La sombra del espejo

Tomás abrió la puerta y sacudió su paraguas empapado antes de entrar a la casa y cerrar tras de sí con un fuerte portazo. Después de todo, ya no quedaba nadie que reclamara por el ruido o el maltrato a la puerta. Era extraño tener la casa para él solo. Sin tanta gente alrededor, parecía mucho más grande que antes. Enorme, de hecho. Su voz hacía eco entre las gruesas paredes y por más que encendiera la calefacción, esta nunca parecía ser suficiente para calentar el descomunal caserón de diez habitaciones. Y pese a eso, pese a todo el espacio que ahora tenía, a los amplios ventanales y los techos altísimos, Tomás se sentía asfixiado. El ambiente era frío, silencioso, oprimente. Como una tumba. Como si él mismo hubiese sido arrojado (con todo y casa) dentro del mausoleo donde dejaron a su agresora, un par de semanas atrás.  

Después de la muerte de su madre, la casa estuvo llena de actividad por un tiempo. Un enjambre de parientes y “amigos” provenientes de todos los rincones del infierno se acercó a la casa y la convirtió en el epicentro de una celebración como no se vio nunca por esos derroteros. Honrando las antiguas tradiciones, sus familiares faenaron tres cabezas de ganado, dos docenas de pollos, tres corderos y asaltaron la bodega de vinos y licores. Bebieron y comieron a destajo durante los tres días que duró el velatorio, como si se tratara de una especie de venganza contra esa tía fría y austera que siempre los vio sobre el hombro y que solo se dedicó a explotarlos como mano de obra gratuita por años. Tomás se convirtió en un intruso en su propia casa, deambulando por las habitaciones e intentando hacerse invisible contra las paredes. Acostumbrado como estaba al pesado silencio en el que lo criaron, el ruido, la alegría y la fiesta se sintieron como un ultraje.

 Pero, era un ultraje que estaba dispuesto a soportar.

Si aguantó los primeros veinte años de su vida sin volverse loco podía resistir un poco más. Sus parientes, ávidos por saber quién sería el beneficiario del testamento de la anciana, permanecieron un par de semanas en la casa, esperando a la lectura del abogado. Cuando llegó el día, Tomás permaneció en un rincón y observó la escena desde lejos, con sus maletas preparadas y el corazón lleno de ilusión. Era libre. La mujer que manejó su vida con vara de hierro, suprimió todo lo que era y aplastó sus sueños, haciendo de su existencia una miseria al fin había regresado al hoyo hediondo y putrefacto del que nunca debió salir.

El abogado leyó las últimas voluntades de “la buena mujer” en voz alta y todos se giraron hacia él cuando apareció su nombre como único heredero de la casa, las fábricas y los terrenos. Su madre, maldita ella, le dejó todo, dejando una cláusula muy específica en la que estipulaba que él debía permanecer en la propiedad y hacerse cargo de la administración de los negocios familiares. Si lo hacía, los parientes listados (que eran todos los presentes) recibirían una generosa pensión mensual y tras la muerte de Tomás, la fortuna familiar se repartiría de forma ecuánime entre los sobrevivientes y sus descendientes. De lo contrario, su fortuna sería donada en su totalidad a la caridad, sin que ninguno de sus parientes viera un solo centavo.

La presión fue enorme. Todos aquellos que compartían su sangre, que, en teoría, lo amaban, se arrojaron sobre él como leones sobre una gacela para obligarlo a aceptar. Utilizaron diversas estrategias: desde los ruegos hasta las amenazas y no lo dejaron en paz hasta que Tomás, resignado, firmó los documentos con la espantosa sensación que firmaba su condena en lugar de su herencia. Sus parientes se despidieron de él, muy pagados de sí mismos y lo dejaron solo en su enorme y lujosa prisión, rodeado de sus demonios y su tristeza.

Tomás se quitó los zapatos y la chaqueta, dejándolas caer por cualquier lado. Le importaba muy poco si la madera del piso del salón se manchaba por el agua o si arruinaba las alfombras turcas. Estaba decidido a destruir esa casa hasta los cimientos, a dejarla caer en la decadencia hasta que cayera sobre él y lo sacara de su miseria. Avanzó con paso cansino por el pasillo y, de reojo, observó su reflejo en el espejo del descanso. Contempló su rostro ojeroso, su piel pálida, sus hombros caídos. Se veía cansado, derrotado, consumido. Para el resto del mundo, era un joven agobiado por la pérdida de su amorosa madre. Para él, eran las consecuencias de la maldición que su progenitora dejó atrás para hacerle la vida imposible incluso más allá de la muerte. Llevó su mano hacia su reflejo, delineando la forma de sus ojos y su boca, deseando no verla en su rostro. Pero ahí estaba: los labios finos, las cejas arqueadas, la nariz aguileña, los profundos ojos negros. Era una copia de su madre y se odiaba por ello.

– ¿Ni muerta podías dejarme en paz? – murmuró, dibujando la forma de su boca– ¿Por qué me odiabas tanto? ¿Por qué nunca pudiste amarme? – la rabia invadió su cuerpo como un veneno y no pudo evitar golpear el cristal con los puños, sin importarle que los cristales se clavaran en sus manos– ¡¿POR QUÉ NO ME AMABAS, MAMÁ?! ¡¿POR QUÉ?!

El joven sollozaba, temblando, dejando ir al fin el peso que cargaba en sus hombros desde… bueno, desde el día que nació. Tomás nunca pudo llenar las expectativas de Mónica, su madre y ella siempre se lo hizo saber. Su infancia la pasó entre gritos y golpes, exigencias imposibles de cumplir y humillaciones. No tenía un solo recuerdo agradable de su madre, ni uno solo. La mujer, hija de un rico hacendado, fue abusada por el hijo de uno de los socios de la compañía, quien no fue capaz de comprender que un no es una frase completa. Sus padres los casaron apresuradamente y Mónica se vio inmersa en un matrimonio sin amor, sabiéndose destinada a odiar a su marido hasta que la muerte los separara. Porque, para las mujeres como ella, la muerte es una mejor opción que el divorcio.

Por eso, cuando su flamante y joven esposo se rompió el cuello mientras cabalgaba, apenas un par de meses después de la boda, Mónica sonrió, escondiendo el cuchillo con el que rasgó sus cinchas. Todo el mundo la compadeció por ser una viuda joven, pero, ella se sabía libre: tenía asegurado el respeto de la gente, su hijo nacería dentro del matrimonio y ya nadie podría obligarla a contraer nupcias de nuevo, porque nadie quiere a una mujer ya usada y, encima, con un niño a cuestas. Era la heredera de su padre y el mundo no tendría más opción que rendirse a sus pies, pese a su sexo. Y eso la hizo feliz. Fue feliz hasta el día en el que Tomás nació. Una profunda tristeza se instaló en su alma cuando pusieron al niño entre sus brazos y se hizo más y más honda a medida que pasaba el tiempo. Y cuando Tomás creció y quiso compartir con su mamá aquella parte luminosa y mágica que descubrió en su interior, la tristeza mutó en cólera. A partir de ahí, todo fue cuesta abajo y la vida del niño se convirtió en un auténtico infierno.

Tomás lloró y lloró, dejando que el dolor de sus manos reemplazara el dolor que sentía en el pecho. Sus ojos picaban, dolían y su garganta se resentía, pero, no dejó nada dentro. Siguió llorando a gritos, tosiendo y farfullando hasta que las náuseas lo hicieron vomitar sobre la alfombra del pasillo. Solo entonces se sintió aliviado y alzó la vista, observando su reflejo distorsionado por las fracturas del cristal. Y entonces la vio. Ahí estaba, de pie tras él, mirándolo con los mismos ojos oscuros que él cargaba. Se giró con un grito, sintiendo el miedo mordiendo sus entrañas, esperando enfrentarla, esperando la oportunidad de decirle sus verdades. Sin embargo, ya no estaba ahí.

El solitario pasillo se extendía frente a él, como si se burlara de sus alucinaciones. Tomás cayó de rodillas, temblando de pies a cabeza. “Lo que me faltaba”, pensó, respirando con dificultad. La mujer lo atormentó toda su vida y ahora seguía haciéndolo después de muerta.

– Maldita…– musitó, poniéndose de pie– Eres una maldita…

El dolor de sus manos superó su estupor y Tomás se dirigió al baño con un suspiro para curar sus heridas. El escozor del agua fría en su piel lacerada alejó el miedo y pronto, la imagen de la mujer del espejo se retiró a un rincón muy escondido de su mente. Le echó la culpa al cansancio, a la rabia acumulada, a la soledad. Vendó sus manos heridas y regresó a su cuarto, refugiándose en la intimidad de su habitación. El llanto lavó su alma y lo dejó limpio por dentro. “Quizás eso era lo que necesitaba”, pensó, mientras se desvestía. “Quizás solo estaba despidiéndose”. El pensamiento resultó tan reconfortante, tan cálido, que lo hizo sonreír, muy amplio. Sonriente, encendió la radio y, por primera vez en su vida, subió el volumen hasta el máximo y cantó a todo pulmón, exorcizando sus miedos y mandando al infierno sus demonios.

Decidió comenzar a vivir. Después de todo, tenía un techo sobre su cabeza, un trabajo asegurado para el resto de su vida y una no despreciable suma de dinero para hacer lo que quisiera. Su madre estaba muerta; muerta y enterrada y ya no podía hacerle daño. Envuelto en un torbellino de actividad, limpió la casa de arriba abajo, desempolvó muebles y quitó telarañas. Apiló en el patio todas las pertenencias de su progenitora y arrojó una lata de gasolina encima, disfrutando con una cerveza en la mano el hermoso espectáculo de su legado quemado y destruido para siempre. Se sentía cómodo, al fin, luego de limpiar y redecorar el espacio, exorcizando la presencia maldita de la mujer. Lo convirtió en un sitio en el que podía verse siendo feliz…

Y entonces, comenzó la pesadilla.

Primero fue una pequeña sombra en el rabillo de su ojo. Algo pareció asomarse por uno de los pasillos, tan rápido que no logró identificar de qué se trataba. “Es mi imaginación”, se dijo, recordando la figura que vio, meses atrás, reflejada en el espejo. “Es mi imaginación”, repitió cuando la vio nuevamente, en el reflejo del microondas. “Es mi imaginación, es mi imaginación, es mi imaginación”. En cada objeto reflectante le parecía verla: el cabello largo, los ojos oscuros, los labios finos. Ahí estaba, omnipresente, robándole la escasa felicidad que consiguió en los últimos meses. La sentía observándolo, juzgándolo, llenando su mente de recuerdos dolorosos.

Eres una abominación– repetía su voz en su mente– Te odio… no sé cómo pude parir algo tan corrompido y asqueroso como tú…

            Tomás mesó su cabello entre sus dedos, desesperado. Ya no podía comer, no podía dormir, no podía vivir con ese peso sobre sus hombros, con esa presencia infernal que le recordaba cada día que no era más que un fracaso. Que su mera existencia era un terrible error. Su cuerpo temblaba constantemente y el sudor frío empapaba su ropa. La casa dejó de sentirse como un refugio y volvió a convertirse en una cárcel de la que no podía escapar. Y es que, por más que intentó alejarla, ella se negaba a dejarlo libre. Tomás la sentía bajo su piel cuando se bañaba, la sentía en su cama junto a él, la sentía en su alma, tan enraizada en su ser que parecía imposible deshacerse de ella.

Acudió a un psicólogo, quien le recomendó reposo y unos medicamentos maravillosos que dejaban su mente convertida en una masa blanda y aguada. Era como estar en el cielo. No pensar, no sentir, no recordar, no soñar. No ser. Pero, el efecto pasaba y todo comenzaba otra vez. Cada vez que pasaba frente a un espejo la veía, cada vez más clara, cada vez más cerca. Cubrió los pesados marcos de los espejos y los cuadros con gruesas telas negras y comenzó a evitar los pasillos donde se encontraban, temeroso que ella pudiera salir del marco para atraparlo y gritarle (una vez más) cuanto lo odiaba.

Porque sabía que estaba ahí.

Siempre estaba ahí.

Esperándolo.

Ella estaba en la casa, llenando su clóset con ropas de mujer y su tocador con productos de maquillaje. Estaba ahí, en los zapatos de tacón que se asomaban bajo la cama, en el perfume asquerosamente dulce que percibía en el aire… y cada vez se acercaba más. Sentía el roce de su largo cabello en su cuello, la suavidad de las telas de su ropa contra su piel, el aroma de su colonia a su alrededor. La locura se cernía sobre él como buitres volando en círculos sobre su cabeza, esperando el momento adecuado para dejarse caer sobre él y arrastrarlo a un punto de no retorno. Y Tomás tenía miedo, tenía tanto miedo…

Al borde de un colapso, corrió a su cuarto y arrancó la sábana que cubría su reflejo de un tirón. Ahí estaba, tal como lo imaginó, esperándola agazapada en la oscuridad.

– Te odio– le dijo, apuntando al reflejo con un dedo acusador– Te odio. Odio lo que me haces, odio lo que eres, odio todo de ti– sin pensar en lo que hacía, cogió las tijeras que reposaban sobre el tocador y comenzó a cortarle el cabello. Mechón tras mechón de hermoso cabello negro cayó al suelo, como si se tratara de animales muertos, rodeándolo.

Cortó y cortó hasta que la muchacha de la imagen dejó de parecer una muchacha. Limpió el maquillaje de su rostro con gestos bruscos y dejó su piel desnuda de adornos, observando como sus facciones poco a poco se volvían más y más masculinas. Poco a poco comenzaba a parecer él mismo de nuevo. Pero, ciertas cosas se interponían en el camino. Desnudó al reflejo con rabia, arrancándole aquel ridículo vestido negro, la enagua y la ropa interior, hasta dejarla completamente desnuda frente al espejo.

– Mira lo horrible que eres– le dijo al reflejo, repitiendo las palabras de su madre– Mira lo horrible que es tu cuerpo. Tienes tetas de perra, no tienes nalgas y tu panza es demasiado grande. Eres asquerosa. Pero, eso se acaba aquí y ahora…

            Cogió uno de sus pezones, grande y oscuro y estiró el seno lo más que pudo, sin tener en cuenta el dolor que pudiera ocasionarle. Con las mismas tijeras con las que cortó su cabello, comenzó a cortar la piel y el tejido de aquellos patéticos senos que colgaban sin gracia de su pecho demasiado ancho. Los gritos se escucharon en toda la casa y alertaron a los trabajadores que, en esos momentos, regresaban con la cosecha del día a las bodegas. Alguien llamó a la policía, mientras que los otros se apresuraban a entrar a la casona para averiguar qué pasaba. Cuando uno de los trabajadores entró al cuarto de Tomás, gritó de espanto.

            La señorita Mónica, su jefa, la dueña de la hacienda, yacía en el piso, rodeada por un montón de cabello, desangrándose lentamente. A su lado, sus senos cercenados horriblemente y entre sus piernas, una tijera profundamente clavada. La policía arribó unos minutos después, seguidos de una ambulancia y las enfermeras contuvieron una exclamación al ver el horrendo espectáculo. Ambas se arrodillaron junto al cuerpo maltrecho de Mónica y comenzaron a trabajar con ahínco, desesperadas por salvar la vida de esa pobre joven. Pero, la sangre no se detenía y los párpados de la muchacha pesaban cada vez más.

– ¿Qué fue lo que pasó aquí? – exclamó uno de los policías, pálido como la cera– ¿Quién le hizo esto, señorita Mónica?

– Mi nombre es Tomás…– murmuró, y el sonido del monitor cardíaco se detuvo para siempre.

2 comentarios

  1. Felicidades Génesis, hiciste vibrar mi sensibilidad de mujer y de madre. Ese final inesperado está increíblemente bueno!!!

  2. Muy intenso. Tremendo cuento que me deja el corazón acongojado. Me encantó el ritmo y las descripciones.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *