¿Recuerdas el día que llovió tan fuerte, cuando se metió el agua a la cocina? Sí,
no tienes que repetirlo: fui yo quien olvidó cerrarla. Llegué a casa empapado, con
frío y directo a buscarte, claro; traía paraguas, pero hizo mucho viento.
Bueno, te cuento: todavía no había luz, así que recorrí la casa a tientas, ¿sabes?
Me la sé de memoria; los aromas y los recuerdos dibujan nostalgias, aquí no hace
falta la luz, todo se queda en el mismo sitio donde lo dejas.
Hoy quiero que llueva fuerte y constante para sentir que estoy lejos de aquí y tú
cerca de mí. Cuando salí de bañarme ya había vuelto la energía eléctrica, pero tú no estabas;
fui a la cocina para prepararme un café y me di cuenta de que el agua en el suelo
alcanzaba algunos centímetros. Trapeé sin ganas; cuántas cosas hacemos solo
porque se tienen que hacer.
Puse la cafetera y pensé en ti, María. Aumenté dos tazas. Aunque en el fondo
sabía que no llegarías, el hecho de que sobrara café me hacía sentir acompañado.
La ausencia se siente en ambos lados y sabe a sal, se respira como el aire,
estremece como el frío y retumba en el silencio; es una presencia que se aloja en
las entrañas.
¡Ya! ¡Nada más reprochas! No te había contado todo porque a las palabras las
selecciona el tiempo, ¡pero sí te quiero! A veces eres como un eco constante que
asfixia mi cabeza.
A ver, sigo… ¿o prefieres que pare? Bueno, ¡ya! Entiendo; continúo…
Estaba sentado en mi oficina, terminando el trabajo, cuando de repente se apagó
la computadora. ¡Ah! ¡No había respaldado nada en los últimos treinta minutos!
Esperé y esperé… Nada, seguía sin haber luz; entonces me di cuenta: llovía
fuerte. Tú sabes que en un edificio, si no te asomas a la ventana, ni te enteras de
la lluvia.
El personal de la oficina comenzó a preparar sus cosas y se alistó para salir. Hasta
el vecino de escritorio se había ido, el peloncito bajito por el que, algún día te
comenté, sentía pena. ¡Cómo que no sabes! Si ya te he hablado un centenar de veces de él,
quien llega cuando nadie ha llegado y se va cuando todos se han ido. ¡Ah, no me
digas chismoso! Si te lo digo es porque de él se cuentan tantas cosas: que si es
una leyenda viviente, que si nunca se casó, que si perdió a su familia en un
accidente, que conserva a su esposa muerta en un congelador. Es imposible adivinar su edad y
uno desconoce si se siente contento o triste; es raro, no platica con nadie y ya
lleva muchos años trabajando aquí. Dicen que cuando comenzó la compañía, y el
dueño compró el piso dieciocho, él ya se encontraba ahí, sentado, sin que hubiera
sillas. A lo mejor es un invento del patrón, un sueño materializado del empleado ideal que
vaga entre escritorio y escritorio.
Yo esperaba, pero cuando el sol comenzó a ocultarse decidí prepararme también:
desconecté la computadora, llevé mi taza al fregadero, guardé algunos papeles en
los cajones de mi escritorio y otros en el portafolio; tomé el paraguas y salí al pasillo.
La oscuridad lo inundaba todo.
La verdad, tenía temor. Ahí se siente el movimiento aún sin que exista: teléfonos
sonando, hombres y mujeres corriendo, otros fumando; caminé con cuidado para
no chocar. Fuera de casa y en penumbras los recuerdos toman forma y se paran
frente a mí, retándome. Seguí avanzando y cuando me encontré delante de lo que
parecían ser los elevadores, tomé conciencia: me encontraba en el piso dieciocho,
a mitad del edificio. Colgué el portafolio en mi hombro y guardé el paraguas en el
cierre superior. No se veía casi nada, pero con las manos palpando los muros
sentí la puerta de emergencia. La abrí, y la sensación de ser observado por
muchos ojos ciegos se apoderó de mí: ahí estaba yo, transparente, expuesto. El
ambiente se sentía húmedo, olía a sudor.
Venían muchos por las escaleras, cansados. Traté de meterme entre ellos; claro,
pisé a más de uno; pedí disculpas, algunos me gritaron enojados, pero unos
segundos después, tomé ritmo: escalón por escalón. Así tenía que ser, si no, te
llevabas a los demás. Era mejor ubicarte en medio de ellos, porque cada que
bajábamos un piso la salida de emergencia se abría y se incorporaban más. No
faltaba el inconsciente que empujaba queriendo avanzar más rápido que el resto,
golpeando a quien fuera pasando, entonces algunos se tropezaban y tiraban a
otros. Avanzábamos tan lento que comenzamos a platicar en silencio y a tomarnos
de las manos. ¡¿Qué?! ¿Cómo se te ocurre decir eso? ¡Claro que no coqueteaba
con nadie! Solo nos dábamos ánimo y apoyo unos a otros. El calor era tan intenso
que parecía que bajábamos al infierno, resignados y de la mano. De pronto me
llegó una oleada de aire limpio con aroma a lluvia, y me di cuenta: Habíamos
llegado a la planta baja. Salíamos de dos en dos entre empujones y pisadas. Nos
soltamos de las manos, ya cada quién se hacía cargo de sí mismo. Crucé la
puerta con dificultad, tomé con fuerza mis cosas y recobré el equilibrio.
Alzo los brazos, siento latir mi corazón y mi cabeza hace de balanza.
Eran las siete de la tarde. A la planta baja todavía la iluminaba el sol; entonces,
caminé con paso firme hacia la entrada y pude ver que seguía lloviendo. Salí, y
pegadito a la puerta abrí el paraguas y me dirigí al carro.
¡No dejé el carro en el estacionamiento del edificio! ¡Sí!, pienso, a diario es
imposible encontrar un lugar, pareciera que todos duermen ahí. ¡Ya sé! Pude
haberme esperado a que disminuyera la lluvia, pero no se veía para cuando cesaría; al contrario,
aumentaba y como te dije, me sentía cansado, tuve un día pesado. Además perdí
la información de mi computadora ¡No me mires así con esa risa de burla! ¡Me
desquicias!
Qué cansadas son las noches en que los ojos no ven pero piensan, esas en que
los labios callados gritan, mis oídos sordos escuchan y las manos abrazan
momentos.
Ah, ¿sigo o no? Ya se me quitaron las ganas de contarte; bueno, bueno, continúo… Comencé a caminar. La calle parecía río, soplaba fuerte el aire y me mojaba por completo. Decidí cerrar el paraguas y dejar que la lluvia cayera sobre mi cabeza.
Seguí hasta que llegué a una esquina. Había decenas de carros con las luces
encendidas, unos parados y otros circulando; era un caos, como mi cabeza. En
ese momento y a punto de cruzar de banqueta a banqueta, recordé: ¡no debo
bajarme! Seguro las alcantarillas no tienen tapadera, pero, ¿cómo voy a cruzar la
calle? El terror se apoderó de mí; mi estómago se endureció, quedando quieto; la
respiración se entrecortó, mis manos temblaron y mis piernas perdieron fuerza.
¡Qué miedo de morir! Volteé a mi alrededor. Todos me miraban y se reían de mí,
así como tú lo haces a menudo; las personas en los carros se detenían y me
señalaban. ¡Es que ellos no saben! He escuchado tantos casos de personas que
desaparecen así; son tragados por esta gran ciudad y expulsados de ella,
desechados entre la porquería, su porquería. Los encuentran después de días en
los ríos junto con animales en putrefacción. ¡No estoy loco! Mejor me voy; regreso
cuando pares de molestar. Te da coraje. Como tú no tienes nada que contar,
siempre encerrada entre cuatro paredes y en ti misma, con los ojos cerrados como
tus oídos, te das el lujo de aparecer a tu antojo y solo llegas para reprochar: que si
esto y lo otro; eres como el viento que se cuela, invade y azota.
Estás en el negro, pero más en el rojo, circulas con furia en mí.
Voy a terminar de contar. Me están esperando aquí afuera y necesito irme. Tomé
valor y crucé una, dos y tres calles sin problema. Cuando llegué al carro suspiré
aliviado. Quería llegar a casa con urgencia, tenía las mano frías igual que mi
cabeza y corazón, sentía ira. Abrí el coche, me subí, dejé mi portafolio y el
paraguas sobre el asiento del copiloto y encendí el auto. Arranqué con precaución; mi mente
volaba, dispersa. Me acordé de ti y me envolvió un eterno coraje; sabía que
querías dejarme, desde hace tiempo lo sé. ¡Y yo te amo tanto! Un rayo de luz me iluminó, tomé el
volante con firmeza y me di cuenta: era yo quien debía ayudarte a que te fueras.
Los semáforos no servían, todos parpadeaban y el agua fluía en las calles con fuerza
como la sangre en mis venas. Al llegar a nuestra casa un escalofrío me atravesó
de pies a cabeza; entonces supe que había llegado el día de la despedida. Entré a
la casa directo a buscarte. No me di cuenta de que dejé la puerta de la cocina
entreabierta; creo que deseaba la lluvia dentro para limpiar los pisos y mi alma. No
había luz, así que recorrí la casa a tientas, ¿sabes? Me la sé de memoria; los
aromas y los recuerdos dibujan, no hace falta ver, todo se queda en el mismo sitio
donde lo dejas. Te encontré recostada en la sala.
Cuando me viste te levantaste reclamando y sin parar de hablar. Escuché lo que
no decías, me gritabas sin decir: ¡Sebastian, ya me quiero ir, ayúdame a salir de aquí!
Fue cuando mis manos sobre tu cuello trataron de hacer algo por ti; tu cara se
tornó roja, mis manos también, vi tus ojos abiertos, grandes, fijos, ¡hermosos! Tus
labios separados tomaron color de luto y tus manos que aleteaban con rapidez de
pronto dejaron de tener fuerza, quedaron a un costado de tu cuerpo. Entonces
pesaste tanto que no pude sostenerte entre mis manos y caíste al suelo; me di
cuenta de que te habías ido y sentí alivio al haber hecho algo por ti: te ayudé a
escapar de tu desesperación. Seguí caminando y me dirigí directo a la regadera;
el agua caliente rebotaba en cada centímetro de mi piel. Ya estaba todo resuelto,
el jabón lavó y lo sucio se fue por la coladera. Me vestí y fui a la cocina, puse la
cafetera y pensé en ti, María. Aumenté dos tazas. Aunque en el fondo sabía que
no llegarías, el hecho de que sobrara café me hacía sentir acompañado.
A veces me visitas, parece que quieres que te cuente una y otra vez del día en
que decidiste partir. Sabes, me voy, están esperándome; hay alguien que sólo
llega, me inyecta, y yo duermo y sueño contigo.
Hoy quiero que llueva fuerte y constante y así el mundo gire más despacio; sentir
que estoy lejos de aquí y tú cerca de mí. Hoy las cortinas están más gruesas y no
dejan pasar la luz, las ventanas sordas a cualquier canto. Ven y escúchame sin
decir palabras, con un abrazo, con una mirada, con una lágrima, háblame con tus
manos, con tus besos, déjame estar solo pero contigo, en el suelo pero sobre tu
pecho, entre tus brazos, hasta que hoy sea mañana.
Que la lluvia me contenga por un instante, necesito que llueva y cada gota sea el
sonido de mi corazón que me recuerde que amo, siento y vivo.
Sofía Lorena Orozco Torres, 8 de septiembre de 1973, Guadalajara, Jalisco. Dedicada desde hace 24 años a la promoción de la lectura y la escritura creativa entre niños, jóvenes y adultos en escuelas, empresas y la sociedad en general. Ha participado en la apertura de más de treinta círculos de lectura y escritura creativa. Diplomada en Literatura y Condición Humana y Desafíos del Orden Global; El futuro de Europa, ambos por la Universidad Internacional de la Rioja. Autora de cuentos infantiles, El Alma de Don Jacinto con dos ediciones, la tercera edición será en maya, español y francés, se encuentra en proceso de publicación La trenza de mamá y Luna Nueva con tres ediciones, este último fue seleccionado en Coediciones 2022, Guadalajara capital Mundial del Libro. Cuento Tomás fue ganador del primer lugar por la editorial Momo. Gala, Samuel y su hogar, primera edición, está en edición con la Universidad de Colima.