Nos esperaban esa tarde. Manejé despacio a través de un largo camino cubierto de hielo e hice todo por alargar esos últimos minutos a su lado, aunque la suerte ya estuviera echada. Su corazón aún latía mientras lo acariciaba sobre mi regazo. Su pulso, aunque débil, seguía presente como un recordatorio de su espíritu incansable.
Llegamos al lugar designado y con movimientos rápidos, pero amorosos, envolví a Chiquito en mantas para protegerlo de las temperaturas tan bajas. Su enfermedad lo emponzoñó mermando con rapidez su capacidad física, no había paliativos disponibles y sólo alargarían su sufrimiento. En casa nos turnamos para consolarlo durante largas horas mientras esperábamos luz verde para la inyección que induce la muerte—que no se administraba salvo en contadas ocasiones. En cuanto me dieron fecha y hora me puse nostálgica recordando cómo su alegría había llegado a nosotros a pesar de nuestro mundo caótico.
Fue el segundo perro que adoptamos a través de los interminables listados de descripciones incompletas que circulaban después del gran terremoto que devastó al continente dos años atrás. Elegimos primero a su hermana de camada, pero Chiquito tomó su lugar en la lista cuando otras personas se llevaron a la perra. Durante la plática con el albergue nos explicaron que un cuidador tipo A7 llegó primero y no lo escogió por “su condición”. Mientras me acordaba de eso, abracé su cuerpo frágil con más fuerza y me reí para mis adentros. Nosotros fuimos los afortunados, porque un perro ciego de un ojo no tenía ningún “problema” sino una capacidad especial que agudizaba sus otros sentidos. Chiquito, un Lhasa Apso de tres años, realizaba sin problema sus tareas de apoyo porque era tranquilo y obediente, cualidades primordiales para dar soporte emocional a los damnificados.
—¿Se lo llevan, así como está? — a la encargada del albergue le preocupaba recibir otro rechazo. Su pregunta nos provocó asombro, no podíamos creer que no lo adoptaron por esa única razón.
—Te pondremos un parche y así te protegeremos el ojito de pelusas y del frío— Robert le decía varias veces, mientras lo acariciaba y admiraba el brillo de su único ojo.
Chiquito sobresalió entre los perros sobrevivientes por su temperamento apacible y porque avisaba con sus ladridos sobre algún movimiento sospechoso. Al iniciarse la reconstrucción después del desastre, los perros pequeños brindaron ayuda a cientos de personas y los grandes eran entrenados para apoyar en la revisión de construcciones antes de declararlas zonas seguras. Los militares albergaron a varias personas y perros que se constituyeron en equipos autorizados, existían tres categorías: A7, B2Y y C4. Los últimos trabajábamos en el refugio que cuidaba a la gente de edad avanzada.
La responsabilidad que me dieron en el albergue militar mejoró mis conocimientos técnicos antes de poder unirme a las cuadrillas de búsqueda, limpieza y soporte. Tuve oportunidad de preparar a otros perros, que estaban bajo mi cuidado, hasta que se unieron a los grupos que reparaban la central hidroeléctrica, el cableado general y las redes de comunicaciones que suministraban energía, agua potable y trabajaban para restablecer el internet y los sistemas de calefacción que utilizábamos en refugios y centros de acopio. Mientras las reparaciones tenían lugar, los cuidadores caninos acondicionamos estancias temporales con algunas estufas de leña para hervir agua, asadores para quemar papel y madera, bancas y camas improvisadas con cartones y cobijas para lidiar con el descenso de las temperaturas a causa del desastre climático.
Las labores de rescate y apoyo del equipo canino eran extenuantes, éramos pocos en cada cuadrilla, pero nos mantuvimos unidos ante el desconcierto y el terror de miles de personas afectadas por la destrucción. Gracias a mi experiencia previa con animales de soporte me dieron el lugar de una voluntaria embarazada a quien era importante cuidar para no exponerla a peligros innecesarios.
La onda expansiva del sismo desencadenó maremotos que destruyeron enormes extensiones de tierra y zonas urbanizadas. Los campamentos militares y de damnificados estaban protegidos por algunos retenes, pero había zonas derruidas en dónde era fácil emboscar a vehículos que transportaban personas, animales, comida y agua de emergencia. La lucha por encontrar víveres y espacios habitables generó un mercado negro despiadado que ofrecía productos y animales que fueron robados con frecuencia por varios grupos de asalto, tan sólo en nuestro sector perdimos varios lomitos a la semana y se rumoreaba que era por la escasez de carne y porque querían tener perros adultos para la crianza, búsqueda de personas y protección.
Chiquito era dulce y carismático para ganarse el corazón de los refugiados mayores que llegaron por montones a los albergues y disfrutaban de su actitud cariñosa en cada visita. Por su condición de pirata perruno, nunca lograría pasar el examen como guía o de rescate, pero hacía sentir bien a las personas y su comportamiento en público era impecable.
Cuando enfermó de gravedad me obsesioné con hallar un recurso para extender su vida y decidí explorar cualquier alternativa. La más atractiva, y aventurada, llegó mientras visitábamos a una persona muy especial en uno de los refugios dentro de nuestro sector, una mujer que no había visto antes me abordó con preguntas sobre nuestro pequeño perro. Mientras platicábamos, ella me entregó un folleto hecho de papel reciclado que anunciaba en la portada: “Programa de robótica canina avanzada. Conozca nuestro centro de reinserción (CRR)”. Me dijo que debía considerar lo valioso que Chiquito resultaría para la humanidad. No capté la idea en el momento, pero leí la publicidad con atención y ese programa de robótica me dio aliento porque ya estábamos perdiendo la batalla con su cáncer y falla renal, ésta última por envenenamiento con una medicina demasiado fuerte para su organismo. Los perros tienen un enorme umbral de dolor y no demuestran sufrimiento sino hasta que es demasiado tarde —¡ese fue mi pendejo error! —, no darme cuenta a tiempo. Chiquito nunca reclamó a pesar de que imagino que tenía fuertes dolores.
Contacté enseguida a las personas referidas en el folleto para preguntar sobre las razas híbridas y el proceso de reincorporación. Era un grupo asesorado por el ejército que no cobraría por la reinserción de un perro mediante memoria robótica, pero era necesario seguir estrictos códigos de seguridad y secrecía durante el programa. Se dedicaban a crear perros híbridos mediante sistemas robóticos que los convertían en animales de servicio tipo A7. Me interesé por su propuesta y firmamos la cesión de derechos, Chiquito entró al proyecto y nos prometieron que se quedaría con nosotros. Nuestro tuertito peludo sería un robot auxiliar y realizaría trabajos especiales. El fin parecía noble, aunque demasiado bueno para ser verdad, no lo pensé mucho porque nos daba una posibilidad más allá de la muerte y con eso bastaba para evitar incinerarlo o tenerlo bajo tierra cubierto de gusanos.
Regresé de súbito de mis cavilaciones, justo enfrente de las puertas de cristal estrellado del lugar donde se establecieron los servicios de veterinaria. Creo que alguien me deseó buen día porque al entrar escuché varias voces tratando de ser amables. El veterinario en turno nos esperaba en el cubículo uno, le tomó los signos vitales y me habló en voz queda, asegurándome que ya se había hecho todo lo posible y ayudarlo a bien morir era la mejor decisión. Respiré hondo y pensé que era bueno saber que después de su muerte regresaría a nosotros por la reinserción robótica. En el CRR me hablaron de los estupendos resultados y me dieron instrucciones de llevar a Chiquito antes de dos horas, después de morir, para comparar su estructura ósea con la máquina prototipo que iba a reiniciar su actividad cerebral para la inmediata transferencia de memorias. En un proceso inicial, el CRR sacó moldes e impresiones de patas, hocico y la cuenca vacía de su ojo porque eran necesarios para programar el cuerpo robotizado a partir de sus medidas y características físicas exactas. Asimismo, en su lomo insertaron unos diminutos implantes, chip y puerto USB para conectarlos al nuevo cerebro experto para transferir su personalidad y capacidad de reconocimiento de voces humanas; de esa manera el robot conservaría los recuerdos y el comportamiento de Chiquito.
El CRR pedía el certificado de muerte asistida como requisito indispensable para iniciar el programa. Una vez que el veterinario me firmó el registro correspondiente, recibí autorización para manejar el cuerpo por mi cuenta. El trámite se realizó sin problema y salí lo antes posible. Afuera de la veterinaria, todo era silencio. Sólo se escuchaban mis pisadas sobre el pavimento nevado, los copos de nieve continuaban cayendo como estrellas resplandecientes, eran hermosos y únicos. El estacionamiento estaba techado, un verdadero alivio ya que no sólo sufrimos los estragos del devastador terremoto, sino que el calentamiento global sumió a la mayor parte del continente en un ambiente gélido de varios grados bajo cero. En pocos minutos un vehículo quedaba congelado y enterrado bajo espesas y blancas dunas. Coloqué con cuidado a Chiquito en el asiento del copiloto y, al arrancar, mi carro respondió con un largo y grave tronido.
Los efectos del terremoto devastaron el centro y alrededores de las ciudades ocasionando derrumbamientos de edificios y kilométricas grietas en la superficie asfáltica. Los habitantes de los suburbios libramos mejor la situación; en urbes densamente pobladas, los desastrosos efectos provocaron desplazamientos hacia la periferia de personas que quedaron disipadas entre las ruinas y sin refugio.
Aunque también nuestras colonias quedaron arruinadas, todos quisimos apoyar, pero los miembros de poderosas familias y corporaciones trataron de imponerse para que les dieran prioridad en el único hospital disponible. Robert trabajaba con el comandante encargado de habilitar viviendas para la gente sin hogar; los dos se negaron a hacer distinción alguna entre pobres y ricos, aunque nunca cesaron las presiones e insultos cuando no cumplían los caprichos de los más pudientes.
El auxilio moral y médico dependía de los sobrevivientes disponibles para realizarlo, los centros de ayuda aceptaban a todo tipo de personas; eran conjuntos de naves industriales desperdigadas que se reconstruyeron como refugios para resguardarnos de las tormentas y protegernos de las crudezas climáticas que agrietaban nuestra piel por el frío tan intenso. A diferencia del pasado, todos tuvimos que vivir en lugares desprovistos de lujos y con recursos que apenas podíamos mantener. En los albergues instalamos huertos invernales con plantas y semillas recuperadas de otras partes; intentamos con esperanza ciertos vegetales como espinacas, chiles, coliflores, zanahorias, ruibarbos, rábanos y cebollas porque se pensó que podían resistir las heladas y temperaturas bajo cero. Con la ayuda de perros de pastoreo logramos reubicar a nuestro cuidado las pocas cabras y borregos que andaban desbalagados. Nos organizamos en grupos de rescate improvisados para socorrer a otras personas y tratamos de procesar lo que pasó para dejar atrás aquella faceta de seres funcionales de un orden social que ya no existía —la catástrofe ambiental nos convirtió a todos en refugiados y nos agrupó en un nuevo cordón de sustento mutuo y supervivencia.
El CRR no quedaba lejos y la ruta estaba libre de restos de estructuras colapsadas, así que llegué rápido. El centro estaba en el cruce de la 3 y la 205 en el sector más afectado. El edificio todavía tenía el rótulo original: <<Museo Bentham>> que descansaba sobre una de las cornisas del que fuera una de las construcciones más llamativas y emblemáticas del país. Desde la calle se veía el avanzado deterioro de la fachada, las ventanas rotas y fantasmagóricas estaban bloqueadas con madera, los resquicios de puertas y ventanas quedaron cubiertos de gruesas capas de polvo y basura acumulada. Pese a los daños a su estructura, el viejo museo se mantuvo en pie, no así los demás edificios que en esa avenida quedaron aplastados por completo. De anteriores visitas reconocí el enorme vestíbulo y el destartalado módulo de recepción del famoso museo que ahora recibía a los “pacientes”. Se veían también letreros colgados en las desnudas paredes como advertencia sobre los pisos subterráneos que permanecían inundados.
El CRR utilizó ese edificio desde mucho tiempo atrás para trabajar en otro tipo de vida al margen del bullicio de la ciudad y los gobiernos. Ahí adentro era otro mundo, lleno de personas que entregaban a sus animalitos muertos. Nadie platicaba entre sí, todos compartíamos el nerviosismo del momento. Cuando por fin llegó mi turno, saqué el papelito donde garabateé los datos de mi reservación. Nos tocó en el segundo piso y me lancé escaleras arriba hasta llegar a un angosto pasillo iluminado con lámparas de emergencia tan refulgentes que me alteraban los nervios. Escuché algunos ruidos y chispazos metálicos, me paré en el umbral de la puerta a esperar y apareció una muchacha muy seria con quien traté de entablar conversación.
—Traje esto en agradecimiento por aceptarnos–, apenas lo dije, cuando una muchacha alta y de cabello anaranjado me arrancó la bolsa de plástico donde había puesto algunas latas de frijoles y sopa Campbell’s.
—Ponlo ahí, y espera afuera–, me indicó mientras prendía un cigarro y apuntaba con el dedo hacia una mesa alta que pude distinguir entre las sombras de un cuarto repleto de grandes pantallas, controles remotos, monitores con focos encendidos y cables industriales conectados a un enorme servidor ubicado contra la pared. Avancé en la penumbra y noté que una flecha de luz de color rosa neón resaltaba los bordes de una pila de accesorios colocados sobre un tapete hecho de cartón desarmado.
—¿Son para los perros robot? —, le pregunté a la chica que revisaba las latas entusiasmada.
—Sí, son para intercambiar por comida o ropa con quien quiera algo de arte callejero. Usamos materiales que hallamos en construcciones abandonadas; a veces encontramos documentación y reliquias familiares como libros y fotografías, pero esos no los tocamos porque nos dan miedo los espíritus de la gente que no tuvo tiempo de salir de sus casas o trabajos antes de que se les cayeran encima .
Tenían collares hechos de listones, cuero y retazos de tela coronados con candados en lugar de broches y había correas gruesas elaboradas con hilos de metal o cadenas, eran diseños acordes a ese centro donde seguro contaban con los únicos sopletes y pinzas industriales disponibles. Busqué con la mirada algo para Chiquito, pero me distrajo la unidad de hardware con cabeza de robot que esperaba en la mesa donde lo iba a acostar. Nunca pensé vivir en un futuro de pesadilla colectiva resultado de múltiples catástrofes naturales. Ese cuarto era una clara imagen del rigor artificial que nos estaba destinado, así lo demostraba la enorme vitrina llena de controladores, motores de movimiento, sensores y, a diferencia de la veterinaria, en la pared existía una pinta del esqueleto de un perro robot.
Dudé por unos minutos antes de despedirme y colocar en la mesa el cuerpo lánguido y sin vida de Chiquito, acaricié su pelaje de color marrón claro y blanco, antes sedoso y suave, deseándole buen viaje de vuelta. Salí al pasillo donde esperé por horas mientras se suponía reiniciarían su función neuronal a través de esa arquitectura nueva y oscura, que siempre despertó mi curiosidad, porque prometía replicar la función cerebral en un nuevo cuerpo compuesto de válvulas revestidas con materiales especiales y sensores para controlar la vida del robot.
¿A los perros robotizados les daban un corazón metálico indestructible? Respiré hondo mientras pensaba en mis razones para creer en las bondades del proceso para liberarlo de una muerte física. A mi entender, nuestro perro se convertiría en una máquina de mayor envergadura; una nueva generación híbrida cuyo sofisticado sistema imitaría de manera racional el comportamiento de animales guía y tendría las ventajas de un ser superdotado e inmortal —¿por eso el CRR se mantenía cercano a los militares? —. En realidad, estaba lejos de entender lo que realmente pasaba, porque la dichosa solución maravilla sería para uso exclusivo de ciertos grupos. Y yo había accedido a ella por la desesperación, pese al temor general de los cuidadores sobre los temas de robótica aplicada.
Salí muy tarde y triste del CRR; sin el robot prometido y sin otra cosa que un mechón de pelo de Chiquito atado con descuido a su collar. Dijeron que me buscarían pronto para confirmar los siguientes pasos. Esperé unas semanas hasta que empecé a presionar en persona en el centro. Pasó un buen tiempo hasta que dejaron un mensaje de voz a deshoras que reescuché varias veces:
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Mensajes de Voz
Número desconocido 19/septiembre/2085
Ubicación no reconocida 07:19 a.m.
Duración: 0:00-00:54
Transcripción
“Estimada Sra. […], lo sentimos mucho, pero no fue posible completar la reconstrucción robótica de su perro Chiquita. Se cancelan nuestros servicios según la cláusula R#567. Agradecemos su participación […] etc., etc.”
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Meses después del mensaje, mientras desayunábamos, vimos en las redes una nueva mascota militar: un hermoso perro robot con un simpático parche sobre su ojo derecho. Lo anunciaban cómo un híbrido recargable que vivía más tiempo que un perro normal. El ejército lo pondría a disposición de algunas cuadrillas para evitar el hurto de animales de apoyo y de protección civil.
—¿Quién puede confiar en esa gente? ¡Son puros disparates! —, Robert explotó con escepticismo, mientras que la noticia golpeó mi mundo presente con el mayor daño y dolor posibles; sentí las mejillas calientes por el llanto y en mi cabeza estalló una guerra de feroces gritos ahogados.
—¿Qué pasaría si le dijera que creí en la posibilidad de trascender al cuerpo y por esa razón entregué a Chiquito sin medir las consecuencias?
Adriana Carrión-Carlson. (Chicago, IL). Narradora de historias. Tallerista de cuentos y minificciones. Lectora serial. Detective literario. Profesional de la edición, revisión
técnica y corrección de estilo (en inglés). Interesada en la difusión cultural y literaria. Domina el arte de ratonear en biblioteca propia y ajena. Transita entusiasmada por las
aguas de la ciencia ficción, el terror, la novela negra, lo extraño y lo inquietante.