Los ojos de quien mira

Hace una semana, pidió una de mis sudaderas para usarla de pijama y me sorprendí con lo bien que le sentaba. Despertamos a la mañana siguiente, ella fue primero al baño y agarró uno de mis rastrillos que, supuse, usaría en sus piernas.

Seis días antes, dijo que estaba cansada de las faldas. Preguntó si mi talla de pantalón era treinta y seis y le dije que sí, aunque di por hecho que, si los usaba, le quedarían bastante grandes. Teníamos un mes de vivir juntos y tantos días de noviazgo que no me alcanzaba la memoria para contarlos. Elia y Elías, 100% amor, o al menos así escribí en un cuaderno de la escuela que ella una vez me robó. Nuestros pasos resultaban arrítmicos: dos suyos por uno mío; las sombras discordantes sobre el asfalto como si una se proyectara de la otra; ella, team calor, yo, amante del frío; ella, picante, yo dulce; ella, perros, yo… también perros.

Hace cinco días, Elia se cortó el cabello que yo tanto gustaba de olfatear cuando la encerraba en mis brazos, y que siempre tenía un aroma distinto debido a su afición por el shampoo. Compró un bote de cera para el pelo con el fin de que pudiéramos compartirlo, y dije que sí, mientras ella tomaba mi cepillo de dientes. Nuestros besos empezaron a tener un mismo sabor, atrás quedó el gusto a chicle de su enjuague y el sutil perfume de su labial. Nunca pensé en cuántos artificios construían para mí la imagen de su persona.

Cuatro días atrás, ella era veinte centímetros más alta y, tres antes, ya pesaba lo mismo que yo. Dicen que las parejas adoptan los hábitos del otro, que la convivencia los hace repetir patrones que van más allá de la conducta y la coincidencia del pensamiento, a tal grado que incluso, los rasgos de sus caras comienzan a parecerse.

Hace dos días, telefoneó mi mamá, Elia tomó la llamada haciéndose pasar por su hijo; la otra no notó la diferencia. A mí no me gustan los hombres, nunca sentí «curiosidad» ni experimenté eso que muchos llaman bromance con ningún conocido, pero ayer que Elia y yo nos quedamos frente a frente, no pude distinguir dónde terminaba yo y dónde empezaba ella.

—Deja de copiarme, Elia, tu comportamiento está volviéndome loco —dijo, pero yo era Elías y ella, ella. Ni me di cuenta de cómo me tragué un «era» en vez de decir «soy».

Me aparté de su barba recortada, de su 1.82 de estatura, sus noventa kilos y de su madre que fue la mía. Me dirigí a la cómoda y busqué en su cajón ahora lleno de calcetines, bóxers y un suspensorio sin estrenar que me quitó. Muy al fondo había una caja roja minúscula, forrada en terciopelo, que contenía los aretes que yo le había regalado en su último cumpleaños y que se había resistido a tirar. Amenacé con deshacerme de ellos y, aunque en un principio quiso protestar, prefirió quedarse callada o callado.

Hoy, me encerré en el baño, tomé un arete y contemplé el pequeño diamante. Presioné la varilla de oro blanco contra mi lóbulo izquierdo hasta que lo atravesó dejando un hilo de sangre que resbaló por mi cuello y un grito que se me fue para dentro.

Con 100% amor de por medio, los dos podíamos jugar el mismo juego.

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