Noche de Todos los Santos

Pese a los años transcurridos, sigo escuchando sus gritos en la oscuridad. Sigo escuchando sus ruegos en medio del llanto.

La verdad es que la habíamos escogido a ella porque la odiábamos. Era la única que tenía una vida perfecta, no como Emilio, que padecía la vergüenza de tener un padre alcohólico, o Jorge, que a sus nueve años ya trabajaba boleando zapatos frente a la Alhóndiga por causa de la miseria en que vivía su familia, o Elena, que en vano intentaba disimular los moretones que le dejaban las incesantes tundas que le daban en su casa. No, Amparo era diferente. Su familia tenía dinero, sus padres la consentían porque tenía las mejores calificaciones en la escuela. En fin, era parte de la pandilla, pero en el fondo todos la odiábamos y por eso fue la elegida.

Dos años atrás habíamos descubierto la calle. Era fácil que pasara desapercibida entre los innumerables callejones estrechos que serpentean y entretejen el enmarañado laberinto que es la ciudad de Guanajuato. Pero nosotros la descubrimos: una estrecha calleja sin rótulos en sus esquinas que le dieran nombre, delimitada por sendos muros de ladrillo erosionado que, cien pasos adentro, concluían ante la alta fachada de una casona antigua. Dicha construcción era de piedra volcánica, con una sola puerta de madera añeja y ennegrecida en la planta baja, y ventanas enrejadas, cual ojos cegados, a lo largo y ancho de los tres niveles superiores.

Descubrimos que sólo una noche al año, la del primero de noviembre, es posible encontrar aquella calle. Después, en cualquier otra fecha, no hay forma de llegar a ella: simplemente desaparece. Descubrimos también que aquella puerta angosta y ajada podía flanquearse. Por eso tuvimos la ocurrencia.

Nos prometimos que el siguiente primero de noviembre nos meteríamos a la casona y permaneceríamos allí toda la noche, así sabríamos el misterio de lo que ocurría con la calle después del Día de Todos los Santos. O eso fue lo que hicimos creer a Amparo.

Pasaron los meses, los días se hicieron cada vez más fríos conforme el verano daba paso al otoño. Dejamos atrás las fiestas patrias de septiembre y pasamos en ascuas los aburridos días de octubre, secos y grises, hasta que al fin llegó la fecha señalada. La espera aún se alargó un poco mientras pasaban las horas de luz en el Día de Todos los Santos, luego, cuando el sol se ocultó, nos dimos cita en el lugar.

Esa noche entramos todos en la insólita calleja: Amparo, Juan, Emilio, Rosario, Jorge, Elena y yo. Todos participamos. Sometimos a una desconcertada Amparo y la empujamos a esa negrura insondable en el interior de la casa, luego atrancamos la puerta por fuera.

Y nos fuimos.

Abandonamos a toda prisa la calle mientras ella aporreaba la puerta desde dentro gritando y llorando. Nos fuimos pensando que alguno de nosotros regresaría más tarde y la liberaría.

Pero nadie regresó.

La desaparición de Amparo conmocionó a la comunidad por mucho tiempo. Sus padres quedaron devastados y nosotros, seis niños aterrados que apenas eran capaces de asimilar lo que habían hecho, no tuvimos el valor de confesar. En su lugar juramos regresar a la calle sin nombre el año siguiente, seguros de que ella seguiría en la casona, como si de momento se hallara en algún lugar más allá de nuestra comprensión y al llegar de nuevo la noche especial la encontraríamos tal cual en la situación que la dejamos, pero, sobre todo, sana y salva.

De nuevo la espera nos pareció una agonía eterna. Y lo peor es que fue en vano. La fecha señalada regresamos y destrancamos la puerta. La llamamos a gritos en la fría noche, pero Amparo no estaba allí, por más que buscamos, no hubo rastro de ella.

Fue la última vez que nos reunimos. El grupo se disolvió luego de esa noche. Meses más tarde nos enteramos que la madre de Amparo se había quitado la vida arrojándose a la Presa de la Olla.

Unos años después comenzaron las desapariciones que, en un principio, nadie sospechaba como tales porque la gente siempre se distancia, cambia de hogar, de localidad, y no siempre nos detenemos a pensar qué sucedió con aquel amigo de la infancia. El primero en esfumarse fue Juan, luego Emilio, y tras él, Rosario. Yo mismo me alejé un tiempo, cuando mamá murió, me fui a los Estados Unidos a buscar al viejo. Pero un lustro después regresé sin éxito. Fue entonces que Elena me contactó. Estaba aterrada, se había percatado de lo que sucedía. Había estado haciendo averiguaciones, juntando las piezas, y no había tardado en hacer la asociación: los miembros de la pandilla estaban desapareciendo cada dos años, según el orden en que habíamos entrado a la misteriosa calle en esa lejana noche en que desapareció Amparo. Hacía ya casi dos décadas de eso.

Por supuesto no quise creerle. No podía, a pesar de lo que habíamos vivido cuando niños, a pesar de que su llanto y sus ruegos me seguían persiguiendo desde entonces. ¿Cómo aceptar semejante historia? ¡Eran tan aterrador!

—Todos desaparecieron entre octubre y noviembre, Francisco —me dijo entre sollozos—. Seguramente el Día de Todos los Santos, al anochecer. Sólo quedamos tú y yo.

—Basta, Elena.

—¡Es ella, lo sé! ¡La oigo gritar la misma noche cada dos años! Se los ha llevado uno a uno y al final vendrá por nosotros, no importa si me crees o no, Francisco. Tampoco importa que nos vayamos de aquí, supe que Jorge se había ido a Canadá con una visa de trabajo y, aún estando allá, desapareció por las mismas fechas. Adónde vayamos ella nos encontrará…

La negación terminó cuando finalmente los encontré. Había conseguido un trabajo como guía en el Museo de las Momias, mi estadía en Estados Unidos me había permitido dominar el inglés. Ahí estaban. No puedo explicar cómo es que los reconocí después de tanto tiempo, pero ahí estaban. Los cuerpos desnudos y marchitos tras el cristal de la vitrina de exhibición: Emilio, Jorge, Rosario y Juan. Todos yacían allí, alineados uno junto a otro, con la piel seca sobre los huesos y los rostros deformados en un rictus de agonía.

Desesperado, busqué a Elena, pero se había marchado de Guanajuato. Igual no tuvo importancia. A mediados de aquel noviembre volví a verla, muy pálida y tiesa junto a Rosario; tenía el semblante retorcido en una mueca de horror. Había tenido razón con lo infructuoso de poner distancia.

Hace ya casi dos años de eso. De nuevo se acerca la fecha, pero no esperaré a que venga por mí. No hace falta que llegue esa noche para escuchar sus gritos, los oigo todas las noches en mis pesadillas.

La Beretta aguarda cargada en mi regazo, su peso es reconfortante. Sólo ruego encarecidamente, a quien lea este escrito, que cuando encuentren mi cuerpo lo incineren sin demora, antes de la noche del primero de noviembre. No quiero ser otro rostro petrificado en aquel museo.

5 comentarios

  1. Felicidades!! Un cuento aterrador, que pone los pelos de punta. Los terribles secretos de la infancia salen a la luz en la vida adulta y cobran su cuota.
    Me gustó mucho. Disfruté muchísimo tus tenebrosas letras.

  2. Muy bien cuento. No lo pude soltar.

  3. Magnífico, atrapa desde el principio.

  4. El tiempo siempre alcanza lo que hicimos. Like

  5. Una historia de terror ambientada entre momias y callejuelas del emblemático Guanajuato, escalofriante y a la vez encantador.

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