Miércoles de ceniza

Veo la pantalla. El rostro de odio de las ancianas encabezadas por mamá, me pone los pelos de punta.
La muchachita sentada en la cama de la habitación acaricia su muñeca, mientras pequeños cuadros le censuran la cara.
También está él, lleva las mismas gafas diminutas. El padre Federico da sus declaraciones, niega conocer a la niña o haber tenido relaciones sexuales con ella, la acusa de difamación e insiste en la inocencia de su persona. El grupo de rezanderas lo respalda, ahí está mamá, con su cara de indignación, fingiendo que es inocente; que mi hijo y yo nunca existimos. Grita y pide justicia frente a la casa de la pobre niña.
El rancho de Zinc es custodiado por dos policías que se persignan al escuchar los rezos de las mujeres…
Cuando le conté a mamá la verdad sobre mi embarazo, los ojos se le llenaron de rabia y gritó iracunda: “Como se atreve a decir eso del padre Federico, él es un santo”. Escuché los reproches y los insultos, vi en sus ojos temor; papá nos mataría a palo, a mí por zorra y a ella por mala madre.
El párroco me exigió que no le dijera a nadie, era el sacrificio que Dios pedía. No quería revelarle a mamá el secreto, se lo había prometido a Dios y él era todo lo que me quedaba. Deseaba que el espíritu santo llegara a casa y nos salvara de las garras de papá, de sus golpes y miradas sucias.
Estaba dispuesta a dar todo de mí para lograrlo.
…La cámara enfoca a la niña, apenas puede moverse. Las preguntas le llueven y no sabe cómo responder. Una prominente barriga la acompaña. Su madre sentada con la camándula en la mano no para de rezar.
La niña dice esas palabras que pensé que no volvería a escuchar jamás.
—Este es un regalo de Dios. Se frota la barriga con suavidad.
—El Mesías va a librar al mundo del mal. El creador se lo dijo al padre Federico.
Una piedra rompe el vidrio de la ventana, la cámara deja de grabar. El sacerdote y su horda de enardecidas ancianas se tomaron la justicia por mano propia.
Al día siguiente algunos noticieros hicieron su propaganda amarillista: “El miércoles de ceniza comienza con la muerte del anticristo”. Así apodaron al hijo de Juliana, quien fue asesinado junto a su madre y abuela. Los acusaron de herejía y quemaron la casa con ellas adentro.
La noticia terminó convertida en otro disturbio cualquiera de los barrios marginales. “Mujer y sus hijos mueren en incendio” “Tragedia familiar” “Intolerancia ciudadana” “Trágico accidente deja tres víctimas.”
Me adentro por callejones, permito que el dolor invada hasta el último rincón y me arrebate la cordura.
Llego a la casa de Chucky, fuimos novios años atrás, cuando vivíamos en las calles. Pienso que es el indicado, no tengo que contarle nada, me dará lo que sea sin preguntar. Está sentado en la calle con un Marlboro en la boca. Los ojos se le iluminan con mi presencia, no visitaba el barrio desde que decidí abandonar el semáforo, empecé a trabajar e hice una nueva vida.
La última vez que vi a Chuky fue hace cinco años. Está flaco, el bazuco se roba la vitalidad de sus huéspedes.
Le pido una pistola cargada, no le digo para qué y él no pregunta.
Se mete al cambuche y tras unos minutos me entrega un talego negro. Bate la mano con nostalgia, en una última despedida.
Camino veinte cuadras de subida hasta mi casa, le doy de comer al gato, me despido de las plantas y les prometo volver pronto. Guardo la pistola y salgo. Estoy dispuesta a hacer lo que nadie más hará.
La misa ha terminado, el padre Federico está con su séquito: el Jesús pederasta y sus doce discípulos sanguinarios. Camino entre los santos, como no lo hacía desde los doce años. Cargo el primer cartucho y sin mediar palabra empiezo a disparar.
En medio de gritos que hacen eco, caen una por una las ancianas; esas que años atrás, en ese mismo lugar, sacaron a la fuerza de mis entrañas al hijo del pecado.
Las estatuas de yeso miran indiferentes.
El padre Federico corre frenético y entra a la casa parroquial. No me preocupo, conozco cómo llegar hasta él sin que lo sospeche; recorrí esos pasillos a hurtadillas, cuando él así me lo exigía.
Las ancianas ruegan por piedad y gritan el nombre de Dios; yo sigo disparando sobre sus cruces de ceniza sin distinguir parentesco.
Al fin descargo mi rencor contra ellas.
Me escabullo entre pasadizos y llego a la pequeña sala. Allí está Federico, acurrucado en una esquina, con los ojos vidriosos, mirándome con terror. Trata de articular palabra, no le doy tiempo a excusas y pongo una bala directo en su frente.
Me siento en la mesa de mármol del púlpito y espero la justicia de los hombres, seguro llegará sin tardanzas. Las sirenas suenan frente a la iglesia, los hombres de verde corren y se apiñan del otro lado de la puerta. Camino con las manos estiradas simulando una cruz. Dejo caer la cabeza y me convierto en redentora de las oprimidas.

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