Diego tiene miedo a la oscuridad, pero no a la que habita en la noche, ni a la que se encuentra bajo las escaleras del sótano, o la que se esconde dentro del closet. Esa puede ser ahuyentada encendiendo una vela o accionando la linterna de mano, solo asusta a los más pequeños.
Diego tiene miedo de la oscuridad descrita en la biblia y otros documentos de la humanidad, aquel ser atemporal e inefable desafiante de eones que se alimenta de estrellas. Aquella primera habitante que solo los dioses podrían ahuyentar, persiste donde los humanos no comprenden, pero la advierten cuando sus almas mortales se apagan para ser devoradas por el olvido.
Diego tiene 17 años, ya no es un niño, aún le falta mucho para ser un hombre. Sus compañeros se ríen de él, de los libros viejos entre sus brazos, de los garabatos extraños de sus cuadernos, de los símbolos que él mismo pinta en su ropa y su cuerpo. Se mofan, creen que son mejores por ignorar su significado.
Diego, en cambio, se preocupa por encontrar una solución al insomnio, por proteger su alma y la de su madre. Se encierra por horas en su habitación para leer y salvarse de su destino. Esta vez ha encontrado algo en una venta de garaje.
—¿Cuánto por ese? —Señaló con la mirada.
—No lo había visto, llévatelo —dijo la nieta de la mujer que fue su dueña, arrugó la nariz con desprecio —tiene hongos.
Diego lo tomó, agradeció y corrió a su hogar. La mujer se sintió de pronto liberada, desapareció el peso que se cernió sobre de ella desde su nacimiento, a penas y lo advierte.
Diego toma un bocadillo, sube las escaleras, cierra la puerta de su habitación con seguro y coloca el tesoro sobre el escritorio de madera de pino. Acaricia las tapas, están hechas de una piel pálida, la portada tiene el dibujo de un ojo. Hay más símbolos, como los de su playera.
Diego abre el libro por el principio, huele a naftalina y a animal muerto, lee en orden. Lo escribió a mano un sujeto cuyo nombre contiene las iniciales HP, la última letra se ha borrado por el paso inexorable del tiempo. Pasa la página, la habitación se hace más pequeña. El corazón le da un vuelco y la respiración se acelera. El libro no tiene nombre, pero tiene una frase en latín.
—Magna lux comedentis (grandes devoradores de luz) —lo dice susurrando, la última letra vibra en su paladar, el aire huye de su boca.
El ruido de la calle se apaga, pasa la hoja.
Hay una frase escrita con tinta púrpura de un tono casi negro, resalta sobre el resto del texto.
A ti que inicias este viaje, solo hay un camino.
Diego pasa el índice sobre los bordes de cada trazo. Baja la mirada.
—Lux non fugit illum (la luz no escapa) —Diego pone énfasis en la primera palabra, la temperatura baja.
—Nihil fugit (nada escapa).
La luz desaparece, en la penumbra el ojo mira. Diego comprende la frase, demasiado tarde. La oscuridad le encuentra.
Adriana Letechipía nació en la Ciudad de México en 1984. Es Maestra en Ciencias en Biomedicina y Biotecnología Molecular del Instituto Politécnico Nacional.
Miembro de la ALCIFF, es la presidenta actual de la Tertulia de Ciencia Ficción de la Ciudad de México con quienes promueve el género a través de podcasts, cursos, charlas, reuniones.
Felicitaciones por tu cuento, Adriana!!! Para mí, la luz no será solo una, ni tampoco volverá a ser la misma!!!
Me encanta, Adriana. Qué buen relato breve.