Nigrum et Sanguinem Gallus

Jesus asked the man his name, and he answered,
Legion, for we are many. Mark 5:9
William Peter Blatty.

“Todo está listo, su excelencia”.
El hombre asiente, pensativo. Los dedos pulgar e índice, colocados entre el pómulo y la barbilla, dejan profundos surcos que van desapareciendo del rostro mientras abandona la Suburban negra.
“¿Es allá la casa, Esteban?”.
Un pasadizo estrecho se clava como los dientes de un lobo entre los muros de las viviendas aglutinadas en esa zona de la ciudad. Al final del túnel se dibujan brumosas unas escaleras que descienden hacia la completa oscuridad.
La llovizna cae, contenida, sobre la inamovilidad del pavimento.
“Sí, padre. La señora Juana lo espera allá abajo, en el último cuarto hasta el fondo. El sacristán señala la acera contraria, “Aquí enfrente está la accesoria donde vende pollo. Ahí sucedió todo”.
El hombre gira el cuerpo para ver el lugar que Esteban le indica. Antes de descender para entrevistarse con la mujer, decide inspeccionar el negocio. Levanta la cabeza hacia una farola ambarina que arroja flemas de luz sobre ese rincón de la calle, deposita el maletín de cuero sobre la banqueta y cruza trabajosamente hacia el otro extremo de la calzada; sus botines lustrosos se hunden en el fango hediondo del concreto.
Una cortinilla metálica obstruye casi por completo la entrada al establecimiento. El vicario se acuclilla, asoma un rostro curtido por los años hacia el interior. La luz de una veladora oscila sobre un plato de vidrio rebosante de cera seca magnificándose en las sombras de la pared. A la izquierda de la veladora, un charco de sangre recorre el suelo de aplanado gris, roza las patas de una mesa de madera. El sacerdote se inclina un poco más atisbando en la penumbra del local. Los ojos azules, acostumbrados a indagar en las tinieblas, revelan, además de la mesilla, una vitrina pequeña de cristales opacos, y debajo de ésta, la cubeta de plástico que se utiliza para depositar las entrañas de las aves.
El aire es puro hedor a vísceras y grasa. El religioso comienza a sufrir arcadas, pero intuye que la debilidad de su estómago nada tiene que ver con el aroma que emana de las piezas de pollo dispuestas para la venta en la superficie de la mesita de trabajo; una réplica abyecta de cadáveres reposando indiferentes en las planchas de la morgue. Está a punto de incorporarse cuando la centella roja ilustra la nebulosidad de la noche, refractándose en la única esquina de la pollería que permanece oculta por las tinieblas.
Una forma vaga anadea por el suelo y buscando su cobijo.
El cura escucha el chapoteo de la sangre. Un vapor pestilente se condensa en el cubo de inmundicias. El aire se hace más rancio, apesta a harapo de muerto, a malevolencia. Monseñor Batalla experimenta el escalofrío de la premonición. Sabe, a través de la plegaria que acude a sus viejos labios, que una manifestación atávica y nauseabunda, aguarda paciente su enfrentamiento, el desarrollo del ritual católico del exorcismo.
Los chispazos en el cielo sostienen la iridiscencia de formas ininteligibles en lo recóndito del negocio. Es como si el cielo otorgara al anciano un acceso preferencial para la representación de la locura. El firmamento vuelve a rugir. El aguacero torrencial que ha estado postergándose en las masas acuosas del cielo comienza a bañar a lengüetazos los cuerpos de los dos únicos hombres que habitan la calle.
La forma de unos pies pequeños aparece en el campo visual del cura con el siguiente relámpago. Monseñor Batalla somete su cuerpo a una tensión próxima al paroxismo. Se recuesta boca arriba para sortear el espacio entre la cortina y el piso. Quiere cerciorarse de que quien quiera que sea el dueño de esos pies siga con vida.
Detrás de la cubeta de intestinos surge un soplo vibrátil. El cura tiene miedo, pero continúa su avance para trasponer la entrada. Arrastra su espalda, tuerce el cuello prolongando su incomodidad. Ahí, los pies que vislumbró antes, rebelan también la inocencia de unos muslos pálidos decorados de coágulos, tajos profundos que culminan en un abdomen eviscerado.
Nunca antes Batalla había contemplado una profanación de la carne tan perfecta en su brutalidad. El rostro del niño cuelga en jirones de carne dibujándole una mueca de atrocidad. Los globos oculares están expuestos, sosteniéndose apenas de un delgado hilo de tejido putrefacto. La boca abierta es un nido de arañas que contiene las crías que sin duda provienen desde alguna madriguera instalada en el infierno. Batalla escucha una voz. “El cuerpo es nuestro, curita de cagada. La puta de su madre nos lo ha ofrecido ¡Vete antes de que empecemos a fornicarte el culo con la cruz de tu Dios!”
El aliento fétido de la criatura baña el rostro del hombre, emite una carcajada atonal que imposibilita el ejercicio de la oración. Monseñor Batalla intenta serpentear hacia el exterior, pero un espolón fibroso se le clava en la mano izquierda atravesando carne, arterias y fe. La luna exhibe un cráter de pus luminosa que inunda de luz la totalidad de la pollería. Encima del sacerdote, un enorme gallo negro de pelea lo mira con odio recalcitrante. La cresta le convulsiona, su plumaje laxo brilla con el flujo del plasma. El pecho comienza a henchirse y el hombre tirado en el suelo tiene tiempo de recitar un padrenuestro completo antes de emitir un alarido espeluznante.
Esteban nota que los pies del vicario se sacuden con la danza de la convulsión.
“¡Padre!”, grita corriendo hacia donde el cuerpo senil libra la última batalla de su prolongada vida. A pocos metros de alcanzarlo, el sacristán percibe un cacareo demoníaco, animal y semi humano en mismas proporciones; una voz sin tiempo que fragmenta su mente hundiéndolo en el terror.
Está a mitad de la calle, pero detiene el avance al ver que Monseñor Batalla ya no se mueve. Piensa en darse la media vuelta, en gritar pidiendo ayuda, en llamar a la diócesis. Pero ya no le da tiempo de tomar una decisión. No escucha el sonido del claxon ni mira el vehículo pesado que lo lanza varios metros hacia el vacío.
Abajo, al final del callejón, en última vivienda que no alcanzaron a visitar, el cuerpo de la señora Juana se contorsiona y levita en una cama que se mueve sin tocar el suelo.
Las pupilas de la mujer están reventadas y exhiben unas cuencas vacías. El rostro inexpresivo esboza muchas sonrisas hasta ahora desconocidas.
La Legión de Satanás digiere el tributo en el intestino de un gallo negro y sangrante.

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