Lázaro

Entró arrastrando los pies, encorvado y andrajoso. Carmen lo vio desde la cocina. Estaba casi en los huesos, sus manos formaban un ovillo contra el vientre, seguramente para esconder la piedra o una estopa empapada en activo.

—¿Ora qué haces aquí, cabrón? Este no es un pinche hotel para que vengas cuando te dé la gana.

—Nomás venía a verte, jefecita, pero me siento muy mal. Deja que me acueste un ratito y ya me voy.

—Vienes hasta la madre, ¿verdad? Donde me dejes todo basqueado allá dentro, o te saco de las greñas, ¿oíste?

Lo vio entrar al cuarto y oyó el quejido del catre. Había salido igual de inútil y vicioso que su cabrón padre, y por enésima ocasión Carmen se halló deseando que, al igual que aquel, el chico se largara de una vez y para siempre. Terminó de limpiar y desgranar los elotes y puso a hervir las patas de pollo. Al menos aprovecharía que estaba ese vago para que más tarde la ayudara a montar la olla de esquites sobre el triciclo, antes de salir a dar su ronda nocturna.

Poco después llamaron a la puerta. Al mirar por la ventana no le sorprendió ver la patrulla del oficial Benítez, “¿Ora qué se robó el infeliz?”. Se dirigió al cuarto hecha una furia, pero sólo encontró un catre vacío.

—Ya no está aquí, oficial —le informó tan pronto abrió la puerta—. Debe haberse saltado por la barda de atrás. ¿Qué hizo?

—No, doña Carmen —el oficial se rascó bajo la gorra en un evidente gesto de confusión—. Vengo a avisarle que el cuerpo de su hijo Lázaro está en el servicio forense. Lo encontraron hoy en la madrugada. Seguro fue una pelea, tenía varios navajazos en el estómago.

1 comentario

  1. Esas despedidas, pedidas y anunciadas. Like!

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