Muchos piensan que enloquecí. Y sí, tal vez un poco, pero conozco mis límites y esto no es una obsesión. Es mi vida.
Inició el día que falleció mi abuela. Subí a su habitación. Esperaba encontrar algo que me recordara a la persona que un día fue, tal vez una muñeca o un vestido. Sobre un escritorio había una piedra negra. La oculté en los bolsillos del pantalón. Cuando llegué a mi casa, la metí en una bolsa. Guardé otra piedra el día que entré a la prepa, me había caído y la tomé como recuerdo. Después viajé con mis padres al mar y sobre la arena busqué una piedra pequeña. En el panteón, durante el sepelio de papá, hallé otra, una blanca. Así, a lo largo de los años junté varias, aquellas que llamaron mi atención por su brillo y las escondí adentro de bolsas y cajas en mi cuarto.
Ahora las tengo regadas en mi casa, sobre los muebles, en las repisas, en el jardín o el patio. A las más especiales les asigné una cama echa de hojas. Y cada una tiene nombre. En una ocasión, decidí hacer una fiesta para festejar la llegada de Rayo. Vinieron familiares, compañeros del trabajo y amigos. Al principio pusimos música, y comimos botanas. Hasta que tiraron a Rayo al suelo. Lo levanté, él lloraba. «¿Cómo se les ocurrió hacerle eso?» Con cada uno de sus gritos, sentía sobre el pecho punzadas como cuchillos que me atravesaban, uno tras otro. Ellos se carcajeaban. Tomé la escoba, y golpeé la bocina, ¡Largo, váyanse! Les dije y me senté en el suelo. Llevé mis manos a la cara. ¿Cómo podía disculparme?
Pasé días sin comer, incluso pensé en dejar a las piedras libres, que cada una siguiera su camino. Las reuní y nadie habló. Entonces escuché un llanto, lo distinguí por su brillo oscuro, era Rayo. Quería quedarse y las demás también, afuera tendrían frío, serían pisoteadas por las personas, en cambio aquí, tenían un hogar. Las abracé. Después de esto, cada que invitaba a mi casa a algunos amigos ponían cualquier excusa y no venían, pero no los necesito. Las tengo a ellas. Todos los días me levanto, prendo la radio y las limpio. Cantamos. Las acomodo, me acompañan a desayunar. Hablamos y reímos de las ideas que se les ocurren, si Pequeña dice que nos vayamos al mar, lo debemos de hacer. A veces Roko surgiere que pongamos música en la madrugada y hagamos fiestas.
Ayer me contaron que quieren que me convierta en una de ellas. «No sé cómo» les respondí y lo pensé durante toda la mañana. Al pasar alrededor de ellas, guardaban silencio. Les hablaba, pero no respondían. Duraron así un par de días. Hasta que me senté a desayunar como de costumbre. En la habitación, sólo se escuchaba el ruido de la cuchara cuando golpeaba el plato. Por primera vez, sentí un vacío alrededor, como sí la única habitante en esa casa fuera yo, lloré. El plato cayó al suelo y juntó con él, mis recuerdos, desde cuando encontré a Pequeña, hasta la llegada de Rayo. Me llevé las manos a la cara, mientras algunas lágrimas corrían por mis mejillas. Oí murmullos, y una voz chillona gritó: “Perdónanos, sólo queremos permanecer juntas, tu eres una de nosotras, pero eres humana, si tan sólo fueras una piedra…”
Las miré, “Yo también quiero permanecer más tiempo con ustedes, sólo denme unos días”. Ellas aceptaron. Investigué en internet y libros sobre cómo volverme una piedra, además del material del cual se componían. Inicié una nueva dieta a base de agua y tierra. Cuando le conté a mi familia mi decisión, mamá ordenó a mis hermanos que me ataran para llevarme a una clínica. Antes de que lo hicieran abrí la puerta y corrí a la calle, ellos venían detrás. “Agárrenla, agárrenla” gritaban mis hermanos. Los vecinos nos miraron un rato, algunos se unieron y me sujetaron de los brazos. Los rasguñé, pateé y mordí. Al final me soltaron, pero mis hermanos no se rindieron, corrieron detrás de mí. Junté todas las piedras que encontré y las comí. Al principio sentí que me atragantaba con el sabor terroso en la garganta, luego las pude tragar, más y más.
Al llegar a casa, cuando mis hermanos caminaban por la banqueta con dirección a la puerta, cada uno de mis órganos y músculos se volvieron pesados, de mis ojos salía tierra, mi piel se puso helada y se dividió en diferentes terrones, que rodaron, en todas direcciones…
Samantha Rojas.(Guadalajara, Jal. 13/12/1996). De profesión enfermera. Fanática de las historias de terror. Finalista del V Concurso Literario Luvina Joven (2015). Ha publicado en Anapoyesis, Revista inéditos, Alas de cuervo, Palabra herida, e Hipérbole frontera. En antologías de la Editorial Letras Negras, Caleidoscopio XX (La Zonámbula, 2023) y Navidades paralelas 2 (Lengua de diablo, 2023).
Página de Facebook: Girasol de invierno
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Felicidades!! Me encantó tu texto. Tengo una colección de piedras, las he juntado por años. Algunas las encuentro en la calle otras las he traído de diferentes lugares cuando los visito por primera vez. Algunas aparecen y desaparecen misteriosamente de la casa. Saludos.