Maletas

Llegó al hotel LA, ese que te platicó emocionada que quería visitar por los azulejos turquesa de la entrada, en donde podía verse reflejada cuando cruzaba la puerta, sin importarle que estuviera en el centro de la ciudad Infierno, encajado en un gordo edificio que lo escondía detrás de puestos de productos asiáticos y revendedores textiles. Rodeó el muro de cerámicas para llegar al mostrador y te dijo que le ofrecieron una habitación, en el segundo piso, que rechazó: prefería una en la planta baja. Te contó cómo le insistieron en que esos cuartos estaban deshabilitados por la humedad, pero persistió, alegando que no ocupaba muchas comodidades yendo ella sola, hasta que aceptaron.

La guiaron hasta una de las puertas y cuando el recepcionista se fue, pudo encerrarse dentro del dormitorio, para recostar la maleta en el suelo, abrir el cierre y sacarte cuidadosamente de la bolsa. Te cargó con dificultad, como siempre, y te sentó al filo de la cama para después vaciar su morral viajero sobre el tocador comido por la termita:

—Dicen que es un hotel de “masajes” —empezó a decir, luego de la introducción de algunos minutos sobre la increíble, austera fachada del hotel—. ¿Te imaginas? Bueno fuera —agregó, seguido de una risa burlona que se fue apagando junto con las luces del cuarto. Todo ese rato, tú sólo la seguías con la mirada, escuchando cómo su voz crocante te ensanchaba mientras predicaba todo lo que harían en aquel viaje.

Coronó el ceremonioso evento de llegada desempacando el tenedor y cuchara que siempre cargaba por si acaso, para después tumbarte sobre el polvoso colchón. Tu vista quedó directamente bajó la mancha amarilla percudida del techo, pero a ella no le importó tu incomodidad; se quitó las calcetas y se recostó al lado tuyo, todavía con las mezclillas puestas, para rodearte con sus extremidades, en un abrazo duro que empañó el aroma a cartón mojado de las paredes con el olor a coco y piña de su bloqueador.

Por la noche, sentiste cómo los ratones te rodeaban y cómo sus orines humedecían las sábanas; ella no despertó ni siquiera cuando notaste una sombra oscura y pequeña que le corría por el cuello, pero tú no dormiste de solo pensar en cómo posaba su brazo sobre ti, descuidadamente, pero con fuerza, como si tuviera miedo de que la mataras mientras dormía, o, lo que seguro sería peor, huyeras buscando con quien rebelarte, contándole todo eso que ella temía que contaras. Pero no lo harías. Era obvio que no lo harías.

Cuando despertó, era casi medio día: lo sabías por la cantidad de horas que le diste vueltas a la idea de que las ratas le mordieran el brazo hasta arrancárselo. Se levantó sentándose al borde la cama, de espaldas a ti, nadando boca arriba en sus pensamientos unos minutos; tú sabías que seguramente lloraba; a veces eso hacía: llorar en silencio, para ella misma, hasta que las ganas le volvían al cuerpo, se restregaba la cara y se ponía de pie. Parada, caminó a tu lado y te sentó para recargarte en la pared mientras se ponía los zapatos; no cambió su ropa, no se peinó ni se miró al espejo.

Una vez con el calzado puesto, caminó hasta la puerta y salió al pasillo, cerrándola tras de sí. Sabías que no se iba a ir, porque no podría dejarte ahí nomas, sin ninguna repercusión en su conciencia débil, pero, también, porque era una rutina que repetían algunas veces. Cuando volvió a entrar al cuarto, con la sonrisa que le rebosaba los cachetes y le ponía roja la cara, se dirigió a ti, haciéndote sentir el calor del pánico.

—¡No hay nadie! —exclamó en un grito soplado mientras se te acercaba—. Han de andar comiendo; vámonos en lo que tenemos chance—.

Cuando te alcanzó, comenzó con el acostumbrado acto de salir a pasear, pero fuera de la maleta.

Te acomodó sobre sus hombros hasta donde pudo, pero parte de ti aún le quedaba arrastrando por el piso que, en algún momento, debió estar pegajoso; tenía tanto tiempo sin ser limpiado, que el polvo y la tierra se le pegaron hasta dejarlo rasposo. Jadeando y a paso lento, sin siquiera poder estirar las rodillas por completo, te cargó hasta la recepción vacía y luego te sacó del hotel, dejándote ver por primera vez la sensacional entrada que tanto le gustaba.

Quizá hubieras preferido que se subieran a un taxi, aunque eso implicara salir dentro de la maleta. En vez de eso, rodearon el centro de la ciudad, buscando las calles menos llenas en un lugar donde la gente se junta nomás por el goce de sentirse parte de la urbe. Ella, agotada a ratos, te recargaba en terrosos muros descarapelados, para después detenerte con su propio peso, dejándote emparedado entre la agonía y el abandono. Para cuando llegaron al parque, el sol derretía el cemento de las banquetas; pensaste que te evaporarías para convertirte en nube, esas que parecían no existir en ese rincón del mundo pero que, seguramente, los niños siempre ponían en sus dibujos.

Te arrastró con lo último de sus fuerzas hasta la sombra del eucalipto que vio más cerca, y ahí te soltó sin mucho cuidado sobre el césped áspero y seco, seguido de dejarse caer a tu lado. Esta vez no se adhirió a ti como garrapata; supusiste que el pegajoso calor mantenía su mente concentrada en intentar unir las partes que fue dejando en el camino, y no podía pensar en otra cosa que no fuera intentar tomar de ese aire espeso. Por un momento, sentiste cómo te dormías: podías notar como las hormigas te caminaban por encima, cubriéndote con la manta de la naturaleza de donde habías nacido; la hierba ya no era tan incomoda después de que se amoldaba a ti y pudiste imaginar, sólo por ese segundo, que nada más tú habitabas todo.

Entonces, escuchaste al paletero. Se acercó a ella ofreciéndole algo para quitarse el calor que se le notaba a la vista:

—¿No quiere una paleta, werita? Seguramente con algo bien helado se refresca…

—No… oiga, ahorita no— podías escuchar, aun sin verla, su nerviosismo. A ti no te preocupó ni te perturbó la voz del hombre, pues, a fin de cuentas, la que sentía vergüenza de ti era ella. Tú seguiste viendo cómo el aire caliente mecía las ramas del árbol, acunando al cielo.

—Ándele, mushasha, con una de limón hasta frío le va a dar—. Soltó una risa que se quedó en solitario, pero siguió sin irse, esperando la respuesta afirmativa que estaba seguro le iban a dar, y así fue.

—Está bien, deme un boli de chamoy—. Su voz sonó encogida, pero buscó en su bolso la cartera y el hombre le pasó el tubo de hielo envuelto en una servilleta de papel.

—Uta, ese le va a gustar un shorro, wera. Cualquier cosa, aquí andamos dando la vuelta.

Se fue; sentada en la tierra, de donde nunca se movió, ella comenzó a comerse el helado. La viste de reojo y notaste que lloraba en silencio por segunda vez en el día. Tanto tiempo con aquella mujer te enseñó que no le gustaba sentir la inquisitiva obligación de decir que sí, ni el tajante desprecio por decir que no. Ella cedía a las circunstancias, y por eso estabas tú ahí; por eso y por otros tantos motivos.

Aunque no hubieras querido, su incomodidad se te comenzó a subir junto con los insectos: notaste su falta de aire y viste cómo el jugo del hielo se le atoraba en la garganta cerrada; sentiste sus ganas de esconderse en un hueco y no salir hasta que el mundo fuera otro diferente; sentiste su desesperación y su necesidad… y entonces terminó su boli.

Se puso de pie y decidió que era momento de que volvieran al hotel. El camino de regreso pudo haber sido más tortuoso si no fuera porque esta vez sus quejidos fueron casi nulos: parecía resignada a pagar sus penitencias con aquel viaje acongojado. Entrar fue más fácil que salir, a pesar de que en el mostrador ya estaban dos jóvenes, el recepcionista y otro muchacho, hablando a los gritos sobre cosas a las que no les prestaste atención. Aun así, ella pasó por enfrente de ambos, contigo a los hombros, despreocupada de que te vieran.

Caminó hasta el cuarto y una vez adentro, se recostó sobre la cama olorosa mientras te abrazaba. Quedaste encima de ella, aplastándole todo el cuerpo como antes lo habías hecho con sus hombros, y comenzó a apretarte y apretarte y apretarte… por su mente comenzaron a flamear todas las cosas que alguna vez la hicieron llorar, pero también todas las cosas que la hicieron reír; ondearon todas esas veces que estuvo feliz, pero también cada vez que sintió que era la última vez que estaba triste… tú te fuiste inflando, llenándote con su desesperaciones hasta desbordarte a su alrededor, envolviéndola toda. Hinchada como estabas, repleta con sus miedos, sus vacilaciones, sus agobios y todo lo que la atormentaba, la ahogaste y, hasta entonces, te diste cuenta que ya no cabías en la valija donde llegaste y te preocupó qué harías en un mundo como ese, sin saber que en el cuarto de arriba había otra como tú, igual que en el de al lado de ese, y en el de al lado de al lado de ese, todas esperando caber en su maleta.

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