Los alemanes iban de gris y tú ibas vestida de azul.
Rick Blaine
Estoy muerto. Así que cierro los ojos y sueño, para matar el tiempo. Pienso que no hay nada más desagradable que llegar al cadalso y enfrentarse a un pelotón de fusilamiento cuyos fusiles arrojan flores. Luego todos ríen por el malentendido y se marchan, mientras bailan al ritmo de un blues cualquiera. Esto último tal vez lo soñé. He cerrado los ojos por un par de segundos y el alma me ha abandonado el cuerpo. El agua de la bañera siguió corriendo hasta que llegó a mi cabeza y se metió por mis oídos. Fue el estruendo de la cascada lo que me despertó. El agua removió algunos recuerdos y mientras el sueño se evaporaba la recordé a ella.
Ella sería mi muerte.
Siempre lo supe. Desde la primera vez que la besé. La primera vez que toqué su humedad. La primera vez que la vi salir de la ducha, desnuda, con el pelo mojado y suelto que dejaba brillar al sol que se colaba por el ventanal. El modo que tenía de acercarse a mí como si supiera que no podía reaccionar ante la embestida de una diosa. Era Atenea. Era Teseo y yo era el minotauro, congelado ante el inminente tajo que cortaría mi cabeza. Su mano delgada que se movía como una serpiente por mis piernas, y luego sus dedos que se colaban por la moda adolescente de los pantalones rasgados a la altura del muslo. El primer toque sobre la piel y un ligero estremecimiento que me recorría de pies a cabeza. Un títere de carne y hueso que pedía más. Por eso supe que el doctor estaba equivocado.
“Defecto congénito en el corazón”.
Mentiras. Ninguna célula defectuosa me arrancaría la vida. Ningún tubérculo. Ninguna nave pirata a través de mis venas lanzando cañonazos hacia alguna arteria coronaria. No había mejor ejercicio que recorrer su piel y hacer puerto en cada uno de sus lunares. Lanzarme en paracaídas desde su monte de Venus y caer, sin abrirlo, en las aguas del río salvaje que me esperaba entre sus piernas. No era más que un pequeño astronauta que orbitaba sus zonas erógenas como si fueran planetas para conquistar y tierras fértiles donde izar mi bandera. Era el capitán Nemo a la búsqueda del Nautilus, anclado en las orillas de su punto G; Alí Babá sin los cuarenta ladrones, atesorando los gemidos tras la puerta a la que no necesitaba rogarle: Ábrete…
Bajo la mirada de aquella mujer, en el límite del orgasmo número trescientos, el corazón quiso detenerse. No pudo. Una fuerza mayor seguía bombeando sangre que se me escapaba por la nariz hasta llenarle a ella el ombligo. Allí, en la alberca prodigiosa, fui la condesa Báthory y me bañé para salvar mi juventud. Ella temblaba de miedo mientras yo le aseguraba que nada pasaba. La taquicardia arreciaba como tormenta en el Pacífico y se volvió Katrina, en pleno coqueteo con Nueva Orleans hasta arrancarme de tajo del suelo, como árbol milenario que vuela por los aires y se detiene frente a una gran muralla blanca titulada: URGENCIAS.
En los pasillos hay duendes vestidos de blanco.
Caminan levantando los talones para darse ínfulas de duendes expertos. No lo son. Sus grandes orejas asoman a través del cabello, sus colas los hacen ver como lagartos enfundados en batas tristes. Tres de ellos me rodean y me explican asuntos sin importancia. Quieren, a grandes rasgos, decirme cómo voy a morir.
No les entiendo.
El corazón se ha detenido y grandes máquinas me atan a la vida. Producción en serie de gritos en el pasillo. Soy un robot que vino del futuro para contarles de mi propia muerte; soy el gran rey Leónidas defendiendo las Termópilas con su último aliento; soy un hombre lobo aullando por la luna llena.
Ahora algunos pitidos infames anuncian el final. Escucho todo. Los médicos hacen bromas de su fin de semana jugando golf. Las enfermeras se preguntan por su hora de comida y ella, la chica que tantas veces me ha hecho el amor, pregunta si ya no hay nada qué hacer.
Sospecho que alguien le ha dicho que no, porque llora. Puedo verla a través de una cortina. Ahí está, con el pelo suelto, con las ganas a flor de piel.
Pienso en sus lágrimas y me quiero morir. Idiota. Pienso en su cadera y me erotizo. Soy el cadáver de Calígula, rezándole a sus dioses por una última erección; ruego al cielo porque venga el diablo y pueda venderle mi alma por un beso más del amor de mis días; busco con la mirada a alguna parca perdida en los pasillos, que se venda al mejor postor. Quiero vivir.
Pero estoy muerto. Alzo la vista y miro la gran reja dorada. Parvadas de ángeles llenan el cielo. Escucho música arrancada magistralmente de alguna arpa. Es todo lo que podría no haber deseado. Quiero medir el salto de aquí a la Tierra para lanzarme. ¿Qué más puede pasar? Frente a mí, un viejo que carga cientos, miles de llaves, me mira y revisa entre su lista de recién llegados. Cierro los ojos y me imagino frente a un colorido pelotón de fusilamiento. Todos mis enemigos, alineados y sonrientes, listos para cumplir las órdenes de un general chaparrón. Preparan, apuntan y fuego. Abro los ojos y están todos muertos. Los han matado las flores. Creo que San Pedro, el que cuida la gran puerta, no entiende muy bien por qué demonios sonrío, y me abre las puertas a la gloria al tiempo que un cirujano repara una diminuta arteria en mi pecho y todo (hasta los barcos piratas) vuelve a fluir a través de mis venas.
Así que caigo. El barbudo dice adiós. En el camino atropello a un par de ángeles que me miran con caras de pocos amigos. A este mundo vine a morirme de amor. Se lo digo a ella mientras recorro con mi dedo índice algunos lunares de su espalda. Le canto una canción cursi. Soy Napoleón, le digo a Josefina; soy Marco Antonio, le aseguro a Cleopatra; soy Rick Blaine que mira a Ilsa Laszlo partir para siempre.
Escucho al médico hablarme. Le pregunto por ella y no sabe darme respuesta. Usted vino solo, me dice. Bebió demasiado. El corazón no pudo más. Jerigonza técnica de los duendes. Tal vez es la anestesia. Tal vez es la locura de los años que removió algunos recuerdos y mientras el sueño se evaporaba la recordé a ella. El día que se fue. Las llamadas y todas las fotografías donde nos evaporamos poco a poco.
Ella sería mi muerte.
Siempre lo supe. Desde la primera vez que la besé. Desde la primera vez que hicimos el amor hasta la última. Antes de que los duendes me atraparan y me encerraran en este cuarto con las paredes acolchonadas; donde hay pastillas de colores para el desayuno, donde los pelotones de fusilamiento lanzan flores, donde duele tanto el corazón.
Egresado del Diplomado en Creación Literaria de la Escuela de Escritores “Ricardo Garibay” del estado de Morelos. Fundador y director de la editorial independiente Lengua de Diablo, de Abismo, Festival de Literatura Fantástica y de Naves y Monstruos, Encuentro de Extraña Imaginación. Ha obtenido el Premio Nacional de Cuento Juan José Arreola en 2012, mención de Honor en el Premio Bellas Artes de Cuento Hispanoamericano Nellie Campobello en 2018, ganador del Premio Bellas Artes de cuento infantil y juvenil “Juan de la Cabada” en 2019 y del Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción en 2020.