Maridajes

Cada noche merece su copa:
es cultura y paciencia,
protocolo y rito líquido,
la forma de expresar:
“aún sigo aquí.”

Para acompañar la charla, cerveza:
oscura, cuando el alma está espesa;
clara, si la tarde se aligera;
aventurarse con la artesanal,
o una Stout, de sabor antiguo y fiel,
tan tradicional como el brindis mismo.

Para disfrutar de la nostalgia:
un Malbec argentino que invoque los inviernos del recuerdo,
un Ribera del Duero que hable de amores añejos,
un Cabernet chileno que recuerda las promesas incumplidas,
o un Chardonnay con sabor a besos que no se lograron.
A veces, un Pinot Noir para los arrepentimientos suaves,
o un Oporto que se bebe despacio, como quien reza.

La memoria, al fin, se decanta con paciencia,
en copa de cristal o en boca del pecado;
con vinos de tierras bañadas por el cielo,
que resistieron climas severos
y tocadas por el pacto del tiempo:
detonando alma y pasión,
dejando sabores inexplicables.
y misterios abiertos al suspiro de barricas
de noble roble, castaño, cerezo, acacia o pino.

Aperol o Margarita, para las risas ligeras;
un Negroni, cuando se impone el deseo;
un Martini sucio, para los amantes sin juicio;
y un Old Fashioned, para las despedidas elegantes.
También un Daiquiri para la inocencia atrevida,
un Mojito para los reencuentros en la terraza,
o un French 75, para quienes beben con elegancia y esperanza.

Y cuando el corazón se reconoce cansado,
una copa de Vega Sicilia lo consuela y lo comprende.
Que no falte el brie tibio,
un manchego, un curado de oveja y trufa,
ni el jamón ibérico de siempre;
los frutos rojos que gotean sobre la lengua,
las semillas que crujen como secretos entre dientes,
ni el chocolate —oscuro o blanco—
que se derrite en la piel,
promesa lenta y dulce
que sólo entienden los labios del recuerdo.

Cada trago tiene su excusa,
su herida y su salvación.
Y para todo mal: mezcal.
Para todo bien: también.
Ese Jabalí que arde en la garganta,
fuego y humo que se besan;
o un tequila,
que no espera el momento perfecto —lo crea—,
mordiendo con ternura,
dejando cítricos y revelaciones en el alma.

Para la inspiración, ron;
aunque también un buen brandy español,
un coñac caliente en noches que no duermen,
o un whiskey irlandés que huele a confesión.
Y si sólo importa el efecto,
un vodka directo, sin promesa,
o la ginebra, esa esencia que parece perfume
y permanece en la piel.

Después, el ritual del cierre:
un Amaretto, una Crema de whiskey,
Sambuca o Carajillo
que huele a piel dormida,
lentos, profundos, densos,
como los pensamientos de la madrugada.

Y entonces brindo —por los manjares ocultos—,
por los cuerpos que llegan y se van,
por las bocas que inspiran,
por los silencios que embriagan.
Por esta vida servida sin medida,
en labios que tiemblan
y corazones que aman;
por la madrugada que no perdona,
pero siempre invita a otro trago.
Por el gusto,
por el placer
y por la vergüenza.
¡Salud!

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