Love is blue

Para doña Lila, con cariño

Justo cuando montaba en el pesero, reconocí la canción que tocaba la radio. Me metí agachada, tratando de no tropezar con los bultos de los otros pasajeros y me fui a sentar al fondo. Mientras sacaba mis monedas para pagar cuando estuviera cerca de mi destino, seguí escuchando la melodía, favorita de mi madre: El amor es triste. ¿cómo es posible que esas notas me transportaran a gran velocidad hasta años atrás, cuando yo era una niña y vivíamos en Tlapacoyan, Veracruz?

            Mi mamá nació en Atempan, cerquita de Teziutlán, Puebla, pero cuando conoció a mi papá se fueron a vivir a Veracruz. Mi papá nació en Cuauzapotitla, una ranchería cercana a Tlapacoyan, era comerciante y como buen emprendedor, siempre estaba iniciando nuevos negocios. Mi padre conoció a mi mamá en el hospital regional de Teziutlán, donde ella era enfermera pediátrica. Primero vivieron en Martinez de la Torre y luego se mudaron a Tlapacoyan. La casa a la que nos fuimos a vivir, se la prestó un buen amigo. Vivíamos en una zona periférica de Tlapacoyan, cerca del panteón. Recuerdo que era un gran lote, con dos galeras altas y frescas, rodeados de una gran huerta de café y plátanos.

            En uno de esas galeras vivía yo con mis padres y mis tres hermanos hombres. Yo era la más pequeña y única hija, de seis años. La casa era sencilla y estaba rodeada de un porche muy amplio en donde pasábamos la mayor parte del tiempo, en hamacas, silla y mecedoras. En la otra galera la familia atendía una botanera. Mamá siempre fue buena para la cocina y preparaba deliciosos antojitos, pescados y otros guisos para acompañar las cervezas. Mi papá también cocinaba. Recuerdo a mamá preparando los alimentos para la botanera o haciendo la limpieza y escuchando su pequeño radio de baterías. Eso la animaba y le daba alegría para trabajar. Ella buscaba en las estaciones El amor es triste, la canción en versión instrumental popularizada por Paul Muriat.

            Mi mamá, mejor conocida por doña Lila, tenía un don de gentes, pues a todo mundo caía bien, no era muy amiguera, pero sí muy querida por la gente. En casa no había lujos, pero teníamos televisión, que no era muy común en esos años. Todos los días teníamos invitados sentados en sillas y aun en el suelo para ver las luchas, el box y los programas de Capulina. Mi papá era un hombre elegante, siempre bien vestido con pantalones y guayaberas bien planchados. Él tenía mucha labia y era amable con todos, pero especialmente era un zalamero con las mujeres jóvenes.

De Tlapacoyan tengo muchos recuerdos, pero principalmente de la Parroquia de la Asunción de María Santísima, toda blanca y con su portada de piedra. Ahí iba al catecismo cuando tenía apenas seis años.

            Al negocio venía todo tipo de gentes, parejas o familias que comían mientras bebían cervezas. Algunos días, muy de mañana llegaban unas mujeres que me parecían diferentes a los demás. Usaban vestidos de noche, zapatillas y mucho maquillaje. Se sentaban en grupos y desayunaban riendo y hablando con un buen apetito, acompañando de una cervecita los ricos alimentos que preparaba mamá. Yo las miraba desde lejos. Sus vestidos, sus collares, sus uñas largas y pintadas…todo me parecía fascinante en ellas, pero no me les acercaba mucho. Años después supe que eran mujeres de la vida galante que pasaban a la botanera una vez terminado su trabajo nocturno, antes de irse a casa a dormir un buen rato para rendir por la noche.

Ya decía yo que a mamá todos la querían y en la botanera hizo buenos amigos. Ahora recuerdo a una pareja de Oaxaca que a leguas se veía que eran muy prósperos. Él moreno, delgado y distinguido. Ella guapa y un poco rellenita. Venían a la botanera a disfrutar de los deliciosos antojitos de doña Lila, hicieron amistad y volvían cada vez que por motivos de trabajo visitaban el pueblo.

            En uno de esos viajes la señora Evelia invitó a mi mamá a conocer Oaxaca. Mi papá la animó para que aceptara y así descansara de las jornadas diarias. Así que se fijó la fecha para el viaje. Mis tres hermanos se quedaron con papá, pero yo por ser la más pequeña, la acompañé.

            Viajamos por la noche y al día siguiente temprano estábamos en Oaxaca. Allí nos esperaban la señora Evelia y su marido, muy serios. Nos llevaron en su auto a su casa, que era grande y moderna. A diferencia de las casas de Veracruz, la casa era muy sólida, algo oscura y estaba muy arregladita, con muebles bonitos y mesitas metálicas con placas de vidrio, repartidas por la sala. Ellos no pudieron tener hijos, pero después me enteré por mi mamá que adoptaron a su única hija, una morenita de pelo rizado que vestía hermosos vestiditos color pastel, calcetas de holanes y zapatos de charol. A diferencia de ella, yo era una chamaquita de pantalón, playera y tenis, acostumbrada a pelear para sobrevivir entre tres hermanos mayores a mí.

            Al poco tiempo de conocernos, Regina y yo ya andábamos correteándonos por toda la casa. Mientras mi madre y doña Evelia tomaban café en la sala, nosotras cruzábamos dando gritos. “¡No corran Regina!” exclamaba con preocupación doña Evelia y mi madre solo alcanzaba a decirme: “¡Luisa, estate en paz!”. Lo segundo no alcanzábamos a escucharlo, pues ya íbamos lejos riendo y chocando contra todo.

            Así pasaron los días, salíamos a la calle a comer, pero a veces mi mamá insistía en preparar algo en casa. Ella tenía esa gran facilidad para agradar a todos con sus comidas. Así conocimos la iglesia y convento de Santo Domingo, el corredor turístico y el parque del Llano. También recuerdo que conocí el gran árbol del Tule. Fuimos al mercado a comprar quesillo, mole y tostadas. También compramos pan de yema para llevarle a papá y a mis hermanos. Fueron unos días maravillosos.

            Ya estábamos cerca de irnos a casa, cuando un día por la tarde estaban las mamás sentadas platicando en la sala. Regina y yo entramos corriendo como un par de chivas y yo atiné a sentarme en la mesa de centro. Apenas lo hice, el gran vidrio se rompió, dejando caer el jarrón de flores, los ceniceros y las figuritas de cerámica que había sobre la mesa, junto conmigo. Yo me di un buen susto, pero no lloré. Las madres se acercaron a mí y me ayudaron a salir de la estructura metálica. Salí ilesa, ni un rasguño, ni una cortada. Me abracé al regazo de mi madre quien no dejaba de disculparse con la señora Evelia. Ella no dijo nada, pero el enojo se le veía en los ojos. Regina miraba atónita la escena, aguantándose la risa y el llanto. Su mamá la tomó de la mano y se la llevó de un jalón a su cuarto. Yo me quedé con mi mamá, que me peinaba con su mano y me decía que no me preocupara.

Esa noche la oí hablando por teléfono con mi papá para contarle del accidente. Él solo preguntó si yo estaba bien y le pidió a mamá que les dijera a los adultos que juntaría dinero para pagar el desperfecto, que nadie se preocupara más. Volvimos a Tlapacoyan a la vida diaria. Mis hermanos estaban un poco celosos de mí, pero nosotros les contamos muchas historias del viaje a Oaxaca y les convidadnos el mole, el pan y las tostadas. Pronto nos olvidamos de esos días y del accidente con la mesa de centro.

            Años después mataron a mi papá saliendo de una cantina. Lo que se supo es que un amigo muy cercano a él, de quien se decía que eran hermanos -por el gran parecido físico y la cercanía que se tenían-, lo citó en ese lugar. Era extraño de inicio, pues papá no tomaba absolutamente nada. Según lo supe mucho tiempo después, mi papá se encontró con ese hombre y discutieron fuertemente. El salió por una de las puertas de la cantina, y su amigo por otra. Esa tarde encontraron a mi padre tirado en un callejón con cinco tiros, dos de ellos mortales. Las malas lenguas dijeron que papá tenía amoríos con su esposa y él se enteró. Nunca se supo toda la verdad.

            Mamá sufrió en silencio su pérdida, pero su reacción fue tomar a sus cuatro hijos y subirnos a una camioneta con las pertenencias de la familia y traernos a Puebla, ciudad que ni siquiera conocíamos. Uno de sus hermanos le prestó para alquilar un local donde puso una tortillería. En la parte de atrás había dos cuartitos donde nos instalamos los cinco. Fueron años difíciles. La fuerza, el tesón y el gran amor de mi madre nos sacaron adelante a todos.

            Cuando me di cuenta, ya me estaba pasando del sitio a donde debía bajarme. Me limpié las lágrimas con mi suéter y pedí la parada. Me bajé rápidamente y eché a andar. Ya tengo sesenta años y tres hijas. Ya solo una vive conmigo. Aún voy al centro a comprar mi mandado. Cuántos sentimientos, cuántos recuerdos me trajo la canción de la radio. El amor es triste….

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