Las paredes del claustro

A mi Abuelo, Don Carlos Rodríguez Juárez. Gracias por heredarme el gusto y la fascinación por contar historias.

Mi abuelo siempre fue un hombre al que le gustaba contar historias. Muchas noches después de la cena, me quedaba sentado con él en la sala frente al televisor, que la mayoría de las veces estaba encendido, pero que como decía mi abuela, parecía que se estaba viendo solo, porque mi abuelo se concentraba en contarme la historia en turno, con el mayor detalle posible. Y yo sólo quería escucharlo mientras en mi mente iba dibujando cada detalle de lo que él me contaba. Así que el televisor pasaba a ser un mero adorno y daba igual si estaba encendido o no.

Entre las muchas historias que mi abuelo me contó, hubo una en específico que nunca olvidé. Tal vez por la naturaleza de la misma o porque, para la edad que yo tenía en ese momento, me sería imposible dejar de recordarla. Esa noche había tormenta, y como sucedía en nuestra colonia, casi siempre que había tormenta, el sistema eléctrico fallaba y nos quedábamos a obscuras. Aún no terminábamos de cenar, así que  mi abuela buscó veladoras para que cada quien pudiera ver la porción de comida que nos llevábamos a la boca. No encontró ninguna, así que, con cerillo en mano, sacó de uno de los muebles de la alacena un viejo quinqué con un poco de petróleo que nos alcanzaría por lo menos para terminar los alimentos. Al colocarlo al centro de la mesa noté que el semblante de mi abuelo cambió y su mirada se quedó fija en la llama del quinqué durante el resto de la cena.

– ¿Ya terminaste? Me llevo tu plato –le dijo mi abuela.

–Sí –respondió él sin quitar la mirada de la flama.

– ¿Ya te conté de la vez que me perdí con el camión y fui a dar a un ex convento donde me dieron alojo? –me preguntó mi abuelo justo en el momento en que yo terminaba el último bocado.

–No, abuelito –le respondí mientras veía como se levantaba de la mesa.

–Desde ese día este quinqué  ha estado en mi vida. Vente, vamos a la sala –me dijo mientras veía cómo tomaba el quinqué por la agarradera, y me apresuré a salir detrás de él.

–¡Me vas a dejar a obscuras!, ¡No le estés contando esas cosas al niño, lo vas a espantar! –Gritó mi abuela desde la cocina, e inmediatamente supe que lo que iba a escuchar era una historia de terror.

Ya instalados en la sala, mi abuelo aún seguía con la mirada fija en la flama del quinqué, como si le estuviera devolviendo los recuerdos.

– Tú sabes que cuando yo era joven trabajé conduciendo un camión de pasajeros para una empresa que se dedicaba a transportar todos los días a los cañeros, desde el ingenio de Zacatepec hasta los cañaverales que se encontraban en los pueblos alrededor del municipio –comenzó a platicarme, mientras yo me acomodaba en el sofá.

Él realizaba dos o tres viajes por la mañana, y la misma cantidad por la tarde-noche. Ese día mi abuelo se había retrasado con el penúltimo viaje, debido a una rencilla que se dio entre dos cañeros a bordo de su camión, y que no pasó a mayores, sólo quedó en un suceso demasiado extraño que mi abuelo me contó tiempo después en otra historia. Al llegar al cañaveral por el último viaje, se llevó la sorpresa de que los trabajadores no quisieron esperarlo y prefirieron irse parados en un camión que había ido por otros de ellos. Molesto y apenado, decidió regresar por el camino e irse directo a su casa, pero no contaba con la tormenta que se desataría en esa carretera que literalmente estaba en medio de la nada. “La peor tormenta que había visto en mi vida”, según las palabras de mi abuelo. Parecía que el agua era lanzada sobre el parabrisas con una manguera de bombero, no podía ver nada y los limpiadores del camión no se encontraban en las mejores condiciones. Mi abuelo decidió orillarse sobre el campo, al lado del camino, y esperar a que la tormenta pasara o que por lo menos la visibilidad fuera de más de un metro.

Pasaron cerca de 30  minutos y la tormenta no disminuía ni daba señales de pretender hacerlo. Al asomarse por la ventana lateral de su lado se percató que a cierta distancia, justo entre dos cerros, se veía una construcción con luces que indicaban que alguien estaba dentro, quizás era una casa.  Le pareció mejor idea ir a refugiarse ahí, que estar al lado del camino con el riesgo de que algún otro vehículo no lo viera por la tormenta tan intensa y pudiera impactarse con el camión. Sin pensarlo dos veces, encendió su camión y se incorporó al camino de terracería que parecía llegar hasta aquel lugar.

Cuando llegó, sólo alcanzó a ver los muros de considerable tamaño que rodeaban al terreno. Sobre éstos se asomaban varias cúpulas, por lo que dedujo que se trataba de una iglesia o algo similar. Apagó el camión, y se puso su impermeable de lona de 18 onzas, pesado como la vida  misma. Bajó del camión y corrió hacía la entrada del lugar, que para su suerte se encontraba abierta, por lo que pudo entrar y llegar hasta lo que parecía un salón grande con puertas de madera y donde a través de los ventanales se veían luces encendidas. La suerte no le sonrió igual, ya que la puerta del salón no estaba abierta como la de la entrada, así que decidió tocar. Las personas que se encontraban dentro no tardaron mucho en abrir sin preguntar quién llamaba.

-Pinche Juan, creímos que te daría miedo regresar con este tormenton –dijo el hombre que abrió la puerta al mismo tiempo que se sorprendió de ver a mi abuelo parado ahí.

-No me llamo Juan. Disculpe. Me llamo Carlos y soy chofer de un camión de pasajeros. Me quedé atorado en la carretera porque la tormenta no me dejó avanzar más. Vi de lejos este lugar y creí más prudente venir a refugiarme aquí que esperar a la orilla de la carretera. –Le dijo mi abuelo con temor a que lo corrieran por ser un completo extraño.

-No se preocupe mi amigo, pásele. Que su impermeable ya ha de estar más pesado con toda el agua que trae encima –respondió Armando, el hombre que había abierto la puerta.

Para mi abuelo fue una bendición que lo aceptaran con tanta confianza y sin hacer más preguntas. Incluso le invitaron café y le ofrecieron pasar la noche ahí porque la tormenta no daba tregua. Le contaron que el lugar era un ex convento que estuvo abandonado durante casi cien años, y recientemente una empresa tequilera lo había adquirido. Ellos eran trabajadores de una constructora y habían sido enviados al lugar para limpiar y empezar con las remodelaciones que darían forma a la nueva casa de descanso del dueño de la tequilera. Entrada la madrugada y resignados a que la tormenta no terminaría por lo menos esa noche, le ofrecieron a mi abuelo que durmiera en la bodega donde habían guardado sus herramientas, y que parecía ser el claustro del convento. Él, vencido por el sueño y el cansancio del día, aceptó inmediatamente.

-Tenga, mi amigo, llévese este quinqué para que no esté a obscuras. –Le dijo Armando, extendiendo el objeto con su mano.

Mi abuelo entró al claustro que era usado temporalmente como bodega, y al hacerlo se percató de que la puerta era muy pesada, y que las cuatro paredes tenían un grosor fuera de lo normal, como de un metro aproximadamente. No le dio mucha importancia, pensó que era para evitar que el ruido entrara, y posiblemente por el mismo motivo el lugar sólo tenía una ventana de tamaño mediano que daba hacia el jardín. Colgó su impermeable en un clavo de hierro colocado en la pared, y le pareció perfecto para el peso de la prenda. Se acostó sobre unos cartones en el piso y puso el quinqué a su lado sin apagarlo. Era bastante incomodo, pero sólo serían unas cuantas horas antes de que amaneciera y la tormenta le permitiera marcharse.

 El sueño empezaba a vencer sus parpados cuando la llama del quinqué se apagó como si alguien le hubiera soplado. Creyó que había sido el viento, pero recordó que la única ventana que había estaba cerrada. Su impermeable golpeó contra el piso y se imaginó que quizás el clavo se había vencido debido al deterioro causado por el salitre en las paredes. Encendió el quinqué nuevamente y se sorprendió al ver su impermeable en el piso y el clavo en su sitio, aun en la pared. De cierta forma tenía lógica, ya que no escuchó ningún sonido de metal impactando el piso. Nuevamente colgó su impermeable en el clavo, creyendo que por el agua se había resbalado. Se acostó otra vez y justo cuando veía fijamente la flama del quinqué pudo apreciar cómo de nuevo se apagó sin razón alguna. Otra vez su impermeable golpeó contra el piso. Tomó los cerillos y encendió el quinqué. Era tal su cansancio que atribuyó el evento la humedad de la prenda sin preguntarse por qué se apagaba la llama del quinqué. Colgó el impermeable, pero ahora lo ató con una soga que encontró entre la herramienta. Apenas iba a acostarse cuando de nuevo ambos eventos sucedieron simultáneamente. Molesto por lo insistente de la situación, se levantó sin encender de nuevo el quinqué, justo en el momento en que todo se iluminaba por un rayo y en la ventana se dibujaba la silueta de lo que parecía una mujer con el cabello largo y mojado. Se le erizó la piel y su primera reacción fue tomar los cerrillos para tratar de ver mejor. Nuevamente un rayo iluminó el claustro y vio a la mujer más cerca de él. Al encender el cerillo no vio nada, pero cuando este se consumió en sus dedos, otro rayo iluminó a la mujer que ahora estaba mucho más cerca. Se quedó inmóvil, y su única reacción fue buscar el quinqué a tientas y encenderlo. Reviso todo el lugar, pero no vio nada ni a nadie. Al girar nuevamente para recoger su impermeable se topó con la mujer, ya no estaba iluminada por un rayo, sino por la luz que el quinqué proporcionaba. Tenía la piel podrida, de un color entre morado y verde. Los ojos completamente blancos con los vasos reventados, y la boca abierta como si estuviera gritando, con una expresión de dolor inconcebible. Descalza con un vestido gris, casi desecho por la podredumbre transportada de su piel a la prenda. Despedía un hedor como de agua estancada.  La primera reacción de mi abuelo fue retroceder y alejarse de ella. Pensó en salir corriendo del claustro pero recordó lo pesada que era la puerta y sería mucho tiempo intentando abrirla y dándole la espalda a aquella mujer. Camino de espaldas sin quitarle la vista de encima a la mujer, que sólo lo veía mientras señalaba la pared del clavo con su mano derecha, y con la mano izquierda desmoronaba con los dedos sobre el piso una especie de polvo, como arena. Llegó un momento en que mi abuelo retrocedió tanto que casi tropezó con una herramienta de los trabajadores, y vio un bote  que contenía martillos y mazos. No lo pensó dos veces y con todas sus fuerzas los lanzó hacia la mujer sin conseguir acertar ningún golpe, más bien impactando todos los objetos contra la pared y rompiendo parte de ella. La mujer volteó a ver la pared, y vio el daño causado, entonces se abalanzó sobre él emitiendo un grito agudo y desgarrador que lo obligó a cubrirse la cara con sus brazos, como si eso lo fuera a librar del ataque.

Asustado y sin poder siquiera gritar, abrió los ojos y no vio la mujer por ninguna parte. Pero se dio cuenta de que el daño que le había hecho a la pared al lanzar tantos objetos pesados había sido mayor del que imaginaba. La pared, que ya de por si estaba deteriorada por el paso del tiempo, había perdido trozos de concreto de tamaño considerable, y en uno de estos huecos se asomaba un rostro completamente momificado que parecía estar gritando de dolor. Mi abuelo quedó en shock ante aquella escena, estaba completamente aturdido, y lo único que lo sacó de aquel estado fue el sonido de Armando y los demás trabajadores tratando de abrir la puerta del claustro, alarmados por todos los ruidos que habían escuchado minutos antes. Al ver la escena también quedaron en asombrados, hasta que mi abuelo decidió salir del claustro, y uno por uno lo fueron siguiendo. No hablaron del tema, en cuanto amaneció la tormenta se detuvo. Mi abuelo dio las gracias, subió a su camión sin darse cuenta de que llevaba en la mano el quinqué que le habían prestado. Lo colocó en el piso al lado de su asiento, y manejó hasta llegar a su casa sin recordar nada de todo el camino que recorrió.

 Años después mi abuelo se enteró por un conocido que ese mismo día Armando y sus compañeros habían dado parte a las autoridades de lo que sucedió esa noche, porque no solamente había sido su hallazgo lo que los sorprendió, sino que, cuando él se marchó, una fuerza extraña obligó a los trabajadores a demoler las paredes del claustro, y para su sorpresa encontraron varios cuerpos más, todos de mujeres y de niños que parecían recién nacidos. El mismo presidente municipal hizo acto de presencia aquel día. Su preocupación radicaba en que la propiedad había sido de su familia durante los últimos cien años, y fue justamente él quien la vendió al empresario tequilero, quien después del suceso canceló la compra y amenazo con denunciar al presidente municipal ante los medios. El presidente municipal movió cielo, mar, tierra, y algunos cuantos millones de pesos, para que el ex convento fuera declarado monumento histórico, no por lo que representaba, sino porque de esta forma se evitaría su demolición y quizás, que salieran a la luz cosas más turbias de su familia.

Al terminar de contar la historia, por  primera vez mi abuelo apartó la mirada del la llama del quinqué y me miró fijamente.

-Algunas veces las paredes gruesas no son para evitar que entre o salga el ruido en algún lugar. A veces, en realidad son para evitar que los secretos se escapen por ahí… Por alguna extraña razón nunca he podido deshacerme de este quinqué. Tal vez es que no quiero. Porque de alguna manera me recuerda que por más que uno quiera ocultar sus secretos más oscuros, no siempre se logra, y terminan saliendo a la luz. –Dice mientras sonríe, y noto cómo la llama del quinqué se va apagando lentamente.

1 comentario

  1. Felicidades!! Me encantó la forma casual del relato. Tus palabras me tranportan a ese rincón de la infancia, dónde las palabras de los abuelos dejan huella. Y más si hay algo terrorífico en ellas.

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