Mariana y otros poemas

MARIANA

Mientras nos desnudábamos en ese hotel de Cuautla,

al señor de los jugos le desprendían cristales de su infancia.

¿Cuánto duró la tarde, sus aromas de cebo y carne frita

en las banquetas húmedas,

la calle en el bostezo tocada por el moho?

El señor de los jugos no tuvo un nombre.

Era el Costeño, su cachucha de beisbol y las playeras

con estampados donde agitaba sus palmas el verano.

(Tú comprendías el mar. Yo lo escuché por ti

rompiendo en las cortinas: Corralero, dijiste,

como si en aquel pueblo de Oaxaca

aún existiera una heredad para sembrarnos).

Un domingo, José, entramos a ese hotel barato

después de recorrer las cuadras encharcadas con sus puestos

de tacos y de ropa, sus bares junto al tedio,

el ruido de la música en la esquina en que otro beso nos dobló.

Levantaron al señor de los jugos

mientras dabas un trago a tu cerveza,

a él, que siempre estuvo erguido detrás del changarro.

Fue la noche, el pavimento

rodeando la bahía de sus costumbres.

Un gorrión canta en la memoria por los límites,

en los resquicios de quien vio y se callaba.

Los brazos divididos, las piernas desde el muslo.

Tú y yo nos tendimos en las sábanas y fumamos

con el botón del sueño

que llegaba en el letrero parpadeante de la noche.

De madrugada me abrazaste,

como un niño que busca refugio cuando ha llovido mucho

y el agua empieza a meterse por debajo de su espanto.

Lejos de ahí, los restos del señor de los jugos

eran lanzados en distintos puntos de la ciudad:

una advertencia para otros como él.

Tú y yo estábamos en esa lista desde entonces

y no quisimos aceptarlo.

JOSÉ

Nos quisimos, Mariana,

con la derrota hincada en los omóplatos.

No hubo destello

en nuestros corazones,

pero sí un gusanar

de azoteas y pájaros en ruinas. 

Alguna vez fuimos nuevos y amamos,

es posible,

lo poco que ascendía

del amor en la herida.

Hemos caído

y tus fragmentos en la calle

arrastran una carta para el hijo

que se extravió en el lodo.

Voy a decirlo, antes que el hueco

de mis años de mar colme tus brazos:

no hay fiebre en mi costado por las veces

que desuní la vida de sus calcios,

por el ruego en la sangre,

por el cuchillo hundiéndose

en la respiración.

Si he de pagar que llegue con su filo

la potestad del justo,

que desprendan mis dedos y mi lengua,

que me borren los ojos y mutilen

la carne repetida en sus adentros.

Yo sé que te he querido y me has querido

y con eso me basta

para entrar en la noche.

De Pan de la noche (UAZ, 2019)

Once hombres de pie en un claro del bosque

con la luz que desciende entre las ramas.

En sus manos el cuerno

que abría muros de sangre,

que desgranaba el calcio de las rocas.

Visten de militar, encapuchados.

Uno más, con un hacha,

me hace volver al tiempo en que partía

la leña para el pan, en casa de mi madre.

(El hacha corta el tronco y nos deja el retoño

que arderá en los adentros de la harina.)

Desentona en el cuadro, pero hay otro

cuya sombra no explica el mediodía:

desnudo y de rodillas, con las manos atadas,

mira el suelo que expande sus raíces

más allá de la hormiga.

(Lo que brilla en sus ojos nunca podrán decirlo estas palabras.)

Luego vienen rumores de hojarasca,

sus grillos apuntando al desconsuelo

de un minuto que viaja interminable:

Nombre:

Puso dios compasión en las veredas de los perros que no hallaron resguardo entre la lluvia.

De dónde eres:

Un sitio en esta carne que ha de romper el hambre que olvidamos.

Función:

Volver tarde al comienzo de los viernes y encontrarme contigo, mi hermano de silencio.

A qué grupo perteneces:

Los pájaros que escuchas tienen también un nido aunque sus alas desconozcan el vuelo.

Hay un hacha que asciende.

Hay un hacha que baja por las crines del aire y parte la madera.

Una cabeza rueda por la hierba mientras la luz avanza entre los árboles del bosque.

1 comentario

  1. Hermosos poemas. Tan crudos como siempre.

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