Un auto a toda velocidad derrapa dejando una estela de polvo, se detiene a escasos centímetros de la orilla de un canal. El conductor baja con mucho cuidado de no caer a las aguas negras y se dirige a la parte de atrás del auto. Una segunda persona abre la puerta del pasajero; cuando coloca el primer pie en la tierra sucia, corta cartucho de una reluciente escuadra de 9 mm y acompaña al otro sujeto.
Juntos abren la cajuela de su automóvil y sacan a un hombre que está atado de pies y manos, con la boca amordazada por un cinturón cubierto de su saliva espumosa. Lo toman de los hombros y pies para arrojarlo con fuerza al suelo seco y duro. El gatillero le apunta, este se pone de rodillas con mucha dificultad; el otro tipo se acerca sereno y retira el cinturón que le mantiene la boca cerrada.
—Puto asco, ya me llenaste de baba, pendejo.
—Perdón, perdón. No me hagan nada, no diré nada, ya tienen mi cámara. Déjenme aquí y no me volverán a ver, yo veo cómo me regreso.
—¿Cómo ves a este wey? ¿Apoco crees que te vamos a dejar ir así nomás?
—No carnalito, a ti no te queda de otra más que un balazo.
El rostro del hombre que pide clemencia se transforma de manera drástica. Pasando por el miedo absoluto, el color de su rostro cambió a un pálido casi como el color de sus dientes. Bajó la mirada comprendiendo su situación mientras lloraba.
—Mira este wey, ya se orinó, ja, ja, ja, ja.
—Muchos huevos pa’ tomar fotos de nuestros bisnes, pero ya a la mera hora te frunces, pinche zacatón.
Los sollozos paran y levanta la vista hacia sus dos captores, los ojos reflejan una enorme furia, inyectados de sangre y casi saliéndose de las órbitas.
—Par de pendejos, me van a matar, pero no crean que no sé cómo van a terminar. ¡Bien pinches muertos, de seguro por alguna pendejada que se les va a regresar como siempre les pasa a vergas como ustedes! Qué pinche lástima que no voy a estar para verlos todos cagados del susto como yo.
El par de criminales abren los ojos sorprendidos por el cambio de actitud, aunque se echan a reír segundos después.
—Ay compita, que mamadas dices. Ya métele un balazo a ese ogt.
Un tiro en medio de los ojos, con una ligera inclinación hacia la derecha, acaba con la vida de su rehén. De nueva cuenta, lo toman de los pies y hombros, arrojándolo al canal; por un último segundo, antes de que cayera a las aguas contaminadas, aquellos hombres observan su rostro, el de un hombre muerto con mucha ira. Suben a su destartalado auto marchándose a toda velocidad.
*
Kilómetros más adelante de ese mismo canal, hacía tiempo se había gestado una forma de vida particular. Se trata de una masa viscosa, burbujeante y de un apetito insaciable. Su morada consiste en un tapón enorme de basura, con el tamaño de un campo de fútbol, y aquella sustancia se encuentra al frente de ese corcho de podredumbre urbana. ¿Su origen?, desconocido, ¿cuánto tiempo lleva ahí?, quizá años, tal vez antes de que se formara el tapón (o el tapón se formó debido a ella, difícil de saber). Su dieta consiste, principalmente, en todo lo orgánico que es llevado ante ella por la corriente del canal: desperdicios alimenticios, desechos médicos de hospitales, y cadáveres de animales que caían al canal o que sus dueños los arrojaban para deshacerse de ellos cuando morían.
Las sucias corrientes llevan el fiambre de aquel hombre de forma lenta pero directa hasta donde aquella masa amarillenta y gelatinosa se encuentra. Es bien recibida, pues, aunque la cosa viscosa había comido perros de tamaño no mayor a un rottweiler, lo más probable es que nunca se haya topado con semejante festín. Comienza devorando los pies, es fácil para ella, su composición y condición de ebullición perpetua, le resulta práctica para consumir de manera rápida la carne, con los huesos se toma un poco más de tiempo, aunque solo es cuestión de segundos extra el ingerirlos. Al momento de llegar a la cabeza consume primero los ojos, deslizándose por las cuencas entrando directo al cerebro. En el instante en que lo termina un ruido chirriante es emitido por la masa.
Aquel limo se retorcerse, tiembla, se hace jirones y finalmente se derrite para volverse a unir en su habitual constitución en un abrir y cerrar de ojos. Algo ha cambiado después de aquellos movimientos, comienza a moverse de manera lenta, precavida o quizá asustada; se arrastra contra corriente sin dificultad y al mismo tiempo va consumiendo lo que llega hasta ella, el hambre no la ha abandonado. Comió un par de ratas que se encontraban cerca de la orilla del río, las atrapa transformando partes de su cuerpo en tentáculos finos, rápidos como látigos; una nueva habilidad ha sido adquirida.
Sigue su camino, surcando las aguas del sucio canal, saliendo de ellas un poco para atrapar algún animal hambriento. Un perro blanco de pelo rizado se acerca a ella; la masa reacciona y el perro emite un quejido fugaz, el cual, es sofocado por los apéndices amarillos que rodean su pequeño hocico; en el forcejeo para llevarlo hasta donde se encuentra su depredador, el collar azul que llevaba puesto se rompe y queda cerca de la orilla. La placa mostraba un grabado con el nombre de “Muñeca”.
Después de ese peludo tentempié, retoma su trayecto, aunque un poco lenta, pues consumir aquel cuerpo humano y a Muñeca le ha hecho ganar peso; debe comer más para compensar el gasto calórico que le provoca su nuevo tamaño.
El atardecer ilumina el cielo con una mezcla de ligero violeta y un anaranjado crepuscular, los últimos rayos de sol que caen sobre aquel monstruo le dan una tonalidad casi dorada y llamativa que sobresale en las aguas negras. Cerca de una orilla del canal, un niño, no mayor a diez años, que, con una improvisada red hecha de rafia, recoge la basura que pesca de las aguas; recolecta latas y botellas, lo demás lo regresa. Arroja la red de nuevo: el subirla le presenta un gran esfuerzo, sin embargo, cuando vislumbra esa enorme cosa dorada consigue más energía; desea eso tan brillante.
Aquella sustancia glutinosa responde de manera violenta, recorre la red tomando su forma y llega hasta los delgados brazos del niño y él grita horrorizado. El alarido es escuchado, aunque solo por otro pequeño que al ver aquel lodo denso y áureo derretir el rostro de su hermano mayor, echa a correr lejos de la asquerosa y violenta escena. Los huesos del infante, al poseer una mayor flexibilidad, son más rápidos de consumir, así que, al terminar de ingerirlo por completo, la masa, ahora de un color amarillo más oscuro, toma la forma de una pelota y se va rodando hasta el canal. Parece empecinada en seguir navegando por él.
Al anochecer, y después de mucho viajar, la criatura llega a lo que parece ser su destino: el lugar donde una noche antes el hombre al que había devorado fue asesinado. Por fin se anima a salir en su totalidad del canal, se arrastra un poco, pero se detiene después de unos metros, es lenta, muy lenta. Al cabo de unos segundos comienza a separarse en algunos fragmentos, unos pequeños y otro más grandes; al final, los más reducidos adoptan la forma de ratas, y el más grande, en aquel perro llamado Muñeca. Al terminar su transformación, los falsos animales se dispersan; el perro pegó su nariz al suelo y comenzó a caminar mientras olfateaba.
*
—¿Ya viste bien las fotos que nos tomó el wey de anoche?
—Nel, ni tiempo tuve. ¿Salí guapo?
—Ya quisieras, wey. Pinche chango, nos tomó bien atorados, wacha, acá se ve cómo nos entregan los paquetes de coca.
—Iiiiii, no pues si nos había agarrado bien acá. Lo chido que se la peló el wey. Te rifaste con el plomazo, padrino.
—Simón, pero no te creas we, si me sacó de pedo. El vato se fue bien enchilado.
—Al final le salieron los huevos, lástima que ya lo habíamos agarrado.
La plática es interrumpida por golpeteos en la puerta de la casa en obre negra donde esos tipos se encuentran. El llamado a la puerta de aluminio suena desesperado y al final de cada toquido se escucha como si algo se restregara en ella.
—Cámara, wey. Ponte vergas. Suena raro.
—Simón, deja saco mi cuete.
Uno de los hombres, el portador del arma, se acerca a la puerta tomando sus precauciones mientras los toquidos siguen. El otro tipo abre de súbito; una chica con las manos ocupadas cargando una hielera que parecía muy pesada era la que estaba tocando.
—Ora, weyes. Ni me abren y esta madre está bien pesada.
—Pinche Lupe, nos asustaste.
—Pa’ la otra si te meto el balazo.
Uno de ellos sujeta la hielera que le entregó la mujer. Ella lucía muy feliz y sorprendida.
—’Iren lo que me encontré de camino pa’ acá. Está bien chistoso, ¿verdad?
Detrás de ella, un can con el pelaje y ojos ocre asoma su cabeza y corre para meterse dentro de la casa.
—No mames Lupe, saca esa madre o le voy a tirar un plomazo.
Aquel hombre le apunta con la pistola al extraño perrito; esté comenzó a vibrar y burbujear hasta disolverse en un charco amarillento. En su shock, el dedo del matón aprieta fuerte el gatillo en dos ocasiones, dejando dos agujeros sobre aquel líquido viscoso que cierran casi al instante. Esa acción parece molestar de sobremanera al fluido; este se abalanza sobre el pecho de su atacante comenzando la ingesta.
—¡Ayudenme, culeros! ¡Esta madre me está quemando!
Los otros dos presentes se quedaron paralizados al ver semejante suceso, con los ojos bien abiertos y las piernas temblando.
Detrás de Lupe aparecieron algunas de las ratas amarillentas; corren con gran agilidad para arrojarse como proyectiles al pobre infeliz que ya estaba con el costillar expuesto. Las ratas se unen con la masa para aumentar su tamaño y abarcar por completo el tórax y las piernas, las cuales al verse consumidas por completo hicieron que el cuerpo cayera de lado y así le fuera más fácil de consumir.
—¡Ayúdenme…!
Ese débil susurro proveniente de lo que quedaba de la cabeza de su compañero espabila a los dos que quedaban. Lupe huye aterrada por donde vino, gritando y manoteando al aire, pensando tal vez que puede tener algún pedazo de aquello tan grotesco que la devoraría. Por su parte, el hombre restante corre a la parte trasera de la casa, atravesando una reja derribando unos tambos de plástico azul en su pavorosa carrera, provocando que cayera de cara en el pasto seco del traspatio. Aturdido, levanta la mirada para ver la figura de un niño.
—Niño, niño, ¡ayúdame!
Sujeta por un pie al pequeño y su mano comienza a derretirse, la retira de manera abrupta dejando ver un muñón con una horrible quemadura. El infante se disuelve de manera lenta, a su vez, la otra parte de la criatura sale de la casa de forma tranquila, todavía se aprecian algunos de los huesos del primer hombre en su interior; su color ahora luce azafranado por la cantidad de carne que ha comido.
—¡Mi mano, mi mano!
Antes de que el chiquillo tomara su verdadera forma por completo, la cabeza queda por encima de un charco grumoso, similar a alguien asomando su cabeza por encima del agua para tomar aire. Sus labios comenzaron a hablar con un sonido acuoso y pesado:
—MirA Esste weEy, ya sE Ooorinó, jAaa, jaaa, jAa, jaAa.
El otro fragmento réplica esa risa asquerosa y sobrenatural; le responde:
— AaaA laa meeEra hoOora te frUuncees, jjaja, jAaa, jAjja, jAa.
Ambas plastas se dirigen hacia el infeliz para poder degustarlo de forma tranquila; él se retuerce y llora, pues nada puede hacer. El limo hace pequeños cortes sobre la piel y se introduce por ellos, aunque todo lo disolvía en cuestión de segundos, esta ocasión se dilató, lo estaba disfrutando. La fibra muscular se transforma en pudín de carne, los nervios se trozan cuales cuerdas podridas, el cartílago que cubre los huesos es retirado como un envoltorio de papel. Lo único que deja aquel ser es el cerebro, lo saca de sí misma, semejante a cuando un niño pequeño escupe alguna verdura.
Al finalizar todo, la masa se une en una sola, ahora es una sustancia color granada, brillante por las pocas luces de las casas. Toma de nuevo la forma de bola, solo que ahora aún más grande que la primera vez; rueda tranquila y satisfecha, retomando su camino hacia el canal. Se da un gran chapuzón en aquellas aguas negruzcas, desplegando todo su volumen y nada a contra corriente, pues la ruta que eligió es la que la lleva de vuelta a su hogar.
Miguel López González, nacido en el Distrito Federal (ahora conocido como Ciudad de México), el 30 de noviembre de 1993. Graduado de la Universidad Intercultural con una licenciatura en Lengua y Cultura, es un apasionado del terror y la ciencia ficción desde su infancia. Aunque se encuentra en proceso de desarrollo como escritor, su dedicación es incuestionable. Sus relatos, marcados por una fuerte influencia del cine de terror, ciencia ficción y sus propias creaciones, destacan por la capacidad de transformar sus sueños en cuentos que inquietan y desafían la imaginación. Miguel se ha adentrado con firmeza en el mundo de la literatura de género fantástico, donde su curiosidad y pasión lo impulsan a explorar y narrar lo misterioso.