Marca eterna

Lo busco en todas partes y anhelo sentir su abrazo. Su ausencia es un abismo que crece con cada respiración, un vacío que nunca imaginé que llegaría a conocer. La casa, fría y vacía, resuena con los ecos de su risa, pero esos ecos son traicioneros, se disuelven en el aire como humo, dejándome con nada más que el silencio. A veces, creo oír sus pasos, el crujido de sus botas contra la madera vieja del piso. Pero no está. Él nunca estará.

Cada rincón de este lugar guarda recuerdos de él, como fantasmas que me atormentan. La silla en la que solía sentarse, el libro que dejó a medio leer… todo me recuerda a él, y cada objeto es como una puñalada más profunda en mi carne. Sin embargo, lo peor es el espejo; porque, en mi rostro, en mis ojos, puedo verlo. Él está ahí, aunque ya no respire, aunque su corazón haya dejado de latir hace semanas. Soy idéntica a él.

Llevo la marca de su amor en mi cuerpo como un tatuaje que él llevó en su pecho. Un símbolo antiguo, casi primitivo, que había estado en nuestra familia por generaciones. Él me decía que era un recordatorio de quienes éramos, de la sangre que corría por nuestras venas. El mismo tatuaje lo hace inmortal en mi ser. Lo veía cada vez que se quitaba la camisa para trabajar bajo el sol. Era parte de él, una extensión de su piel, algo que nunca podría desaparecer.

Yo también quería tener esa marca en mí, pero mi piel es delicada y no reacciona bien a la tinta. De alguna forma tenía que obligarme a tolerar el dolor y recibir su marca en mi carne. Aunque nunca pensé que el día en que su cuerpo se volviera frío y rígido llegaría tan rápido, pero el destino siempre es cruel con los que amamos.

Su muerte fue rápida, o eso me dijeron. Un ataque, algo repentino, que no le dio tiempo de sufrir. Pero yo sufrí. El dolor no fue instantáneo, sino un veneno que se filtraba lentamente en mi alma, hasta envenenar cada pensamiento. Durante días, no podía pensar en otra cosa más que en la injusticia de todo. ¿Por qué él? ¿Por qué ahora? ¿Cómo puede el mundo seguir girando mientras el mío se desmorona? Pero luego lo entendí. No tenía que dejarlo ir, no realmente. Tampoco tendría que tatuarme.

Por eso lo desollé cuando murió y cosí el tatuaje a mi cuerpo, para llevarlo conmigo siempre. No fue difícil, aunque mis manos temblaban y el cuchillo parecía demasiado pequeño para una tarea tan monumental. Cuando la hoja cortó su piel, fue como si todo el dolor desapareciera, reemplazado por una serenidad fría y calculada. Me aseguré de hacerlo con cuidado, de no dañar lo que más me importaba: su tatuaje. Esa marca que había definido nuestra relación, su legado, su esencia.

Ahora, cuando me miro al espejo, lo veo. La piel curtida y oscura, con el tatuaje perfectamente colocado en mi pecho, justo donde él lo llevaba. Lo cosí con hilo fino, asegurándome de que no se deshiciera, de que se fusionara con mi carne como si siempre hubiera sido parte de mí. Y en cierto modo, siempre lo fue.

Él está conmigo, ahora y para siempre. Puedo sentirlo, no solo en mi mente, sino en mi cuerpo. Cada vez que mi corazón late, siento que el suyo vuelve a latir y su sangre corre por mis venas. Cada vez que respiro, es como si él respirara conmigo.

Ya no lo busco en los rincones oscuros de la casa, ni en las sombras de la noche; porque ahora, él, mi padre, está aquí, en mí. Y nunca volverá a dejarme.

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