamos la entrada con una colcha vieja, colándose por ahí. Bien se oía por fuera corriendo en los cielos, dejándose caer hasta mero abajo del suelo, pero le sentíamos adentro de la casa con nosotros. Dentro de nosotros.

Mis hermanos Juan y Jesús, sentados al lado de mi mamá; mi mamá sentada junto al bracero; todos apretando los puños y los labios debajo de las láminas hongueadas de la casa, tomando más agua hervida pintada de canela. En algún momento habría de vaciarse la olla, y el cuarto acabaría por hacerse de nieve junto con nosotros. Esperaba tener los ojos medio cerrados y media boca roncando cuando tuviera la taza vacía. Como sea, ya estaba medio adormitada del cansancio por la friega de a diario…

 —Sale güera, sus bisteces.

— ¿No gusta nopalitos, señito?

—Muchas gracias, don Martín.

—A usted, cuando guste.

—Ándele mire, están bien bonitos.

Yo solamente escuchaba. Era casi la única que le oía a mi madre ofrecer sus nopales. Llevaba cargando en una cubeta los nopales con la esperanza de venderlos. Lo primero en terminarse era la esperanza. Casi nadie le compraba, mucho menos le pelaban al pasar su voz entre las gentes que compraban en el mercado: “Nopalitos patrona, cinco por diez”.

Y su voz se perdía entre el murmullo, como si fuera una voz ajena. Como si su mandil de cuadros fuera de tela transparente.

Deambulábamos entre los pasillos de todo el mercado día tras día, cargando las cubetas llenas de bolsitas de nopales. Yo le seguía como su sombra a donde se moviese, preguntándome si de verdad no éramos invisibles. Las gentes pasaban de rápido pidiendo esto y aquello; llenando sus bolsas del mandado con verduras, carne o abarrotes. Continuábamos, sin color, en cada rincón o cada puesto donde se juntaba la multitud. Algunos que sí le oían le compraban, y se vendía un par de bolsas al terminar el día. Ya nos íbamos medio contentas al cerrar el mercado.

El color le volvía a mi madre ya afuera. Ya le oía mejor, adentro casi no tenía voz.

—Apúrale mija, que tenemos que llegar a ver a tus hermanos. Nos va a agarrar la noche.

 —Y el frío, madre.

Daba pasos bien cansados deshaciéndome el chongo de mi pelo hasta llegar al colchón donde dormía. Se terminó la canela para entonces. Colgaba una cortina para separar mi cacho de cuarto, mi parte de suelo donde existía en las noches. Ya oculta, ya recostada, me iba venciendo el sueño. Miraba entre pestañeos, como queriendo ver el cielo con sus nubes aborregadas por el frío, detrás de las láminas. Entraba un hilito de luz por un agujero del plástico que cubría las ventanas. Entraba iluminando, junto con el soplo de aire, meciendo las llamaradas de las veladoras del altar de los santitos de mi madre. Recé mi oración de cada noche al dormir, en silencio. Seguramente toda tartamuda porque me temblaba hasta el pensamiento por el frío. Me mataba el cansancio de las patas. Me abracé de mi cobija, y me dormí entera en ese colchón seco.

Todavía me acuerdo de esa noche que fue la más fría y oscura de todas las noches. Aún se me congela el cogote al acordarme. Apenas y descansaba al cerrar los ojos. El hambre de todas las noches me quitaba el descanso. ¿Quién necesita dormir plácidamente cuando el hambre roba el descanso y los sueños? Pues yo. Así dormida me olvidaba de no tener algo en la panza. Pero esa vez entre sueños escuchaba menearse agitados los árboles. Me desperté y justamente eran estos que se sacudían bajo el viento furioso. Sus ramas igual de escandalosas, y yo, igual temblando hasta los huesos del aironazo que azotaba.

Era de diario sufrir los efectos de cuando el sol se oculta y escupe la oscuridad de las noches vacías. Acostumbrada estaba a eso, junto al fulano con el que me junté. Dormíamos donde Dios nos daba licencia de pasar la noche. Algunas veces debajo del puente de Tetela; algunas entre las escaleras del parque San Antonio; casi siempre entre la deriva de las calles. No recordaba cómo se sentía el calor bajo la luna, tapados siempre con cartones o bolsas negras de plástico. No podíamos pedir ninguna sensación cálida, nada más no morir congelados.

Enderecé mi torso luego de despertar así, nada más por la sacudida del sueño. Giré la cabeza de un lado para el otro bien avispa, con los ojos resecos. Aparte de los árboles y los cables de los postes de luz que bailaban con el viento, no escuché más ruido alguno que el tiritar de mis muelas.

De la banqueta donde dormíamos sólo se miraban las calles vacías a esa hora. Cambiaba el semáforo de colores, y nada más dos o tres lámparas blancas alumbraban. De todos modos, ni en el día se alumbraban nuestras caras. Pasábamos cargando con nuestros costales de trapos y tiliches recogidos de los botes de basura por las banquetas a pleno día, sin que nadie nos volteara a ver. Ni siquiera por lástima. No nos daban ni su lástima, porque éramos invisibles. Con todo y mugre en la frente, éramos invisibles. Como mugre que flota en el aire.

Así que dejé de ponerle atención a la luz que nada más servía para marcarnos otro día. Me metí unos trozos de periódico entre las ropas, y alguito se me quitó el frío. Hice por dormir.

—Amá, hace mucho frío. Déjeme dormir con usted.

—Sí, sí. Ya cállate que nos vamos a levantar temprano.

No me alcanzó ni el recuerdo en los sueños para calentarme. Me volvió a abrir los parpados el mendigo frío. Ya no sonaba ni siquiera a soplido, crujía entre las nubes oscuras, y entre las hojas verde apagado de los árboles. Chirriaron mis parpados al abrirse pues, así supe que desperté. Pero toda la vista se miraba apagada. Apenas se marcaban los bordes de las siluetas muy levemente o quizá porque recordaba cómo eran minutos antes.

Se había ido la luz. El viento tremendo que venía y venía, y se revolcaba, sobre todo, seguramente movió algunos cables de luz e hizo un corto. O eso creí.

Con todo y los labios cenizos y agrietados hice una mueca al mirar el cielo. El viento también había echado a volar la luna y las estrellas entre su corriente, y se robó la luz que daban. Así que no había luz, nada más oscuridad helada.

Hice por ver, en vano. Hice por gritar, pero el sonido del viento arrastrando botellas y rasgando las paredes no dejaba sonar mi voz. Tenté alrededor buscando a aquél fulano y no encontré ni su rostro. De entre tanto tiliche busqué unos cerillos para tratar de iluminar tantito, pero igual fue en vano, pues sus cabezas sí se oían raspar la caja como cuando se prenden, y sólo se oía eso porque no prendieron.

Y luego la cosa se puso peor. Una brisa de lejos venía arrastrando algo así como un bostezo profundo, eterno, espeso, luego otro, y unos cuantos más. Empezaron a oírse muy lejos, y así como iba entrándome la brisa más fría a mi carne, así mismo se metían en mis orejas esos lamentos. No sabía ni qué pensar de lo espantada que me encontraba ya.

No podía ni eso. Se aceleraba mi corazón con esos ruidos horribles que iban acercándose y cada vez taladraban más mi pecho. Apreté mis rodillas con mis brazos, tirada en el piso, que ya más bien era hielo. Apretaba con muchas fuerzas mi cuerpo, lo apretaba desesperada al borde del colapso. Sudando las gotas más frías de cada poro de mi ser, menos por los ojos, por ahí las gotas eran de llanto. De agua de espanto y desesperación.

Lloraba perdida de miedo, y recordaba a mi madre más que siempre al dormir. De haberle hecho caso nunca estaría así de perdida esa noche, ni ninguna otra, en esas calles desoladas. De haberle hecho caso jamás hubiera terminado igual que las botellas de plástico, tiradas por ahí asoleándose. No estaría toda hecha bola con las patas en el pecho, muerta de miedo en el porvenir, esperando que terminara toda esta tormenta de ruidos horribles, de niebla negra.

El llanto que escurría de mis pestañas se congelaba. Mis manos dejaron de sentir los dedos y las uñas adormecidas. Sólo mi aliento congelado me decía que estaba viva. Se me fue apagando el recuerdo de mi cabeza inconsciente. Y una corriente de viento cayó desde el cielo terminando la esperanza de recordar lo que era el calor…

—Ay, madre, de verdad hace muchísimo viento allá afuera, que ya hasta se fue la luz. Mire la ventana.

—Que ya te calles. Pégate aquí juntito a mi lonja, ándale. Vas a dormir calientita. Pero ya duérmete.

El sol me fue pegando en la cara, y sentí sus rayos encendiendo mis parpados. Desperté toda extrañada en la banqueta, con una sensación de no entender nada. Giré la cabeza, y estaba el fulano roncando en el piso, pero lo vi diferente. Nunca le había mirado bien el rostro, que, a decir verdad, yo también tenía tiempo sin mirar el mío.

Me levanté y fui hasta la fuente del parque San Antonio a lavarme la cara, medio quitándome la mugre. Giré la cabeza, y vi la combi que atravesaba por la casa de mi madre. No intenté si quiera alcanzarla debido a que no cargaba ni un peso. Agarré camino directo allá sin esperanza de nada.

Entre todo el polvadero del camino, fui sintiendo calor en cada paso. Calor como el que ya no sentía en mucho tiempo, y hasta sudé caliente. Me topé de frente la casa con láminas picadas y ventanas recubiertas, y me dio gusto ver una puerta negra de metal en la entrada, por fin tenía una puerta de verdad.

Toqué con mis nudillos y me abrió una señora de rostro añejo. No recordé al momento que era comadre de mi madrecita…

—Vaya, vaya, los fantasmas no son invisibles. Pero dime ¿qué vienes a hacer tú? ¿Esa cara te da para venirte a parar acá? ¿Ya se te olvidó que mataste a tu madre de puritita tristeza? por preferir tu vida de callejera. Y tus hermanos ni se diga, ahí andan mendigando. Pobres, ni qué hacerle. Ya ni la amuelas, mejor vete de aquí, no vayas a traer entre las patas más suspiros.

 No tuve tiempo ni de un suspiro. Ni para contestarle, no tenía nada de saliva. Todo se me vino abajo. La garganta se me anudó en un segundo, y me salían lágrimas rojas del corazón, de pura tristeza. Pobre de mi madre, se murió de eso precisamente, de tristeza. Me pesaba la culpa, y así cargándola, sólo la arrastré con mi cuerpo sin saber a dónde ir, o donde vagar. 

Pero en un último intento por vivir, giré la cabeza, y a lo lejos, sobre un gran terreno baldío, una penca de nopales verdes y frondosos se asomaban bajo el sol luminoso. Pero eso sí, siempre perdía la voz y el color, al entrar al mercado.

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