Todo el año he pensado en el suicidio. Por alguna u otra razón lo he pospuesto. Que si por el cumpleaños de mi madre, que si festejar a los abuelos, que si comer pozole por la Independencia. Todos los pretextos tuvieron que ver con celebraciones y comida. No quise morir sin disfrutar del pan de muerto o sucumbir al pavo y la clásica ensalada de manzana en Navidad. Este mes me decidí, creo que es buena idea morir en abril. Con tanto calor, será mejor dejar este mundo antes de rostizarme dentro del transporte público, en la calle o en mi casa. Me pondré a pensar la mejor muerte luego de ir a la feria. La feria del pueblo, que se encuentra más rascuacha que de costumbre, trajo una novedad como Melquiades cuando llega a Macondo. Una máquina de la muerte. Pago por saber cómo moriré, eso me evitará tiempo y sabré cómo morirme de volón pimpón, pero soy escéptica y no creo que una máquina inventada por seres comunes y corrientes pueda hacer tales profecías.
Leo mi predicción y trato de olvidar su contenido. Pasan los días y no tengo idea de cómo matarme. Quizá una soga al cuello estará bien, pero creo que eso será mucho drama. Si en vida no pude ser actriz, muerta no quiero brillar, justo cuando ya no pueda disfrutar los aplausos ni ganar un premio. Tomar veneno me da no sé qué. Lo pienso por muchos más días de los que he querido suicidarme. Bueno, no tantos, me gusta exagerar. Si consumo veneno siento que me dará asco o mi estómago que es todoterreno lo digerirá y sólo obtendré un retortijón. Cortarme las venas tampoco es una opción. No quiero que llegue la ambulancia por mí y me encuentre en medio del charco de sangre, se verá medio asqueroso y yo tan pulcra que soy. Quizá deba imitar a Alan y morder una manzana; bueno, mejor una naranja u otra fruta para no parecer una parodia. Quizá sólo debería caminar por alguna colonia en el momento que los bandos del crimen organizado estén peleando su plaza; total, donde vivo es la dosis diaria de realidad.
Quisiera morir tranquila. Quizá vestirme de gala y ahogarme yo misma con la almohada, pero mi instinto de supervivencia me lo impedirá y no dudará en evitarlo. Saltar de un puente o de un edificio alto tampoco es una buena manera de ir al más allá. Mi miedo a las alturas es más intenso que mis deseos de conocer el Mictlán. Pensar en morir no es fácil, hasta eso cansa y da hambre. Leo otra vez el papel de aquella máquina loca. Intento reflexionar en ese método, pero en ese momento mis tripas piden comida, más bien me da antojo de leche de almendras. Ahora resulta que soy toda una fitness y vegana. Voy a comprar y vuelvo. No sé por qué compré tanta. Tomo un vaso de leche y otro y otro. Es una delicia. Me sabe al paraíso. Bebo un litro, dos, casi tres. De pronto, mi cuerpo empieza a sentirse raro. Me siento morir, Pienso que el estómago, los intestinos y todo mi ser explotarán. Antes de dar el último suspiro pienso en el presagio. Muerte por cianuro.
Licenciada en Historia por la UAEM. Docente por amor a no morir de hambre. Repostera por antojo. Padawan de la Literatura. Fan del cine y las series.
Es coautora del libro Laberintos. Seis escritoras mexicanas de minificción, además de participar en la antología de cuentos Mundos inventados publicada por la Escuela de Escritores Ricardo Garibay.
Su cuento Trinidad obtuvo un premio en la convocatoria Morelos 21: memoria y encuentro, mismo que fue publicado en una antología con el mismo nombre por parte del Gobierno del Estado.
Muy buena lectura, algo muy común hoy en día, el suicidio. Podría sugerir otra forma más tranquila para el suicidio pero, no soy muy compartido que digamos, además, ya fueron puestas algunas ideas.
Saludos y mís felicitaciones por la lectura