Noche eterna

Yo no quería que amaneciera, ya no. La luz del sol es un tormento, porque cuando abre los ojos el mundo, tocan a mi puerta para preguntarme como estoy y no quiero decirle a nadie lo que siento. Me niego a escuchar sus palabras que quieren darme ánimo, o me sermonean creyendo que no tengo voluntad, aunque no me ayudan como necesito, porque no hay esperanza.

Me recosté del mismo lado toda la noche, dando la espalda a la ventana; a ratos cerraba los ojos, pero hace días apenas dormito, esta noche ni siquiera eso. La noche es larga para quien no duerme y corta para quien no quiere ver la realidad; yo ya no sé qué es peor para mí. Antes me gustaba la luz del sol, ahora no la soporto, creo que por eso cubrí las ventanas y las rendijas de las puertas; pero la luz es como la pestilencia, se cuela por cualquier rendija, da la vuelta en cualquier dirección y envuelve cuanta cosa se le pone enfrente. Además de darme vueltas en la cabeza que mi amanecer sería el más horrible, también recordé como empezó todo.

Él se fue, salió un día a trabajar y no regresó. Estuvo en la lista de los que desaparecen sin que nadie sepa nada. Una semana después lo encontraron en una barranca, tirado como basura, como quien avienta un perro muerto. De casualidad supe por alguien que vio el cuerpo y lo reconoció, si no, lo hubieran llevado al forense y hay tantos así, que ya ni tratan de dar con las familias. ¿Quién iba a pensar que estaba tan cerca? Apenas a cuadra y media, ni la peste llamó la atención a los vecinos, todos avientan basura y animales muertos. De no ser porque a unos chamacos se les voló la pelota, quién sabe cuándo se hubieran dado cuenta. Por lo menos no me quedé con la duda, como tantos, con el dolor de la incertidumbre. El forense me dijo que no sufrió, le dieron dos tiros en la cabeza. ¡Qué afortunado!

¡Caminé tanto! Primero buscándolo, después para denunciar su desaparición y el robo del taxi, luego para que me entregaran el cuerpo y pedir prestado para el entierro. ¡Siempre fue desidioso! No pagó el seguro del coche y por eso no me dieron ni un quinto. Con la última palada de tierra se secaron mis ojos y mi boca se pegaba, como si la muerta fuera yo. Tanto rogué a Dios, a las autoridades “incompetentes”, a la familia por ayuda y otra vez a Dios, que mi boca se quedó sin palabras y sin saliva.

Me conformé. Adentro estaba como hueca, vacía de llorar, de soledad y desesperación. Sobraron los “échale ganas”, de quienes creen que así, fácil, uno se quita el dolor, las deudas y sigue su vida. Después la fábrica donde trabajaba cerró, no aguantaron más la situación, los cobros de piso, las pocas ventas. Dicen que se llevaron la maquila a otro lado, yo me pregunto ¿habrá otro país con gente más miserable, que soporte menos sueldo?

Uno da por seguro que las cosas van a ser de una manera y se echa compromisos, él me dijo: “mira flaca, con mi liquidación (también se había quedado sin trabajo) completo el enganche de nuestra casita, trabajo el taxi unos días y lo que salga de chambitas extra completamos para los pagos”. No se pudo, los del banco ya me pidieron la casa. Los primeros meses después de que me corrieron, trabajé lavando trastes en un restorán, pero además de pagar el préstamo, trámites del taxi, para el entierro y sobrevivir sin trabajo unos días, ya no tengo nada. No sé qué hacer, sólo quiero dormir y no despertar.

 Mis niños han pasado tanta hambre en estos meses, se enfermó el chiquito y apenas lo pude sacar adelante, pero no hay ni para que vayan a la escuela, el refrigerador está vacío, aunque ni lo puedo usar. La vecina me dejó colgarme de su luz dos días cuando me la cortaron, ya me desconectó y mi última vela se acabó anoche.

Creo que ya hasta nos sacan la vuelta, anoche me asomé por la ventana, unos vecinitos parecían espiarnos, al verme se echaron a correr. Parece que somos despreciables para todos, los únicos que nos buscan son los del banco, pero ahora que lo pienso, no recuerdo cuándo vinieron por última vez, tal vez se cansaron; no, no lo creo. Luego me pareció haber tenido mucho silencio, por fin, por eso me recosté, pero no dormí.

Había contado el dinero y apenas alcanzaba para ir a trabajar, o unas tortillas, nada más. Si me iba, los niños se quedaban sin comer, si no me iba, me quedaba sin trabajo. Nadie me presta dinero, los que no están tan miserables como yo, saben que no les puedo pagar o ya les debo. Me da vergüenza, no sé qué hacer. 

La noche fue larga, lo suficiente para pensar que no alcanza para ir a la ciudad y pedir limosna. De todas maneras, si junto para comida, tarde o temprano nos echarán de aquí y ¿dónde iremos? Mi familia no me puede ayudar. Lo único que me queda es un poco de gas, puedo calentar agua y hacer un té de yerbabuena por la mañana, anoche merendamos eso y los últimos bolillos que quedaban. ¿Fue anoche? O antenoche, no sé.

Un rato deambulé por la casa, llorando, repitiendo su nombre, reclamándole que me haya dejado en esta situación, llorando por mis hijos ¡ay! ¡mis hijos! Me parecía escuchar pasos afuera, me volvía a asomar y sólo veía sombras corriendo. Me pareció sentir la misma peste de cuando estaba él en la barranca, debe ser mi imaginación. Quise verme en el espejo y me asusté, no vi nada; debo estar alucinando de hambre, hace días comemos muy poco.

Ya no puedo más, no puedo más. Camino por la casa, creo que es otra vez de noche, pero los niños no han salido, tal vez sí y no me di cuenta. No, ellos jamás salen sin permiso, siempre han sido muy prudentes, muy obedientes, pero en esta situación, a lo mejor lo hubieran hecho.

No me atrevo a entrar a su cuarto, mejor que duerman, ellos que pueden. A pesar del hambre, los veo con los ojitos cerrados, tan tranquilos, su respiración suavecita, algunas gotas de sudor en la nariz o la frente, me acuerdo que les decía “narices de vaca”, por como les sudaban. Se llevaban tan bien, casi no hacían travesuras, tan bonitos mis niños. Ayer estaba tan desesperada que pensé cosas terribles y es que ¿qué sería de ellos sin mí? ¿A dónde irían a parar? Mi familia tiene sus problemas, nadie puede cuidar de ellos. Fui a prender la estufa para hacer el último té, ya no había cerillos, ni siquiera cerré la llave del gas, para qué.

Me vuelvo a ver en el espejo del baño y soy yo. Veo a los niños en sus camas. Yo estoy ahí, a los pies de ellos, en el piso, dormida, está amaneciendo, no importa. Por fin estoy en paz.

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