La niña de las patas de pájaro

Era un bebé cuando la pequeña Susi comenzó a dar destellos de que no sería una niña común, como lo imaginó su familia que recién la recibía. Desde su tierna infancia, recibía varias lecciones de alguien que le enseñaría cómo lidiar con los demás seres normales, porque lo primero era amar su estado especial. En la esquina de la recámara, debajo de la mesa, sobre la cuna de madera sentada en una esquina, entre los muñecos de peluche de repente alguien extraño aparecía, y solo ella podía verle.

Lo que veía era a su mentora, que le presentaba poco a poco el mundo distinto, que solamente los que tienen el talento de ser especial pueden percibir. Recibía de ella tantas claves como biberones le daba su madre, ese momento era crucial porque así se podía obtener toda la atención de la pequeña. En casa todo transcurría casi normalmente con la recién llegada, estaban felices de que fuera tan risueña, pero se sorprendían porque a veces la euforia duraba mucho tiempo.  Sin embargo, a solas, a su madre a veces le preocupaba que su hija balbuceaba y dirigía su mirada a alguien más dentro de la habitación. Así transcurría un largo rato de cada extraño suceso, en que a la bebé hasta las manitas se le tornaban blancas de tan apretadas que las tenía por la intensidad de esas conversaciones en las que a veces incluía risitas y balbuceos incomprensibles.

—Seguramente, será muy parlanchina una vez que crezca y pueda hablar —decía la madre para confortarse un poco, confiando en que esos momentos cesarían porque todo era parte de una situación normal.

Con el tiempo, las conversaciones de Susi cesaron ante la vista de los humanos, pero ella las seguía sosteniendo cuando jugaba a escondidas y su interlocutora se volvió reservada y solo aparecía si el tiempo y el espacio al que pertenecía se lo permitían, porque era necesario. Desde siempre, era extraño para Susi, como todo lo que estaba conociendo del mundo, que su mentora apareciera con distintas formas, porque en ocasiones se mostraba con la fisonomía de un niño, otras tenía forma del agua corriente, hasta su piel podía ser como el arcoíris. Se le aparecía de vez en cuando, mientras jugaba en la huerta de los abuelos, mientras jugaba a preparar comidas extrañas con hojas de árboles que convidaba a su amigo Ungue, como bautizó a su mentora. Ella comía los verdes menjurjes que la niña depositaba en diminutos juegos de thé y los consumía con singular beneplácito. Susi solo reía, seguía conversando y al tiempo que cocinaba con plantas y agua corriente, escuchaba con gran atención. Apenas si podía decir palabras claramente, por eso Ungue parecía cualquier palabra que nadie comprendía, una más de esas que los bebés inventan para decir lo que sea, una más del lenguaje de origen que con los años olvidan por aprender el idioma natural de su mundo terrícola.

Una vez que acudió al colegio de la primera infancia, ansiaba contarles a los demás niños de su amiga que aparecía en la huerta de sus abuelos. Deseaba contar de los juegos interminables, de las risas cuando era perseguida y gritaba que se apurara a alcanzarla. Quería contarles por qué eso asustó a la abuela y le prohibieron en casa hablarle a alguien que no existía. Dijeron que los amigos invisibles no existen. Esos años fueron de confusión para toda la familia, unos le decían que era algo normal, que sucede entre los niños que son hijos únicos y se sienten solos, que solo era un evento pasajero. Que no se preocupara.

En el colegio, frente a los humanos, a la vista de los humanos, su vida transcurrió normal los años siguientes. Una vez que pudo entender un poco más, Susi recibió sus primeras clases cortas de transformación en lo que quisiera. Se le enseñó cómo hacer que sus dedos fueran como los pétalos de la flor de tubetina morada que le gustaba tanto. Nadie se percató de sus recorridos constantes a la esquina de la huerta, donde escondía juguetes y donde hábilmente sus guías habían colocado una puerta diminuta en la que con un toque suyo se hacía de su tamaño una gota enorme de agua transparente por la que podía atravesar para desaparecer por instantes del mundo normal, pero ese tiempo eran horas en el mundo irreal, donde había otros miles como ella. 

Algunos estaban comiendo menjurjes de sus niños elegidos, otros jugueteaban bajo las sombras de los árboles de moras, otros dormidos sobre techos de pasto verde con tréboles o buceando en estanques cristalinos de peces de colores. Se le olvidaba su mundo real. Incluso, hubo momentos en que no quería abandonar ese lugar y solo reaccionaba a regresar a su hogar si escuchaba los gritos alarmados de su madre o su papá que la buscaban preocupados. Y reaparecía en lugares inusitados donde nadie buscaría por pura lógica.

Un día aparecía en el clóset, otro debajo de la cama, otra recostada en la cama de la abuela, y casi siempre fue hallada completamente dormida. Así transcurrían los días, con secretas lecciones de magia para aceptar que poseía la extraña habilidad de convertirse en una flor u algo similar, hasta que fue necesario limitar los encuentros con su mentora para proteger los nuevos conocimientos y no se le fuera la boca al contarlos. En el último encuentro, solo pude prometerle que un día podría entender porque poseía esas capacidades extrañas de convertirse en flores, que sería parte de un mundo al que nadie podía ver ni entrar, solo ella y los elegidos. Debí asegurarle que los encuentros se reanudarían de vez en vez para seguir enseñándole nuevas habilidades como si acudiera a otro colegio, a recibir otras clases. Pero siempre sería un secreto lo que aprendiera, pues formaba parte de una legión de personas distintas, con una vida que no sería común ni corriente ni parecida a la de nadie más nunca.

Un día, finalmente llegaría ese día especial de presentarla con sus congéneres, cómo les ocurría a todos. De iniciarla con los nahuales mayores. También recibiría la llave maestra para hacer su propia vida como más le gustara, pero para ello debían terminar las visitas  entre nosotras, por unos años, no importando que Susi no entendiera y por ello le doliera y se enojara… y tuviéramos que extrañarnos tanto.

Por eso, aquella tarde después de tantos años que salió a la calle me causó tanta alegría verla nuevamente y saber que estaba bien. Yo estaba sentada frente a su casa en una banca al pie de una vieja cerca de piedras que se encontraba adornada de manera espontánea por la naturaleza. Nacían de entre los huecos húmedos, silvestres helechos, y de una esquina una prolífera mata de malvas de flores rojas que brotaban sin pena, sus hojas extendidas como platos buscaban, como yo, el calor de los últimos rayos de sol de esa tarde de otoño.

Yo reposaba  las manos en un bastón de madera y trataba de pasar desapercibida entre la gente que iba y venía de vez en vez en esa calle sola y fingía ser una más de ellos. En breve vi acercarse a una pareja de ancianos a la puerta de su casa y llamar con fuerza. Luego, mientras esperaban se acomodaron las cosas que llevaban en las manos y cruzaron un par de palabras que no entendí, luego voltearon a saludarme y yo respondí emulando la voz cansada y ronca de una vieja. Hice como que solo estaba ahí de paso y descansaba para tomar aire y continuar mi camino, pero siendo honestos así era, yo solo estaba ahí de paso. Abrió la puerta de la casa un hombre que sonriente saludó a los viejos, inmediatamente tras él salió una niña, la misma con la que sucedieron días enteros de juegos y risas hace pocos años. Había crecido y su estatura rebasaba el metro veinte, pero seguía siendo una belleza de ojos color café, cabello oscuro y largo y de nariz pequeña. Ahora las trenzas con moño azul llegaban a la cintura, y las manos pequeñas extendían la falda y blusa azul rey que traía puesto, a la vez que daba saltitos con una clase de zapatos que según su decir parecían botitas, pero que realmente eran unos pesados aditamentos que su madre le obligó a ponerse para amoldar temprano a sus pies y le ayudaran a darles una forma ideal que evitara problemas con sus rodillas una vez fuera vieja. Por lo menos esa fue la explicación que le dio esa tarde cuando terminó de vestirla para su día especial. Después, ella se puso a dar de vueltas y vueltas para que la falda se inflara como una campana. Sin duda que ese sería siempre su vestido favorito.

El anciano recién llegado traía un envoltorio de papel blanco que se veía húmedo a causa del contenido que cubría. Ella traía una canasta con frutas. Susi los saludó y les tendió la mano impaciente. Ellos conmovidos le dijeron que estaban muy contentos de verla nuevamente, que se veía muy bonita aun sin ese diente que había desaparecido de su boca por el que seguramente el ratón de los dientes le dejaría un buen pago. Ella se pescaba fuertemente de la mano de su padre, pero desde adentro de la casa se escuchó el llamado de una voz femenina:

­ —Susi, ya entren a la casa porque la comida está lista

Antes de cerrar la puerta me miró a los ojos con tal intensidad que hizo desviara la mirada. Me miró con enojo y eso me causó vergüenza y temor de saberme sorprendida en algo que parecía un acto de indiferencia y a la vez de felicidad porque supe que me reconoció. Pero regresé a mi cometido y la miré con valentía, le sonreí para que comprendiera que seguiríamos juntas por un largo trecho aún porque no había desaparecido adrede, que me disculpara con esa razón. Se veía tierna y espontánea como siempre ¿cómo no atrapar en la memoria esos ojos de miradas limpias y curiosas?

Era preciso meter en la añoranza esa sonrisa clara sin diente. Por mucho abrir los ojos no fue posible absorber cada detalle, todo el entorno, la casa de color azul cielo, la puerta de madera vetusta, las tejas de barro rojas y descoloridas que le daban un aire campirano. El aire sopló fresco en ese momento como lo hacen los aires de día de muertos o de otoño, porque se acerca el Día de los Fieles Difuntos. Reservó su sonrisa por cautela, con temor agachó un poco la cabeza y luego me vio de reojo, con cuidado se sujetó con las dos manos a las de su padre. Yo no quise darle una preocupación y desvié otra vez mi mirada vieja, la de su antigua mentora. Ella supo también como llegué a esa banca y que fue posible hacerlo a través del hoyito que hay en la cerca de piedras del viejo Servando, al mismo a quien directamente le preguntó alguna vez en que vio que él mismo se fue a otra dimensión

—¿Te vas a ir por el hoyito entre las piedras?

Servando no dijo nada.

A través de esa puerta llegué yo.

Con pesar recogí mi bastón y me retiré para no asustarle. Encaminé mis pasos a bajar por la calle empedrada con rumbo al nicho de la virgen que los pueblerinos habían levantado en la calle allá por el siglo XVII, dizque para evitar que los nahuales se aparecieran.  Caminé con pausas porque mis 86 años apenas me daban permiso, y aproveché para poder escuchar un poquito más lo que ocurría con ella. Oí risas, luego nada, solo el golpe de la puerta al cerrarse. Yo busqué aprovechar el último rayo de luz de sol y vi el instante en que se alumbró el hueco del nicho de la virgen donde estaba una veladora encendida. La luz tintineó y las campanas de la parroquia sonaron al mismo tiempo… era la señal y la aproveché para entrar por ahí y solo me disolví en el tiempo, luego me sacudí los años. Instantes después caí en mi hamaca. La que había puesto temprano ese día entre dos palmeras fuertes y viejas casi como yo. El oleaje del mar me confirmó que yo había vuelto de mi viaje a la infancia de la pequeña Susi. Las gaviotas alebrestadas en el cielo cayendo en picada en las lanchas de los pescadores que estaban regresando del trabajo, me volvieron a encrespar el ánimo. Respiré profundo y satisfecha, me bajé de un salto de mi hamaca y de mi sueño.

Volví a recordar mi reciente viaje. A pesar de reconocerme ese día, supe que Susi se asustó un poco, pero se molestó más porque no había aparecido con la frecuencia que aseguré antes. Comenzó nuestra comunicación telepática instantánea en ese momento y le pude decir que aún no era posible continuar con su aprendizaje como nahual, que debía antes conocer la naturaleza de la vida del hombre, de sus miedos, de sus creencias; porque de otra manera podríamos arruinar lo que se ha construido en torno a nuestro linaje: el mito, el miedo, el respeto a lo sobrenatural.

Con tan pocos años Susi no logró comprender mucho y tuvo que esperar hasta que otros tantos después volví a visitarla. Entonces ella estaba leyendo en el jardín, con el cuerpo echado en un camastro. Pudo sentir mi presencia y con curiosidad miró para todos lados donde era posible estuviera, entre los árboles, en el agua del apantle, en la esquina de la huerta donde escondía los juguetes. Pero mi presencia no pasó desapercibida porque un enorme tigre la miró de frente fijamente y con cierta sumisión. Ahí advirtió que éramos viejas conocidas. Sin palabras leí su mente y leyó la mía. Fue un nuevo encuentro de naturaleza nahual. Después de los argumentos de por qué no me acerqué antes, le propuse retomar los intentos de cambio de aspecto y ella aceptó sin chistar. Eligió para su segunda etapa de transformaciones ser como las aves, pero de una en especial porque le causaba un gran misterio: un zanate. Fue ideal el momento, porque en ese lugar había un árbol inmenso donde anidaban esos pájaros, así que seguramente si la veían transformada no sabrían que era ella.

Susi cerró los ojos, comenzó a sacudir los brazos y poco a poco disminuyó su tamaño. Luego le brotó un pico que era gris casi negro, detrás tomaron forma sus ojos, se hicieron redondos y completamente oscuros con el iris café. Su transformación era increíble y yo estaba ahí siendo testigo del comienzo de una nahual. De su cabeza brotaron plumas, de un color azul muy oscuro, casi negro. Todo su cuerpo sufrió una transformación a otro ser hermoso, su cuerpo de ave, lleno de plumas brillantes. Sus extremidades inferiores se hicieron delgadas y grises, con la piel correosa característica de las patas de los pájaros, luego en sus hermosos dedos le brotaron uñas, garras largas, delgadas y picudas. En ese instante no se podía dar paso atrás. Ahora tendría que volar y probar esas alas delgadas y ágiles que le darían altura y velocidad. Así levantó el vuelo, miró desde el cielo todo. Llegó el momento de surcar el aire y entonces se dio cuenta que tenía una visión que enfocaba lo que veía, por separado, no como lo hacía como humano. Ahora su campo de visión era de 340 grados.

 Debió adaptarse también a su pensamiento de ave y no acercarse demasiado a los depredadores naturales gatunos, sortear con inteligencia las oleadas de viento frío, comprender también que los colores que conocía como terrícola ahora como pájaro tenían un nuevo inquilino: el espectro de luz ultravioleta al que los humanos no pueden acceder. Desde abajo, era contemplado tal vez por algún observador humano como un ave más, cuyo plumaje brillaba en hermosos tonos azules y la hacían parecer una especie majestuosa. Algunos perros le ladraron con miedo y otros aullaron porque Susi bajó un poco a posarse en los patios de los vecinos, los canes advirtiendo a sus inquilinos humanos que un ser sobrenatural estaba cerca, pero no les hicieron caso. Los perros la miraban a Susi, con ira y miedo. Voló más alto y se cruzó con otras parvadas de aves como ella, pero estas huyeron con precaución al saber que no era un ave normal. Susi miró la inmensidad del cielo y de la tierra, se elevó tan alto como quiso y luego cayó en picada para medir su nuevo don de cacería y con su pico levantó un gusano que reposaba en una rama de ciruelo, pero no pudo comerlo y en el aire lo soltó a mejor destino. Después de un rato de intenso vuelo, la nueva Susi regresó a su jardín. Ahí la transformación a humana fue más rápida de lo que creyó. Pronto ella y yo estábamos nuevamente frente a frente, yo con mi aspecto de tigre y ella con su aspecto humano, y agotada. Ese día fue uno de los muchos que hubo de prácticas. Otras veces pude enseñarle a ser solitaria, a ser reservada, a no ser soberbia, a ser sabia y astuta. Aprendió a ser fuerte ya que en su edad más fértil le tocaría vivir uno de los capítulos más tristes en su historia porque con ella terminaría un linaje de transformación ya que no podría ser madre porque su cuerpo no sabría cómo dar la vida a un ser humano, siendo que ella podía desear tener un águila, o un león, o un perro y su naturaleza humana no lograrían concebir semejante ente, mezclado con cuerpo humano. A cambio sería eterna.

El aprendizaje continuaría por años, hasta que un día le tocará ser invitada a su iniciación oficial junto con otros jóvenes como ella, guiada por otros nahuales, algunos, no todos.

Mientras tanto tendrá que esperar a que llegue su tiempo de iniciarse como nahual. Algunas cosas solo las conocerá hasta que me vea nuevamente, ya entenderá en su juventud que no debe preocuparse tanto por no saber lo que hará en el futuro con el don que ha ganado. Que perderá a su primer hijo con él se irán las ganas de volver a intentar traer otro al mundo. Que sentirá que hay días que no vale la pena continuar, pero que hay otros que compensarán con creces los días malos. Que aparecerá la luna llena y sea de noche o esté cerca de un caudal de un río o una laguna o un manantial deseará con todas sus fuerzas convertirse en eso o ave o en felino o en reptil. Que ese deseo es imposible de frenar. Que no estará sola si surge el instinto, siempre tendrá mi compañía para orientarle con sabiduría y paciencia. Hasta que llegue ese momento seguiré observándola de lejos, hasta que nos sea permitido contarle toda mi experiencia y enseñarle, así como resistir estar en la vida durante millones de años como un nahual y para qué resistir: para hacer un equilibrio entre lo real y lo sobrenatural.

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