Después de tomar aquella bebida y ver la sonrisa de Ramón, Alma esperaba terminar tirada en un botadero de basura tecnológica o en alguna ciudad fantasma de entre las muchas que dejó la guerra. Sería una más de un sin número de mujeres: las sin futuro, las anónimas. Pero al despertar vio cómo dos hombres con el torso desnudo y máscaras de venado la llevaban en brazos hacía una roca circular inclinada. A lo lejos podía verla adornada con cuarzos de colores, conchas y fragmentos de ámbar. Al frente de la roca habían levantado un altar para la Dama blanca, en cuyo centro tallaron el árbol de la vida con sus raíces entrelazadas y retorcidas formando una estrella. De sus ramas colgaban collares de cuentas, coronas de flores violetas, rosas y blancas. En sus costados había cuatro cirios blancos encendidos. Y en las raíces del árbol un sahumerio. En el tronco tenía clavados medallones de madera tallados con símbolos que ella desconocía, excepto la luna en dos fases: llena y menguante.
Alma miró el astro grabado en la madera. Y luego miro al cielo. Ahí estaba la luna luminosa y mágica. Observó cómo se agrandaba y se acercaba. Tenía miedo. Pero ya no contaba con ningún dios al cuál rezarle. Solo quedaba aquella Dama blanca en la que ella alguna vez también creyó. Le imploro como pudo en aquel templo maldito. Y por un momento pensó que había sido escuchada al ver la sombra de una mujer opacando la luna. Estiró una mano como queriendo alcanzarla, pero se le escapó, moviéndose a los lados: huyendo. Luego se alejó y se hizo cada vez más pequeñita hasta casi desaparecer. Una lágrima resbaló del rostro sonriente de Alma. Sería sacrificada. Y lo único que deseaba era regresar a aquel jardín de la abuela. Y quizás ser ella misma una flor.
El sonido del caracol la sacó de sus ensoñaciones y le heló la sangre. Se aferró al brazo del hombre que sostenía su cabeza. Ese hombre que se presentó como su salvador, la sacó de la calle, la alimentó, le compró ropa fina y la enamoró hasta que ella se entregó a él. Ramón, que nunca fue capaz de tocarla, ni aún cuando ella le suplicó con sus besos y sus caricias. Ella creyó en él cuando dijo que sería felíz y tendría todo lo que quisiera, tuvo muchas cosas, menos su amor; creyó en él cuando le dijo que tenía que conservar su pureza hasta el momento adecuado, se imaginó con su vestido blanquísimo y una larga cola; pero ahora ya no creía más en él, dejó de hacerlo cuando lo vió besándose con José, el otro hombre que la cargaba.
Los dos la obligaron a vestirse con un camisón blanco diminuto y le pusieron una corona de plumerias en la cabeza. Ella las reconoció por su fragancia, las recordaba adornando el jardín en casa de su abuela. De niña siempre pensó que eran como estrellitas. Nunca las cortó, prefería olerlas, acariciar sus pétalos. Cuando la abuela murió y Alma perdió la casa, soñaba que un día regresaría y las plumerías seguirían ahí, rosas y blancas con ese centro amarillo que contenía el universo. No regresó. La vida se desmoronó antes de que pudiera hacerlo.
Las personas que caminaban detrás de ellos iban cubiertas hasta la cabeza con sus túnicas moradas. Formaban una procesión al final de la cuál se observaba a un hombre gordo con una túnica negra y astas doradas. La joven lo reconoció, porqué cuándo Ramón la entregó le dijo que ese hombre la prepararía. Luego él la violó y la inyectó con falsa felicidad. Y por eso, aunque quería llorar, la sonrisa no se borraba de sus labios.
Cuando dejaron a Alma recostada sobre la piedra, y amarrada con cadenas, el hombre gordo levantó una mano al cielo y empezó a entonar un cántico con voz melodiosa, que fue seguido por el sonido de viejos tambores que saturaron el ambiente.
El resto de los concurrentes se detuvo abriendo paso a su líder. El hombre gordo caminó lentamente hasta el frente de la procesión y se aproximó hasta la roca. Dos mujeres con capuchas negras lo escoltaban, una a cada lado, la más alta de ellas llevaba en las manos una caja de madera. Al llegar a la mesa las mujeres encendieron un cirio blanco grabado con una espiral y entonaron todos una alabanza a la Dama blanca, a la madre tierra: Gaia.
El caracol llamó tres veces, luego llegaron los gritos al unísono y todos los presentes zapatearon la tierra coordinados como si de un batallón militar se tratara. José, el compañero de Ramón tocó un cuerno y todos se callaron.
-Hermanos -dijo el hombre gordo, estamos aquí para alabar a nuestra señora y aplacar su ira. Cantemos y bailemos a la luz de la luna en honor de nuestra madre tierra. Entreguémosle en sacrificio esta virgen y oremos para que nuestra señora la acepte y perdone nuestras ofensas.
-¡Entrégala, despedázala, entrégala! – corearon extasiados y de nuevo empezaron a cantar.
Mientras Ramón sacaba una daga de obsidiana de la cajita, el hombre gordo se arremango las muñecas de la túnica y se acomodó un reloj de oro. Alma, al ver la daga se sintió desorientada, movió su cabeza de un lado a otro buscando la ayuda de Gaia la Dama blanca, hasta que la corona de flores se le cayó, finalmente fijó su mirada suplicante sobre Ramón que estaba sonriendo. El hombre gordo la apuñaló repetidas veces mientras ella gritaba y forcejeaba. Su sangre se derramó por la piedra y salpicó el altar. La procesión aullaba al unísono.
El hombre gordo estaba eufórico. En las ceremonias esta era su parte favorita. Se deleitaba al ver los despojos del sacrificio, a veces en secreto cuando la víctima era una joven hermosa, también se divertía de otras formas. Sus pupilas se dilataron y abrió tanto los ojos que parecía que se iban a salir de sus cuencas, observó la sangre derramada sobre la piedra y recorrió con la mirada el chorro que había llegado hasta el altar. Extendió una mano y lo recorrió superficialmente. Con un solo dedo tomó una gota de sangre, se la llevó a la boca y saboreó su dulzor.
A su alrededor todos bailaban y cantaban. Muchos ya se habían despojado de sus túnicas. El alcohol y otros estimulantes circulan entre ellos. Un séquito de hombres y mujeres jóvenes semidesnudos comenzaron a danzar en la ceremonia. Los asistentes se entregaron al placer de la carne. Ramón y José bailaban desnudos. Imitando a dos venados.
Todos, menos el hombre gordo, se habían olvidado de la mujer. Él la contemplaba, recorría sus curvas. Alzó la vista al cielo y dirigió nuevamente alabanzas a Gaia en caso de que alguien lo viera y descubriera su farsa. Se disponía a retirarse, pues en casa su mujer y sus tres hijas lo esperaban, cuando observó la corona de flores tirada. La tomó y la llevó al altar junto a las otras. Antes de irse con los bolsillos llenos y el deseo satisfecho decidió observar por última vez el cuerpo sin vida. Entonces noto que el camino de sangre estaba lleno de brotes, lo recorrió con la mirada hasta llegar al cuerpo de Alma que yacía sobre la roca, vio cómo las flores brotaban de la sangre que a su vez iba desapareciendo. Luego el hombre vio como se abrían y formaban un jardín que cubría el cuerpo de Alma. Ahí estaban los claveles, las dalias y las plumerias: rojas, todas rojas. Eran estrellas de fuego que de a poco empezaron a rodearlo. Empujándolo hacia la roca.
El hombre gordo se inclinó para observar más de cerca, luego dio unos pasos hacia atrás y se llevó las manos al cuello mientras de su boca brotaba una rosa roja.

José S. Ponce (México, 1995) Estudió Biología en la Facultad de Ciencias de la UNAM. Actividad que compagina con la lectura y escritura de literatura de imaginación. Fanático de la animación. Autor de la antología Bio-extravíos (Vórtice, 2024) ha publicado relatos en las revistas Río Grande Review, Exogénesis, Teoría Omicron, Espejo humeante, Retazos de ficción, Narrativa y Exocerebros. En los podcasts Cuentos del bosque oscuro y Noche de Terror. Y en la antología La extraña orquídea floreció en el sur. Cuentos de ecohorror.