La silla del cinema

Las funciones de cine concluían entre las once y doce de la noche, lo que dependía de la duración de la película o de algún imprevisto técnico o error humano derivados de las proyecciones. Con el Fin en la pantalla, la concurrencia salía en estampida. Como si de no hacerlo de tal forma se quedaran atrapados para siempre en el salón-cinema. A su paso, los asistentes, en estado frenético por pisar la calle, aventaban las sillas que se podían ver volar varios metros del lugar donde estaban colocadas. Los accidentes, si bien no se producían con frecuencia, tampoco estaban ausentes. Por supuesto, la gerencia no se hacía responsable por daños físicos al interior del Cinema Palacio. Ésta era una regla que no estaba escrita en ninguna parte, pero se entendía por lógica pura; eran otros tiempos y los accidentes se presentaban sólo como parte de un mal día.

Las sillas-butacas eran de madera con diseño plegable. En el respaldo solamente tenían dos tablas horizontales para acomodar la espalda. No eran pocas las ocasiones en que algún cinéfilo entrara al cine en estado de ebriedad, quedándose dormido desde el inicio y hasta el final de la película. Cuando aquello sucedía, los dos jóvenes empleados encargados de recoger las sillas tenían que despertarlo o, en su caso, llevarlo a rastras para sentarlo en una banca del parque que se encontraba a tan solo unos cinco metros del recinto.

Una noche, al terminar la película y prenderse las luces del salón, notamos a media docena de personas paradas en círculo mirando hacia el centro. Mi padre y yo nos acercamos a ver qué sucedía y observamos a un joven que se había sentado utilizando la silla al revés, descansaba sobre una de las maderas horizontales del respaldo sus antebrazos y, encima de ellos, la cabeza, pero ésta no la tenía para abajo, sino que se encontraba mirando al frente en dirección a la pantalla. Mi padre pensó que se había quedado dormido por ebriedad y les dijo a los otros que lo miraban:

—Levántenlo y llévenselo.

—Está enfermo —le expresó uno de ellos.

—Más bien parece estar borracho —precisó mi padre.

—Bebe por su enfermedad —le informaron.

—¡Pero si está dormido! —afirmó mi papá.

—Está como desmayado, pero tiene el cuerpo tieso, no es posible moverlo —le dijeron.

Mi padre, para comprobar lo que le habían dicho, agarró la mano del sujeto para quitársela del lugar en la que la tenía y se dio cuenta que, efectivamente, estaba tan rígida como si estuviera hecha de madera.

—Lo tenemos que llevar con todo y silla. También necesitamos una carretilla para dejarlo en su casa —indicó uno de los amigos del joven a mi padre.

—La silla la pueden llevar y me la devuelven mañana, pero la carretilla sólo se las presto para que lo saquen a la calle.

La docena de personas que se encontraban en el sitio se miraron entre ellos moviendo la cabeza de conformidad. Colocaron la silla con todo y joven en la carretilla y lo fueron trasladando hasta la salida; en ese momento pude notar que todos los ayudantes se reían maliciosamente de lo que estaban presenciando. Algunos cuchicheaban y después soltaban sendas carcajadas.

Lo trasladaron tan solo a un metro del parque y devolvieron la carretilla. Algunos de los ayudantes o amigos del dormido corrieron hasta donde se encontraban los arbustos del parque, arrancaron ramas —muchas de ellas con flores—, después de eso incrustaron los gajos en varios sitios de la silla y en minutos quedó como un trono carnavalesco. Posteriormente, cuatro personas alzaron la silla y cada una de las patas quedó a la altura de los hombros de quienes la cargaban y comenzaron a caminar.

Ya en la calle, algunas personas empezaron a seguirlos. Se escucharon primeramente risas y después, gritos. Yo fui una de las personas que se unieron al grupo. Mucho tiempo después comprendí que aquello se llamaba histeria colectiva y que uno ya no hace sus actos siguiendo el sentido de la razón sino porque en estado de frenesí imitas lo que hacen los demás.

El singular evento no acabó ahí, pues después de dos esquinas la procesión pasó por donde minutos antes habían terminado unos rezos de los que solían hacer los miembros de los gremios patronales. En la calle había cuatro músicos conocidos como charangueros, que tenían un par de arrugadas trompetas, un enorme tambor que debía ser cargado por un voluntario a sus espaldas mientras el ejecutante le pegaba al cuero del instrumento y otro tambor más pequeño conocido como de redoble. Los músicos fueron invitados para participar en esa extraña caravana, aceptaron advirtiendo que sólo tocaban dos piezas: un paso doble taurino y una popular tonada llamada El cable.

Así fue como la música formó parte del desfile al tiempo que llamaba la atención de más gente que se unió a la marcha carnavalesca. Yo pude observar que la procesión ocupaba casi media cuadra. Adelante iba el dormido, sentado en sentido contario sobre una silla del cine. Las ramas, flores, música y la gente, conformaron la algarabía que avanzaba por las calles del centro del poblado. Se le trataba como si fuera un héroe civil que había salvado al pueblo de una invasión alienígena. Era como un sanador que curaba todas las dolencias existentes; como un hombre llegado de las estrellas. Parecía que lo llevaban al palacio municipal para coronarlo como rey vitalicio del pueblo. En esos años parecía todo tan normal, pero sólo el tiempo y la memoria lo pudieron convertir en lo que ahora recuerdo: un acto exótico, absurdo y surrealista.

Después de casi una hora de desfilar, lo llevaron en esa misma condición a las puertas de su casa. A su madre, por razones obvias, le disgustó el ridículo que le hacían pasar a su hijo y le dio un tremendo susto al ver a su hijo ser trasladado como si fuera una imagen sagrada. La mujer, llena de ira, abrió sus puertas machete en mano y maldiciendo a todos los que participaban en la caravana. La música cesó sus repetitivas y alegres melodías. Los que en ese momento lo cargaban nada más tuvieron tiempo para bajar al que cargaban y soltarlo. Las calles del interior del pueblo por lo general eran oscuras y bajo esa espesa sombra, nosotros, la muchedumbre, desaparecimos en cuestión de minutos.

A la mañana siguiente, el reloj municipal apuntaba al mediodía y la silla del cine no había sido devuelta. Mi padre, que sabía hasta dónde había concluido el magno relajo de la noche anterior, me mandó por ella. Llegué a la casa y golpeé la puerta. Fue en cuestión de minutos cuando alguien se asomó: era el joven que había sido cargado y parecía estar despertando. Le pregunté por la silla y él me dijo que esperara un momento. Entró a su casa y escuché algunos gritos en tono de regaño. El joven salió con la silla y me la entregó mientras me preguntaba ¿qué hace la silla del cine en mi casa?

2 comentarios

  1. Me encantó, Ivan, muy divertido imaginar el absurdo, el frenesí del que habla el narrador, es cierto, eso pasa y debería de pasar más en nuestro diario vivir en nuestro país… El absurdo que hace reír y no llorar. ¡Vientos!

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